La
primera obra que reúne ambos conceptos es también la primera obra
de literatura de la humanidad: “El poema de Gilgamesh”, escrito
hará unos 4.000 años pero seguramente mucho más antiguo. El poema
narra la historia de Gilgamesh, rey de Uruk, en la antigua Mesopotamia,
personaje histórico que, para cuando se escriben sus aventuras,
se había convertido ya en leyenda. Gilgamesh es el héroe por excelencia,
bello, valiente, esforzado, siendo sus hazañas las habituales del
género: lucha contra monstruos terribles (el gigante Huwawa, el
toro del cielo), se enemista con los todopoderosos dioses, traba
una amistad entrañable más allá de la muerte con un antiguo enemigo
(Enkidu el hombre salvaje, creado para destruirle),... Y narra la
búsqueda final de la inmortalidad ante la cercanía de la muerte,
el previsible fracaso y la asunción de nuestro destino final.
Borges ya lo dijo claramente:
Diríase que todo ya está en este libro babilónico. Sus páginas
inspiran el horror de lo que es muy antiguo y nos obligan a sentir
el incalculable paso del tiempo.
El mundo griego
Pero la historia de Gilgamesh
permaneció dormida hasta su redescubrimiento en los años 30 del
pasado siglo. La autentica tradición épica occidental nace con la
primera literatura europea: la literatura griega, auténtico punto
de referencia para los escritores de los dos últimos milenios.
Y cuando hablamos de épica
griega hablamos de mitología: de dioses indiferentes y crueles (Apolo,
Zeus, Afrodita…), de razas fantásticas y temibles (centauros, faunos,
sirenas…), de monstruos terribles y fascinantes (la hidra, la esfinge,
las gorgonas…) y de héroes valerosos y humanos, dispuestos a vivir
aventuras sin cuento.
Los
ciclos épicos griegos son incontables pero nos han llegado en desigual
estado de conservación. El más famoso es, obviamente, el Ciclo Troyano,
gracias a las clásicas obras de Homero “Iliada y “Odisea”. Pero
no debemos olvidar que la Guerra de Troya ocupó cerca de una decena
de libros (la primera de las megasagas fantásticas) escritos por
varios autores y de los que Homero apenas representa un 10% del
total.
Éste se centro especialmente
en la historia de la cólera de Aquiles (“Iliada”) y la vuelta a
casa de Ulises, uno de sus héroes (“Odisea”). Otras muchas aventuras
de esta historia fueron narradas por otros autores, algunas tan
famosas como las homéricas (el juicio de Paris, el rapto de Helena,
la muerte de Aquiles, el ardid del caballo de madera, la toma de
la ciudad), otras bastante más desconocidas (la participación de
las amazonas en la guerra al lado de los troyanos, el regreso de
los otros héroes griegos).
Aparte del ciclo troyano
podemos mencionar otros ciclos igual de importantes: la vida y milagros
de Heracles (mucho más compleja que la historia de sus doce pruebas),
la historia de Teseo (que también va mas allá de la lucha contra
el Minotauro), las aventuras de Jasón y los Argonautas tras el vellocino
de oro (narradas por Apolonio de Rodas en el último poema épico
griego, “La argonáutica”), la lucha de Eteocles y Polinice conocida
como “Los siete contra Tebas”, o la desventuradada vida de Edipo
(estas dos últimas famosas gracias a las obras teatrales de Sofocles
y Esquilo).
Los griegos también merecen
nuestra atención gracias a otro género del que fueron inventores:
la historia. Y es que los primero libros de historia griegos poco
tienen que ver con algunos de los actuales, áridos y aburridos.
Para los griegos, la historia era la épica de un pueblo (una ciudad,
un estado, una raza) y solo se diferenciaba de los anteriores ejemplos
en que el protagonismo era colectivo no individual.
Si
hacía falta inventar y embellecer para mejorar la historia, ningún
problema. Se asumía como parte del proceso creativo. Y hay que reconocer
que cuando les salía, les salía de maravilla. Ahí están si no Herodoto
y sus “Nueve libros de la Historia” narrándonos las Guerras Médicas
(¿quién no conoce nombres como Salamina, las Termópilas o Maratón?),
o Jenofonte contando en la “Anabasis” una parte de su propia vida:
la increíble “retirada de los 10.000”, la huída de un cuerpo mercenario
griego a través del imperio persa, después de su derrota en la guerra
civil de turno, buscando la vuelta a casa y perseguidos por sus
enemigos sin piedad (tranquilos, acaba bien, unos 7.000 volvieron
a Grecia).
Roma, como en muchas otras
cosas, imitó a los griegos a la hora de crear una épica propia pero,
como ocurre casi siempre, la copia fue bastante inferior al original.
Virgilio casi lo consigue en “La Eneida” y César deja una buena
muestra de épica personal y bélica en su “Guerra de las Galias”,
pero nos encontramos ante las excepciones más notorias. Sobre el
resto mejor correr un tupido velo.
La épica medieval.
Y aquí estamos ante la
madre del cordero, la auténtica influencia directa de la actual
fantasía épica, de Tolkien a Martin, pasando por Moorcock o la última
dragonada proveniente de la cuadra Timun Mas. Porque no nos engañemos,
el 90 % de los libros del género tiene un aire medieval inconfundible:
fornidos guerreros, castillos y princesas, dragones y otros monstruos,
magos y brujas, elfos y enanos, objetos mágicos de terrible poder,
el bien y el mal enfrentados en perpetua lucha, el honor de la ética
caballeresca… La lista es interminable. Y aunque todo esto bien
poco tiene que ver con la Edad Media real sí que esta muy conectado
con la literatura de esta época.
La gran novedad será la
aparición de un nuevo componente ideológico: la intrusión de las
mitologías propias de pueblos no mediterráneos y que poco tenían
que ver con la greco-romana. Éstas pronto fueron “depuradas” por
el cristianismo, pero su poso nunca abandonará la esencia de las
narraciones.
La
mitología más importante fue la germánica, perfectamente
conservada en una serie de poemas escandinavos entre los que destaca
el “Edda Mayor”, donde se nos narra la creación del mundo, la aparición
de los dioses (Odín, Thor, Loki), sus luchas contra sus enemigos
los gigantes, la traición de Loki y la apocalíptica y definitiva
gran batalla en la que no sobrevive ni el Tato: el Ragnarok. Esta
dramática visión de la vida, fatalista y negativa, es tan poderosa
como pesimista, lo que le ha permitido convertirse en la gran influencia
de la fantasía hasta nuestros días.
Junto a esta cosmovisión
antiquísima (“traducida” en prosa por Snorri Sturluson hacia el
1200 en el llamado “Edda Menor”), la mitología germánica nos narra
también algunas historias realmente inolvidables. La más famosa,
repetida y reelaborada es la de “Los nibelungos”. La gran cantidad
de versiones (la primera aparece en el “Edda Mayor”, destacando
también el gran poema del siglo XIV y, quizás la más famosa, la
decimonónica de Wagner), contrapuestas entre sí, hace muy difícil
resumir la historia pero sí se pueden señalar algunos elementos
posteriormente muy repetidos: el héroe puro Siegfrid y su traición,
el dragón como bestia a derrotar, el oro maldito guardado por los
enanos, los objetos mágicos, la mística alrededor
de la espada, los dioses decadentes, la cercanía del fin del mundo,
la historia de amor trágico, la batalla final en la que no sobrevive
ni el apuntador…
Otras
leyendas germánicas han tenido también cierta fama e influencia.
En “El cantar de Hildebrand” nos encontramos con los horrores de
la guerra y los imperativos del honor que obligan a luchar entre
sí en singular combate a un padre y su hijo. Más famoso aún es el
antiguo y gran poema anglosajón “Beowulf”, que nos lleva de nuevo
al terreno de la épica pura: el héroe Beowulf derrota al monstruo
Grendel y a la madre de éste, se convierte en un caudillo de hombres
y en un gran rey, y muere, ya anciano, luchando y derrotando a un
nuevo enemigo: el siempre pavoroso dragón.
La otra mitología
que irrumpe en nuestra historia es la céltica, en especial
la de Gales, Irlanda y Bretaña, mucho mas extraña y salvaje que
la escandinava pero peor conservada. La principal colección de cuentos
míticos es el llamado “Maboginion”, seguidos por los poemas cortos
conocidos como “Lais” de María de Francia y las reelaboraciones
del XIX llevadas a cabo en pleno frenesí nacionalista irlandés.
El ciclo de leyendas mas famoso son las de Cuchulain, rey y guerrero
lleno de poderes mágicos (su fuerza decrece a medida que avanza
el día) que, tras múltiples aventuras, consigue la unificación de
su país para ver como en sus últimos días todos sus esfuerzos son
destruidos.
Con estos mimbres, los
autores medievales tejieron cuatro grandes tipos de historias: las
sagas escandinavas, los cantares de gesta hispano-franceses, el
ciclo artúrico y las novelas de caballería.
Las
sagas escandinavas son lo que hoy llamaríamos historias de vikingos
(aunque también incluyen a reyes, obispos y santos). Escritas entre
los siglos XII-XIII, las que mas nos interesan narran las aventuras
de estos piratas de la Alta Edad Media a lo largo de sus depredaciones
por el norte de Europa y la Islas Britanicas. Llenas de una cierta
amoralidad (visto a lo que se dedicaban sus protagonistas), con
un aire fantástico siniestro (destaca la presencia del berserker,
el guerrero que entra en un trance gracias a la magia negra, convirtiéndose
en invencible) y con un marcado carácter trágico, son lo más parecido
a una novela de “espadas y brujería” que se escribió antes de Conan.
La mejor de todas, una auténtica obra maestra, es la “Saga de Egil
Skallagrimson” de Snorri Sturluson.
Los cantares de gesta
hispano-franceses (elaborados a partir del siglo XI) cuentan
la historia de una serie de héroes legendarios basados, inicialmente,
en personajes reales. El más famoso fue el francés “La canción de
Roldan”. Ambientado en la época carolingia, narraba la muerte de
la élite de la caballería francesa (Roldan y los doce pares de Francia)
en la batalla de Roncesvalles. Su éxito fue tal que le siguió un
enorme ciclo con decenas de obras donde se narraba la juventud y
vida de los héroes muertos. Los detalles fantásticos eran abundantes
pero no abrumadores (destaca en especial la fuerza sobrehumana de
Roldan) y los malvados habituales solían ser los musulmanes. Estos
poemas se encargaron también de fijar el ideal caballeresco de la
época.
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