Recontando las primeras
historias
No hay mejor sitio para
comenzar que el principio y la primera leyenda de la que se tiene
constancia, aparecida hace más de 5000 años. Hablamos de la epopeya
de Gilgamesh, monarca de la ciudad de Uruk y embarcado en
la búsqueda de la inmortalidad, durante la cual deberá enfrentarse
a todo tipo de monstruos y dioses que le saldrán al paso. En sus
andanzas se constatan dos características fundamentales de la fantasía
heroica y que son denominador común de la mayoría de los libros
que se citan a continuación. Por un lado el viaje de un héroe enfrentándose
a todo tipo de peligros internos o externos, y por otro su ambientación
en un mundo donde existen hechos sobrenaturales que nunca son explicados
de una manera racional.
Hace
unos veinte años Robert Silverberg adaptó este poema a la
narrativa moderna en “Gilgamesh el rey”, donde aplica a la
leyenda su habitual tratamiento narrativo centrado en el desarrollo
del personaje a través de la necesidad de trascendencia que siente
el protagonista y la expiación de su culpa gracias al amor, caminos
recursivos en su literatura y que se pueden ver de una manera mucho
más refinada en sus obras más señeras de finales de los 60 y comienzos
de los 70.
Otra historia archiconocida
que ha tenido una adaptación bastante reciente han sido el primer
canto atribuido a Homero, “La Ilíada”. A partir de él (y de otras
muchas fuentes), Marion Zimmer Bradley construye en “La
antorcha” una nueva plasmación de la guerra de Troya vista esta
vez a través de los ojos de Casandra, maldita por los dioses con
el don de la profecía a las que nadie creerá, y donde se especula
sobre muchos aspectos de la guerra bastante inéditos como la participación
de las amazonas al lado de los troyanos. A lo que hay que añadir
su decidido punto de vista pro-troyano y el marcado cariz feminista
que toma la narración.
A
distinto nivel debemos situar “Soldado de la Niebla” de Gene
Wolfe, seguramente el mejor escritor de literatura fantástica
del último cuarto de siglo y que en este título da sobrada muestra
de sus bondades como estilista y fabulador. En él crea uno de los
personajes más memorables que uno puede recordar. Latro, soldado
a sueldo del rey Jerjes, que sufre una herida en la cabeza durante
la batalla de Platea en el 480 a.C. y olvida cada día todo lo que
le ha sucedido hace más de 24 horas, además de ganar la extraña
capacidad de ver los dioses y semidioses que se mueven a su alrededor.
Su esqueleto está construido
a partir de lo que el propio Latro nos cuenta en el diario que va
escribiendo y que le sirve para recordar todo aquello que le ha
ocurrido, permitiendo que el lector contemple todo lo que le pasa
a su mismo nivel. Así, cuando no puede recordar cierto suceso nosotros
tampoco podemos, manteniendo una potente tensión desencadenada siempre
de una manera muy natural mientras intentamos reconstruir los hechos
acontecidos y que se nos han hurtado de forma muy hábil.
Recuperando a los antiguos
juglares
Pegando
un “atlético” salto de más de mil años, pasamos a los orígenes de
la literatura en nuestro idioma, que se pueden situar en el mester
de juglaría y sus cantares de gesta, que han sido captados fielmente
por un breve y encantador libro que traslada su esencia al terreno
de la fantasía. Me refiero a “Kalpa Imperial” de Angélica
Gorodischer, que transmite de manera muy verosímil el tono de
aquellos poetas que recorrían los castillos y las ciudades contando
las glorias y miserias de los héroes, reales o ficticios, que luchaban
en la reconquista.
“Kalpa”, palabra que en
sánscrito se utilizaba para designar un periodo de tiempo inmensamente
largo, se presenta como una colección de historias breves intencionadamente
deudora de las “Mil y una noches”, donde diversos narradores desvelan
diferentes hechos ocurridos a lo largo de la historia de un onírico
Imperio Más Vasto Que Nunca Existió, sin seguir ningún orden cronológico
intencionado. Así, cada cuento ofrece una pincelada de un todo demasiado
complejo para ser contenidos en un libro, breves retazos que dejan
intuir un lienzo inabarcable que nunca podrá ser contado por entero.
Merece una mención especial
“Acerca de las ciudades que crecen descontroladamente”, que
tiene como protagonista una ciudad, narrando hechos como su nacimiento
en medio de la nada, su aumento de población, cómo llega a convertirse
en capital del Imperio y su posterior pérdida de entidad hasta que
acaba deviniendo en una urbe del montón. Un alarde narrativo sencillamente
descomunal.
Pasando a un terreno
más habitual...
...nos encontramos con
historias serializadas a lo largo de varios volúmenes y que se parecen
un poco más a lo que estamos habituados a etiquetar como fantasía
épica o heroica. Nuestra primera referencia es para Las Crónicas
de Prydain de Lloyd Alexander, orientadas en origen hacia
un sector juvenil pero de gran calidad literaria, pudiendo ser disfrutadas
por cualquier adulto debido al progresivo aumento de su madurez
y de la complejidad narrativa libro a libro.
Su éxito parte de la conjunción
de algo nuevo y algo viejo. Por un lado bebe de los mitos célticos
galeses mientras que por otro se estructura entorno al requeteconocido
esquema del héroe de las mil caras que tan buenos resultados ha
ofrecido a los escritores con un mínimo deseo de contar algo diferente.
Así, un humilde porquero, huérfano y criado por un mago se convierte
en “el rey que retorna” después de derrotar al señor oscuro de turno,
encontrar novia (una princesa, cómo no) y pasar mil y un aventuras
con la habitual pandilla de “a priori” perdedores que luego se convierten
en héroes.
Está
compuesta por cinco libros: “El libro de los tres”, “El caldero
mágico”, “El castillo de Llyr”, “Taran el vagabundo” y “El gran
rey”. Sin duda, el mejor es “Taran el vagabundo”, que toca
uno de los grandes dilemas de la adolescencia: la búsqueda de la
propia identidad. En él Taran, que ya es un héroe conocido, huye
de la fama y vaga por el mundo intentando descubrir su origen, aprendiendo
en el proceso los más variados oficios (de ceramista a herrero)
para conseguir, después de ímprobos esfuerzos, una pizca de sabiduría
que le indique cuál es su lugar en el mundo. Una bella metáfora,
repito, sobre el desarrollo personal de cada uno.
Otra serie inicialmente
destinada a un público juvenil pero que ha trascendido esa barrera
es la de Terramar de Ursula K. Le Guin, cuatro novelas
de lectura independiente que orbitan en torno al viaje inciático,
ya sea hacia la comprensión y el manejo del poder o, como en el
caso de “Tehanu”, el aprendizaje de la vida cotidiana por
alguien que lo ha sido todo y lo ha perdido recientemente. Escritas
con un estilo agradable y sencillo, se alejan de las grandes gestas
para centrarse en las pequeñas victorias personales del día a día
y explotar al máximo la relación existente entre el guía espiritual
y su aprendiz.
También,
es necesario comentar la trilogía de Lyonesse, fruto de alguien
que se suele decir alumbró sus mejores obras a la luz de la ciencia
ficción pero que en sus incursiones en la fantasía no lo hizo precisamente
mal. En estos tres libros, Jack Vance recogió los elementos
más clásicos de ésta tales como magos, brujas, druidas, hadas, trolls,
caballeros, reyes, reinas, princesas, juglares... y sus intrigas
palaciegas, duelos de hechiceros, batallas entre reinos, encuentros
con monstruos y seres de ensueño, raptos,... para construir una
exuberante obra que se mueve dentro del triángulo comprendido entre
las leyendas artúricas, las de la Atlántida y los cuentos de hadas.
En realidad se trata de varias narraciones que comparten un mismo
ámbito geográfico y temporal, un conjunto de islas situadas en pleno
océano atlántico entre las costas de Inglaterra, Francia y España
en la alta edad media, interrelacionándose entre sí para dar lugar
a una historia completa.
Y
si está claro que Vance es el gran maestro de George R.R. Martin,
algo de los libros de Lyonesse está presente en “Canción de Hielo
y Fuego”, la gran saga comenzada a finales del siglo pasado
y que es la serie del momento debido a su inmensa capacidad de sorpresa
y su tremenda adictividad. Pensada para ser publicada en 6 libros,
lleva los elementos aparecidos en las citadas novelas de su “mentor”
a un nivel de complejidad nunca visto hasta el momento, convirtiéndose
en una inmensa novela río con cientos de personajes en acción. Agilidad,
una planificación excelsa, facilidad para crear mundos y personajes
creíbles o el uso de descripciones certeras y completas sin necesidad
de llenar páginas y páginas son algunos de los talentos en los que
Martin vuelve a cimentar su fama como narrador nato, a los que hay
que añadir el triunfo que supone el llevar a buen puerto las innumerables
líneas argumentales abiertas, mientras mueve a los personajes y
sus acciones con la insuperable habilidad del consumado maestro
que es.
Por
último, dentro de este apartado, no podemos olvidar “La leyenda
del navegante” de Rafa Marín, seguramente el libro de
fantasía heroica más importante escrito en nuestro país el siglo
pasado (Ana María Matute aparte) y que lejos de beber de los arquetipos
recreados por Tolkien busca sus propias fuentes. Tal y como reconocía
en una entrevista a El Archivo de Nessus, una mezcla del Mediterráneo
y el mundo sajón, de Prince Valiant y Nippur de Lagash, de la fantasía
y la historia medieval y renacentista, de lo épico y lo cotidiano
(decía Borges que cuando lo sobrenatural sucedía dos veces, dejaba
de serlo; alguien debería contárselo a los guionistas de Conan)
Y cierto es que en sus
páginas encontramos todo eso y mucho más. Sin embargo naufraga aparatosamente
ya que el Marín que había dado lo mejor de sí en “Lágrimas de Luz”
y muchos de sus relatos aquí se pierde en las formas, con un estilo
hiper regarcado que en nada beneficia a la historia, excesivamente
lastrada, y que avanza con ritmo cansino hacia una conclusión que
es un premio más por la liberación que se siente que por la satisfacción
que debiera producir.
El enfermizo encanto
del “mal”
Bajo el epígrafe de “dark
fantasy” suelen englobarse aquellas historias que se alejan de los
enfoques más optimistas y luminosos de la fantasía general, adentrándose
en un terreno abiertamente lóbrego donde los contenidos fantásticos
tienden a mezclarse con el terror puro y duro. En el último año
La Factoría ha iniciado la publicación de la serie de “La Compañía
Negra”, que comparte algunas de las características de este
subgénero y que es un más que digno ejemplo de cómo buscar una manera
propia de hacer más de lo mismo.
Salidos
de la pluma de Glen Cook, escritor de prosa económica y efectiva,
cuenta las andanzas de un grupo bastante numeroso de mercenarios
mientras luchan una serie de batallas a lo largo de una campaña
militar. Lo que convierte a esta serie en algo especial es que,
por primera vez en mucho tiempo, los protagonistas centrales no
son los buenos de la película que luchan por el triunfo del orden
y la justicia, sino un grupo de crueles y supuestamente desalmados
guerreros que se alían con las fuerzas de la oscuridad para destruir
por completo a las fuerzas de la luz.
Cierto es que lejos de
profundizar en esta premisa tan interesante (poner de protagonistas
a auténticos hijos de mala madre), la mayoría de los miembros pertenecientes
a dicho grupo acaban tomando el lugar de los típicos y morales héroes,
además de tener siempre al escritor de su lado, saliendo de los
fregados más insospechados con las misma alegría con la que entraron.
Pero los relatos son lo suficientemente entretenidos como para obviarlo
y dedicarles la atención que merecen.
En el corazón de las
grandes urbes
Hasta el momento la mayoría
de las obras mencionadas pone a sus protagonistas a recorrer mundo
como si fuesen auténticos guías turísticos. Pero existen narraciones
que “limitan” el desarrollo de sus tramas a un entorno cerrado y
con un tono decididamente oprimente, debido mayormente al oscuro
paisaje urbano y su casi siempre enfermiza sociedad.
El
más claro ejemplo de ello lo tenemos en Steven Brust y su
Serie de Vlad Taltos, un ciclo de novelas enclavadas en la
ciudad de Adrilankha y que cuentan las desventuras de un asesino
humano en una sociedad dominada por unos seres no muy diferentes
a nosotros llamados dragaeranos. Con un aire muy cercano a los de
una novela negra, donde los diálogos se convierten en la principal
herramienta narrativa, Brust nos acerca a los bajos fondos de la
fantasía, a cómo serían sus ladrones, asesinos, rameras, prestamistas,
trileros, tahúres,...
Especialmente divertida
es la segunda obra, “Yendi”, donde nos pone en plena guerra
de bandas entre señores del crimen, donde se relata de forma ágil
esa espiral de violencia en la que suelen transformarse: ahora apaleas
a una de mis chica, en reciprocidad yo te quemo un local, después
tu matas a varios de mis matones, posteriormente compro a uno de
tus guardaespaldas para que acabe contigo,... Unos libros endiabladamente
adictivos.
Más complejo es el ambiente
que podemos encontrar en la más grandiosa novela que se publicó
el año pasado, “La estación de la Calle Perdido” de China
Miéville. Cuando digo grandiosa no nos referimos a su calidad,
bastante alta, sino a la cantidad de temáticas que se acogen en
su interior. En gran parte es una novela de ciencia ficción desde
el momento en que nos acerca a un mundo extraño desde una óptica
racional bastante autoconsistente. A su vez, también juega con una
elevada cantidad de ingredientes meramente fantásticos, como una
magia claramente acientífica (llamada taumaturgia), una amplia galería
de seres de ensueño y pesadilla, y algunas argumentaciones abiertamente
fantacientíficas sin demasiado pie ni cabeza. Por si esto fuera
poco funciona con efectividad como una historia de terror, sobre
manera desde el momento en que aparece el gran y casi invencible
enemigo al que hay que derrotar para salvar la ciudad.
Y cuando este enemigo de
pesadilla amenaza con devorarlo todo y sumir en el caos la ciudad
de Nueva Crobuzón, auténtico corazón de la obra, surge la sempieterna
compañía de héroes, formada por el típico tío duro, un par de magos,
un ladrón y el científico causante del problema, para enfrentarse
con él y reinstaurar el orden. Claro que no todo saldrá a pedir
de boca y más de uno padecerá las consecuencias. Porque ya se sabe
que no todos los aventureros acaban saliendo de los bretes en los
que se meten.
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