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por Javier García Castro - Sephiroth
"En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no
quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los
de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor.
Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches,
duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino
de añadidura los domingos, consumían las partes de su hacienda.
[...] Tenía en su casa un ama que pasaba de los cuarenta, y una
sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo de campo y plaza.
[...] Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años,
era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran
madrugador y amigo de la caza. Quieren decir que tenía el sobrenombre
de Quijada o Quesada [...]; aunque, por conjeturas verosímiles,
se dejaba entender que se llamaba Quesada".
-¡Hora de dormir!- las luces se apagaron.
Era la cuarta vez que empezaba el Quijote, y
no es que me apasionara, pero es lo único que había encontrado en
mi celda el día en que me trajeron a La Colmena.
Me estiré un poco y me preparé para el sueño.
Lo necesitaría, ya que el trabajo era duro en la prisión. La Colmena
tenía más de tres millones de reclusos, y pocos la han visto entera.
Llegué aquí con el nuevo régimen. Por aquel entonces era defensor
del gobierno Imaliano, pero ahora ya me daba igual; mi único objetivo
era trabajar y mantenerme vivo.
La
celda no era ni más ni menos que del tamaño de un hombre tumbado
en todos los sentidos, pues no levantaba medio metro del suelo,
o más bien del techo de la celda inferior, porque estábamos todos
unos encima de otros y pegados al resto excepto en los extremos,
pero estos se mantenían vacíos. Allí cada uno tenía un número y
un sector. Éste venía indicado por una letra que llevaba la información
de las cuatro primeras cifras, y el número eran las tres finales.
Las celdas por lo tanto al ser tan estrechas
tenían un lado de entrada y salida. Digo bien, había que ahorrar
espacio: se entra de cara y se sale de culo.
Eché un último vistazo a mi libro gracias a los
potentes y gigantes focos que atravesaban el entramado de celdas
y a sus inquilinos como si fueran una hoja de papel, y como siempre
lo coloqué a modo de almohada dejando posteriormente que la oscuridad
se metiera dentro de mí. No era muy difícil dormirse. Nadie hacía
un solo ruido en La Colmena, los guardias se preocupaban mucho por
el tema de la comodidad. Bastaba una paliza a los nuevos para que
aprendieran, pero allí no llegaban muchos nuevos, los únicos reclusos
que venían sustituían a los cadáveres. Nadie hacía un solo ruido
en La Colmena.
Ya estaba despierto cuando el guardia dio la
voz de levantarse. Con el tiempo uno se acaba acostumbrando a los
horarios, y yo había tenido nueve años para acostumbrarme. Enseguida
se produjo el meticuloso desalojo de las celdas, todos salían ordenadamente
uno detrás de otro.
Aquel día tocaba picar mineral. Siempre tocaba
picar mineral. El pelotón de reclusos, con su traje gris apagado
y su muñequera de identificación se ponía en marcha, y yo con él.
No había cadenas, ni esposas, nada. Sencillamente escapar de La
Colmena era imposible no sólo por su extensión, sino porque es un
laberinto subterráneo en el cual nunca se sabe lo que habrá a la
vuelta de la esquina. Imposible escapar, imposible un indulto. No
había libertad, estar allí es estar muerto. Y así llegamos a las
vastas canteras de mineral, tan grises y apagadas como la indumentaria
de la prisión, donde todo el sector D trabajaba dieciséis horas
al día, quitando una para las comidas. Ese era el deber, la justicia
aplicada correctamente.
Llevaba picando unas nueve horas cuando cayó
el primero. El procedimiento era sencillo: una paliza de refresco
y si el prisionero no seguía trabajando la ejecución. Realmente
no es del todo exacto, pues se le llevaba ante El Consejo, donde
Los Ojos Brillantes decidían que hacer con el recluso pero, por
lo menos yo, no sé de ninguno que haya vuelto.
Volvimos a las celdas, donde leí un poco más
y enseguida las luces se apagaron de nuevo. Luego hubo silencio,
siempre lo había.
Era uno de tantos días, no importaba cuál ni hacía cuánto, llevar
la cuenta era una actividad tan fructífera como intentar escapar.
Ese día un recluso simuló caer rendido, y el segundo tipo de mi
derecha aprovechó el momento de distracción de los guardias para
intentar escapar. Estaban compinchados. Solía hacerse mucho entre
recién llegados de otros sectores de inferior seguridad. Más bien
de inferior pena, porque la seguridad era siempre la misma: total.
El que distraía a los guardias era en principio el mejor pagado.
En La Colmena no hay mujeres, así que ese tipo de moneda era muy
utilizada. Pero nunca salía bien. El que intentaba escapar corría
dos riesgos seguros, morir en el acto o de hambre en los caminos
del Laberinto. Algunas historias dicen que al huir, una serie de
presos consiguieron sobrevivir y formaron una comunidad en los infinitos
recovecos del entramado de la prisión, pero sólo son cuentos creados
para tener vanas esperanzas. Por otra parte, el que se encargaba
de distraer a los guardias podía morir en la paliza o seguir trabajando
si aún estaba en condiciones de hacerlo. Esto dependía del humor
de los centinelas, aunque generalmente siempre ocurría lo mismo.
Nos retiramos a los comedores mientras propinaban
su ración de golpes al osado prisionero. Al otro no habían ido a
buscarle. No hacía falta. Pero las cosas no acababan así. La Colmena
era gigantesca y había muchos trabajadores. Por eso se crearon las
Patrullas del Laberinto, auténticos caza hombres que rastreaban
los caminos en busca de convictos huidos. Era un detalle por su
parte evitar que murieran de hambre.
Cuando encontraban a alguno, ya que no había
fugas masivas, lo llevaban a un lugar que se ganó el nombre de Sala
del Olvido, donde borraban su memoria y los reinsertaban en los
trabajos magníficamente remunerados de la prisión.
Quizás fue esa idea la que aquella tarde hizo
que me llevara a la celda una minúscula piedra con la que hice una
marca en mi Quijote para asegurarme de no perder nunca mi identidad:
Los siguientes días transcurrieron con normalidad.
Normalidad en La Colmena era una dósis diaria de palizas, intentos
de fuga, abusos de los guardias y muerte. Fue aquel día cuando recuperé
la esperanza que había perdido hace tanto tiempo, cuando el recluso
que picaba a mi izquierda, aprovechando uno de los linchamientos
de los guardias a otro prisionero, se dirigió a mí. Me dijo que
dormía a mi lado en las celdas, algo en lo que nunca reparé pues
allí el único amigo que se podía tener era el silencio. Se llamaba
Robert, era robusto y de pelo negro, dientes picados y mirada severa.
Cuando me habló de la posibilidad de escapar volví la cabeza. Aún
no quería morir y no me interesaban los favores sexuales de ningún
hombre. Pero cuando me susurró "no es lo que piensas"
se encendió dentro de mí una llama de curiosidad. Me dijo que
esa noche hablaría conmigo en las celdas, y siguió picando sin decir
nada más. Yo estaba extrañado, pues nadie hablaba en las noches
de La Colmena, no obstante trabajé con más ganas que nunca para
ver qué me deparaba la charla.
Y por fin llegó. Robert había aguardado a que todos se acomodaran
en sus confortables lechos y luego golpeó la pared de mi celda.
Esperé. Ni una palabra. Golpeaba y golpeaba, y yo le respondía con
otros golpecitos inaudibles para los guardias dada la respiración
de los reclusos. No me atreví a articular ninguna palabra. Entonces
una vieja herida en mi mano me hizo caer en la cuenta. Código Morse.
Casi todo el mundo lo había aprendido, pues su uso fue fundamental
en la guerra civil que precedió al cambio de gobierno. Me explicó
su plan, y he de reconocer que era excelente. No me importaba perderme
en El Laberinto, se había despertado en mí el olvidado y encerrado
león de la esperanza, y sabía que al menos saldría de allí.
Aquella noche hubo silencio, como todas, mas
no pude dormir.
Día a día fuimos adquiriendo lo necesario para
el plan de escape, estudiamos el comportamiento de los guardias
y los momentos elegidos por los reclusos para intentar huir. Cuando
le pregunté a Robert por qué me había elegido a mí sencillamente
respondió que me tenía al lado. El prisionero de su izquierda había
muerto días atrás, y ahora picaba en su lugar uno nuevo. Así pasó
el tiempo, días, semanas, meses, empecé a contarlo. Yo leía mi Quijote
cada noche y contemplaba lo que había escrito: Adam. Pronto sería
libre.
Llegó el día, que pasó tan lentamente como cualquier
otro. He de admitir que todo el que me hubiera visto habría apreciado
en mí la misma frialdad de siempre, pero por dentro estaba nervioso.
Piqué y piqué el mineral, e hicimos el alto para la comida. No probé
bocado, aún sabiendo que me haría mucha falta. No obstante conseguí
guardar algo para el camino.
Y sucedió. Todo pasó muy deprisa ante mis ojos,
pero lo cierto es que pronto me encontré con Robert en la periferia
del Laberinto. Libertad, tras casi diez años de encarcelamiento.
Es cierto, aún estaba en La Colmena, pero sentía que era infinitas
veces más libre. Compartí mi almuerzo con Robert jovialmente, guardando
algo para el viaje, y empezamos a pensar en que existía la posibilidad
de escapar. Quizás después de todo si había una comunidad de presos
escapados allí, y si no la acabábamos de fundar. Aquella noche dormí,
y me olvidé de todo excepto de mi Quijote marcado con mi nombre,
que en aquel momento sería lo único que quedaba de mí en la celda.
El
segundo día comenzó bien. Habíamos descansado mucho, y eso nos sirvió
para reponer fuerzas. Avanzábamos por El Laberinto llenos de determinación,
y sin duda la prisión nos parecía ahora un obstáculo perfectamente
salvable. Nuestro cuerpo estaba acostumbrado a picar mineral durante
dieciséis horas, y privarle de este ejercicio tuvo excelentes consecuencias
que eran de agradecer. Así seguimos dos días, pero al acabarse la
comida empezamos a pasarlo mal. Al principio se dejaba notar poco,
pequeñas discusiones con Robert y dolores como nunca había tenido.
Por lo menos cuando estábamos reclusos nos daban de comer. Luego
empezó a faltar el agua también, y tuvimos que recluir a las cloacas
para proveernos tanto de esta como de ratas cuando conseguíamos
cogerlas, pues a veces pasábamos horas enteras intentándolo. Llegó
un punto en el que El Laberinto se nos presentó tan crudo como era.
No había salida posible, y cada paso se convertía en un infierno.
No había salida posible.
Uno de los muchos días que llevábamos vagando
ocurrió. Al torcer la esquina una potente luz me cegó, y debió
cegar también a Robert porque gritó. Sentí un golpe en la cabeza
y unas manos que me sostenían. Patrullas del Laberinto. Comprendí
mi error, me había mantenido con los pies en la tierra durante diez
años, pero la esperanza humana prevalece y ninguna prisión puede
recluirla. Es lo último que pensé. Luego me desmayé.
Desperté al cabo de no sé cuánto tiempo y me
percaté de que seguía con los guardias de las Patrullas, pero aún
veía borroso y sólo pude distinguir a Robert, que iba con otros
centinelas. Parecían conducirnos a alguna parte, y finalmente creo
que entré en una sala. Allí me tumbaron en una cama y sentí un agudo
dolor, luego oscuridad, porque me habían inyectado algún tipo de
sustancia. En el último instante supe lo que me pasaría.
Me encontraba tumbado en algún lado, no me podía
mover pues el sitio tenía apenas medio metro de alto. Habían metido
a mucha gente allí, y estábamos todos unos encima de otros. Encontré
un libro, titulado El Quijote, y hojeándolo un poco vi que alguien
había escrito su nombre: Adam.
Lo último que oí aquella noche fueron los gritos
del hombre que había en la celda de al lado, un tipo robusto y de
pelo negro, dientes picados y mirada severa. Los guardias lo habían
sacado de su habitáculo y le daban una paliza. Aquella noche aprendí
que nadie hacía un solo ruido en aquel lugar. Nadie.
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