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por Julián Díez
Existen épocas de la historia que son capaces de cautivar de
forma inmediata como escenario. No hay más que ver los canales dedicados a los
documentales históricos y ver cuánta de su programación se dedica a la ingeniería
egipcia, la organización romana o, en un sesgo totalmente distinto, los horrores nazis.
Literariamente hablando, sin embargo, no hay una época que ejerza una fascinación
equivalente al siglo XIX. La época, que se extiende hasta la primera guerra mundial,
en la que el mundo era un lugar aún ignoto, pero en la que en cambio nacía una
sensación optimista de poder domeñarlo. La era en la que los individuos aún podían
realizar por sí solos aportaciones decisivas: exploraciones, inventos, avances
teóricos. La época de las revoluciones optimistas, cuando la utopía aún no era el
caramelo de las dictaduras, sino un sueño al alcance de la mano. La era en la que la
tecnología comenzaba a avanzar con impactos tangibles para los ciudadanos de a pie.
El tiempo, también, de la explotación del capitalismo ciego, la esclavización de
continentes enteros, la progresiva transformación de las guerras de nobleza previas en
las guerras totales de hoy. El germen, en suma, de cuanto vivimos, pero también la
última era en la que la Aventura, con mayúsculas, era posible.
Quizá todo ello esté también en el fermento de la literatura
de esta época, la literatura que vio nacer a la mayor parte de los mitos de la
imaginación que aún perviven: de Don Juan a Sandokán, de Phineas Fogg a Drácula, de
D`Artagnan a Frankenstein, de Long John Silver a Sherlock Holmes. Cuando la literatura
popular era culta, y podían ser ídolos de masas, en vida o poco después de su muerte,
Dumas, Dickens, Poe, Flaubert, Stendhal, Byron, Shelley, Verne, Wells, Stevenson,
Salgari, Sabatini... Escritores que hoy serían considerados, en este país de herederos
de Campoamor, Echegaray y Gabriel y Galán que sólo saben escribir de cosas aburridas,
como simples asalariados de la pluma consagrados a géneros menores.
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El hecho es que el siglo XIX es un campo fértil para la
imaginación. Y un grupo de amiguetes de California, gente culta y algo gamberra a su
manera, decidieron entrar en él a saco para sus propósitos. Eran James Blaylock,
K.W. Jeter y Tim Powers. Se juntaban a cenar, a finales de los setenta, con otras
mentes peligrosas como el matemático Rudy Rucker, en torno a Philip K. Dick, el más
loco y visionario de los escritores de cf. Jeter fue el primero de ellos en hacerse
notar con la publicación de Morlock´s Nights (1979), una bizarra continuación
de La máquina del tiempo de H.G. Wells en la que la raza degenerada del futuro
caía sobre el Londres del siglo XIX para ser detenidos por una especie de reencarnación
del rey Arturo.
La novela tuvo un éxito moderado, y no resultaba del todo
extraña. En época cercana, Christopher Priest había intentado otro pastiche wellsiano
con La máquina espacial (1976), y cf de corte victoriano en relatos como
"Vagabundeos pálidos" y "Un verano infinito", ambos en la antología a la que da título
este último cuento. Michael Moorcock había introducido elementos de similar naturaleza
en su ucronía Gloriana (1976) o en la serie de Oswald Bastable. Y Howard Waldrop,
el francotirador texano, había comenzado ya por entonces su heterodoxa carrera de
relatos sobre juegos con la historia (¿para cuándo en castellano una antología de este
excéntrico genial?), sólo o en compañía del no menos peligroso Steven Utley. Sin
olvidar que Wells es, por supuesto, el primer escritor steampunk: sus obras
presentan tecnología avanzada en la sociedad victoriana. Si bien el hecho de escribir
desde esa misma época suena a un tipo de trampa que el terceto de California no
admitiría.
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Sin embargo, había elementos característicos en la obra de
Jeter, que se consolidarían después en los dos libros de cabecera del steampunk,
Las puertas de Anubis (1983), de Powers, y Homúnculo (1986), de Blaylock,
que ya tuvieron un cierto éxito. Para empezar, como señala el crítico británico John
Clute, una visión idealizada de la sociedad inglesa de la época. El Londres de los
californianos no es el de Priest, Moorcock o el posterior de Alan Moore en su
formidable From Hell, el lugar atroz de la revolución industrial, el hambre,
y las pensiones con bancos para dormir en los que los desdichados se sostenían sobre
una cuerda tensa. Es más bien una imagen idealizada, dura pero aventurera; algo así
como el París de las comedias románticas de Hollywood, en el que alguna vez hay algún
amable ladrón con gorra, pero en el que en realidad no puede pasar nada malo. El
Londres del grupo de California es como un túnel del terror, del que siempre se podrá
emerger. Pero el camino hasta allí será divertido, tendrá sustos y estará repleto de
caras conocidas.
Esta es una de las características consustanciales del
steampunk: la aparición de estrellas invitadas, de personajes históricos
notables que juegan un rol sustancial, o simplemente a modo de cameo, en la trama.
Lo que en una ocasión di en llamar, en expresión que hizo cierta fortuna,
"el efecto Connery", en recuerdo al final de Robin Hood, príncipe de los ladrones,
cuando Sean Connery aparecía en el rol de Ricardo Corazón de León durante treinta
segundos y la gente, al menos en la proyección a la que yo acudí, se ponía a aplaudir
como si el que hubiera aparecido fuera poco menos que Cary Grant resucitado. Por alguna
razón, esos cameos producen simpatía, y el steampunk los usa con habilidad.
Otro de los puntos básicos es el sentido del humor: en el
fondo, hay un contenido de broma en el propio nombre "steampunk", "punk a vapor",
lanzado como un chiste en una carta a la revista Locus por Jeter, y adoptado
después. La broma sintonizaba con el emerger del ciberpunk, el subgénero de alta
tecnología, informática todopoderosa y ambiente de novela negra lanzado triunfalmente
por entonces por el combativo grupo compuesto por William Gibson, Bruce Sterling,
Pat Cadigan, John Shirley o Lewis Shiner, entre otros. Blaylock, Jeter y Powers
ofrecían en el fondo lo mismo, como podía notarse en particular en Homúnculo:
una suerte de novela ciberpunk escrita por Stevenson, con tecnología punta
(a vapor, claro: lo más en el XIX), extraños seres surgidos de oscuras mutaciones y
un Londres repleto de hollín que ríete del Los Angeles de Blade Runner.
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De hecho, estos escritores han trabajado bastante en la
elaboración de una "tecnología alternativa" a vapor, algo que previamente sólo se
encontraba en el género fantástico de forma exhaustiva en Pavana (1968), de
Keith Roberts, una ucronía sobre Inglaterra conquistada por la Armada Invencible, en
la que igualmente se combinan elementos fantásticos y de ciencia ficción pura. En el
siglo XIX encontramos dos "inventores malditos" que dan la coartada perfecta a los
californianos: Niklas Tesla, el croata al que Edison casi desterró de los libros de
historia, y Charles Babbage, que intentó crear un proto-ordenador, la
"máquina analítica", para el que Ada Byron, la hija del poeta, escribió una especie
de programas. A partir de construcciones como las que Tesla y Babbage hubieran podido
desarrollar si el primero no hubiera tenido tantos pájaros en la cabeza y el segundo
no hubiera sido perseguido por la industria, el steampunk hace maravillas.
Y el punto básico y final es la recuperación de la aventura.
Los steampunks escriben, sobre todo, historias divertidas en las que se
introducen elementos de inmediata simpatía en el lector de género, en el contexto de
una narración con calidad literaria. Hay vampiros, damas recatadas con fuego ardiendo
en su interior, zombis, máquinas de comportamiento impredecible, viajes por el tiempo
y hermandades secretas. Lo que usted y yo queremos encontrarnos en un libro para leer
de toda la vida, vaya.
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Tal vez por ello, el comienzo de las carreras de los
steampunks no fue especialmente deslumbrante. Jeter, el más precoz, también había
anticipado el ciberpunk en Doctor Adler (1977), pero ninguna de sus obras
es muy redonda. Powers escribió varias novelas de cf de éxito menor, una primera
fantasía histórica (en la Viena cercada por los turcos) en Esencia oscura (1979),
y unos cuantos poemas firmados como el victoriano William Ashbless, y escritos a medias
con Blaylock (entre ellos, nada menos que uno dedicado a Las Vegas, que no se antoja
un lugar muy romántico pero que parece ejercer una fascinación kitsch en Powers).
Las puertas de Anubis llegó de forma un tanto inesperada, publicado directamente
en formato bolsillo y con un éxito moderado en su arranque. Algo similar le ocurrió a
los comienzos de Blaylock; tras arrancar con una serie de fantasía, la de Elfin, de
corte tradicional aunque con matices de la casa, llamó por primera vez la atención en
1984 con The Digging Leviathan (1984), y se consolidó de la mano de
Homúnculo. Obras, igualmente, publicadas sin ningún respaldo publicitario, pero
que poco a poco fueron sumando lectores, aunque por vías diferentes.
Y es que la escritura de Blaylock es bastante más extraña que
la de Powers. Sus temas, mucho más desbocados y centrados en aspectos menos notables
de la cultura popular. Sin embargo, eso le garantizó a la vez una mejor recepción
crítica de entrada, con la consecución del premio Mundial de Fantasía en 1985 por su
relato "Dragones de papel". En cambio, Powers se centraba más en aspectos claramente
propios de la cultura popular: su siguiente novela tras Anubis fue un postatómico de
ciencia ficción, Cena en el palacio de la discordia (1985), y la posterior,
En costas extrañas (1987), una desbocada trama de piratas y zombis.
Lo cierto es que Blaylock, Jeter y Powers publicaron con
regularidad a partir de entonces, y con creciente éxito. En esa época, la ciencia
ficción vivía una efervescencia por el emerger del ciberpunk, seguramente el
último movimiento "de vanguardia" nacido hasta hoy dentro del género. Frente a los
combativos muchachos de Gibson surgía un grupo afecto a una cf "culta", de
características disímiles, formado por Kim Stanley Robinson, Connie Willis, John Kessel
o Lucius Sheppard: los llamados "posmodernos". Y, a su vez, renacía la aventura
espacial y la ciencia ficción fuertemente científica con Gregory Benford, David Brin,
Orson Scott Card, C.J. Cherryh o Greg Bear, que jugaba a dos bandas y coqueteaba
también con el ciberpunk.
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Todo ello contribuyó, de alguna forma, a garantizar el ascenso
del steampunk. Era el territorio de nadie: su amor por lo literario les
granjeaba el respeto de los posmodernos, y su actitud anticonvencional, la simpatía de
los ciberpunks. Las novelas de Powers y Blaylock se convirtieron en títulos de
venta prolongada, y sus trabajos sucesivos recibieron progresivamente el tratamiento
de obras de autores mayores. Al fin y al cabo, como decía más arriba, estaban dando lo
que todos buscamos. Y mientras Blaylock derivaba hacia la condición de autor de culto,
Jeter seguía picoteando aquí y allá como siempre hizo (incluyendo las continuaciones
de Blade Runner), y Powers se consolidaba como el maestro de la fantasía
histórica gracias sobre todo a su siguiente novela, La fuerza de su mirada
(1989), ganadora de buena parte de los premios posibles del género.
Mientras, el steampunk se había convertido en una
etiqueta en la que bebían los más variados creadores. Sterling y Gibson, los popes del
ciberpunk, escribían una historia con Charles Babbage, el proto-inventor de los
ordenadores, como protagonista: The Difference Engine. Apareció un juego de rol,
El castillo de Falkenstein. Una película, la fallida Wild Wild West,
respondía a su imaginería. Aunque el gran éxito a escala mediática estaba por llegar,
cuando Alan Moore, el genio del cómic actual, afrontaba la creación de
La Liga de los Caballeros Extraordinarios. Un cómic sobre un grupo de
superhéroes victorianos: Mina Harker, Allan Quatermain, el capitán Nemo, el doctor
Jekyll, el hombre invisible... en lucha contra Fu-Manchú y su muy vaporosa tecnología,
a la busca de conquistar el mundo. El cómic ha sido adaptado al cine y estrenado con
-ah, las justicias poéticas...- Sean Connery como protagonista en el papel de un
otoñal Quatermain.
Sin embargo, limitar el juicio de la obra de Powers al
steampunk es una visión alicorta. En rigor, el campo en el que Powers ha
desarrollado su carrera es algo más amplio: el de la fantasía histórica, la fantasía
con "efecto Connery". A ella ha llevado muchos de los elementos característicos del
steampunk, como el desarrollo de tecnologías alternativas, el añadido
indiscriminado de elementos fantásticos o los personajes propios de la novela del XIX,
sufridos héroes que suelen meterse en líos contra fuerzas muy superiores y que,
generalmente, terminan perdiendo algún elemento físico por el camino, aunque finalmente
se vean compensados con algo parecido a la victoria. Powers ha explicado en alguna
ocasión que se considera un escritor de "fantasía dura", por asimilación con la
llamada "ciencia ficción dura", la que cuida en detalle las especulaciones científicas
que incluye. Powers hace una fantasía autoconsistente, en el que presenta lo antes
posible las cartas con las que va a jugar su partida con el lector, y ofrece una
historia que bien podría haber ocurrido en el mundo real.
El método a partir del cual Powers construye las novelas es
obvio, pero eso no hace sino reforzar las sensación de sorpresa que producen sus
resultados. Toma un hecho histórico interesante, en el que exista algún hueco razonable
para el misterio. Y después le añade lo que él ha llamado "la tercera dimensión
narrativa": la fantasía. Según Powers, no puede escribir sin añadir ese elemento,
componiendo un puzzle de realidad y ficción sazonado con enormes dosis de acción, y con
la ambición de aportar una sorpresa casi a cada paso. Como corresponde a alguien que
cita entre sus películas favoritas tanto La jungla de cristal como
El león en invierno.
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Powers nació en 1952 en Búfalo, en la costa Este, aunque su
familia -católica irlandesa- se mudó a California cuando tenía siete años. Lector
omnívoro y precoz, asegura que decidió con apenas diez años que ser escritor era
"la cosa más cool que podía hacerse en la vida". La carrera de Powers se inició
hacia 1975, cuando a través de su amigo Jeter entró en contacto con una pequeña
editorial canadiense, Laser Press, a la que le vendió dos novelas de ciencia ficción
sin mucho interés: Forsake the Sky y Epitaph in Rust (ambas de 1976).
Eran los tiempos en los que Powers disfrutaba jugando a la creación del poeta William
Ashbless junto a Blaylock; un personaje que luego aparece de continuo en sus novelas,
en una especie de superstición. Y los tiempos en los que los tres amigos compartían
cenas con Philip K. Dick, un escritor legendario y sobre el que siempre se pregunta
a Powers, que finalmente fue su albacea literario. Sin embargo, Powers asegura que no
ha influido mucho en su obra, ya que le conoció cuando sólo había leído una novela
suya. A su vez, Dick solamente leyó algunos textos de Powers, si bien existe la
leyenda urbana de que le escribió una página de una de sus novelas.
Un paso adelante en la carrera de Powers lo supuso la
escritura de Esencia oscura (1979), que le llegó como parte de un proyecto de
una editorial inglesa de lanzar novelas con la presencia del rey Arturo en diferentes
momentos del tiempo (y en el que estaba incluido también Morlock´s Nights, de
Jeter). La colección se vino abajo y Powers publicó una versión revisada de la novela
en Estados Unidos, ofreciendo con ella ya unas primeras pautas de su modo de novelar:
amplia documentación, acción endiablada y un entorno histórico atractivo, en este caso
el sitio de Viena por parte del ejército turco.
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Luego llegaría el que a la larga se ha convertido en su gran
bestseller por el momento, Las puertas de Anubis (1983), en el que un
académico, Brendan Doyle, retrocede en el tiempo hasta la Inglaterra de comienzos del
siglo XIX para verse implicado en una enmarañada intriga de magia egipcia, bajos fondos
londinenses y sutilezas metaliterarias. "La fantasía, la ciencia ficción, el terror y
la novela histórica se reúnen en la novela con una facilidad que parece completamente
natural", recalca John Clute. Para los lectores que no conozcan a Powers, esta novela
es la introducción obvia; precisamente acaba de publicarse en su editorial habitual en
castellano, Gigamesh, una nueva edición de la novela, que debe ser la sexta en nuestro
idioma.
Esta novela supone el paso definitivo de Powers hacia la
profesionalización. Luego llegaría su por ahora última novela de ciencia ficción pura,
Cena en el palacio de la discordia (1985), una revisitación del mito de Orfeo y
Eurídice, en el marco de una California postatómica. Powers asegura que tiene ideas de
cf en el armario, pero que siempre hay otro proyecto al que se siente más empujado.
En costas extrañas (1987), una novela en el Caribe del
pirata Barbanegra, y una ambiciosa recreación de las aventuras de los poetas Shelley y
Byron en clave fantástica, La fuerza de su mirada (1989) dan forma definitiva a
la imaginería de Powers. Esta última, una novela densa, de ricas referencias literarias
y gozosa reinterpretación mitológica, es considerada en general por la crítica como su
obra magna hasta el momento.
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Luego, Powers se embarcó en una suerte de trilogía heterodoxa
sobre el desarrollo de los Estados Unidos contemporáneos en clave fantástica. La única
de estas novelas que ha sido traducida al castellano es La última partida (1992),
premio Mundial de Fantasía, que ofrece explicaciones sobre el nacimiento de Las Vegas
a cargo del mafioso Bugsy Siegel como parte de la leyenda del Rey Pescador. Sin más
conexión que algunos personajes sueltos y la presencia del Rey Pescador,
Expiration Date (1995), situada en un Los Angeles de fantasmas, y
Eartquake Weather (1997) mantienen esa tensión entre un entorno cotidiano y
ocultas tramas de naturaleza mitológica o religiosa.
Su última novela hasta la fecha, Declara (2001),
también obtuvo el Premio Mundial de Fantasía. Responde a un viejo impulso de Powers:
escribir una novela de espías. Sin embargo, como corresponde a este escritor, no puede
tratarse de una novela de espías convencional. Un profesor universitario, Andrew Hale,
tendrá que volver a trabajar con el servicio de inteligencia británico en la lucha para
detener una expedición soviética en busca del Arca de la Alianza, en el
monte Ararat...
En resumen, que estamos ante uno de los grandes creadores de
la novela popular contemporánea. Aunque en estos tiempos tal vez Dickens, Stevenson o
Conan Doyle hubieran sido considerados sólo escritores de género, no conviene
permanecer en el mismo error. En particular cuando apetece leer obras de diversión.
Lo cual no quiere decir leer tonterías, bien al contrario; por eso es el momento de
disfrutar de Tim Powers.
Nota: Publicado durante la Semana Negra del 2003 en el diario A quemarropa del Sábado 5 de Julio. http://www.semananegra.org
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