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[ Relato: Lilith ]
Cuentan los que cuentan cuentos que hace más que
mucho tiempo hubo, a este lado de los sueños, un príncipe encantado
llamado Sarleff el errante. Fue Korockandell, el brujo negro, quien sin motivo
–pues los seres realmente malvados no necesitan motivos para hacer el mal–
se presentó en la corte donde el noble príncipe Sarleff
aprendía el difícil arte de ser soberano. Allí el
hechicero enarboló su cayado de madera negra y maldijo al príncipe
por el mero placer de hacerlo: lo condenó a no dejar de vagar nunca por
el mundo hasta que encontrara a su verdadero y único amor,
prohibiéndole detenerse más de un día en un mismo lugar y
dormir dos veces bajo un mismo techo. No debía parar en su búsqueda
hasta que encontrara a la única mujer del mundo que estaba destinada a
él como él estaba destinado a ella, pues el amor de los hombres,
como el camino de las estrellas, está escrito en los cielos.
Y el príncipe ensilló su mejor caballo,
vistió sus mejores galas y se puso en marcha pensando: "Extraña
maldición es ésta que me condena a buscar la mejor recompensa que
anhelar pudiera."
Pero la maldad del mago oscuro era mucho más retorcida
de lo que nadie podía pensar. Leyendo las marcas en el cielo encontró
a la mujer que estaba destinada a ser el único amor del príncipe. Se
llamaba Aura y su belleza y su porte sólo rivalizaban con su fuerza e
inteligencia. Y sin ningún motivo –por lo que ya he señalado antes–
maldijo también a la mujer a vagar por la tierra hasta que encontrara a su
único y verdadero amor –que era, claro está, el príncipe
Sarleff–, y de tal forma lanzó su maldición que pasara lo que pasara
siempre iba a separar una jornada de viaje a ambos amantes, de tal forma lo hizo
que ella siempre estaría a su espalda y él siempre delante, buscando
Aura un día después de donde Sarleff buscara, persiguiéndose
sin nunca encontrarse porque ésa era la verdadera maldición de
Korockandell, porque ése era el verdadero alcance de su maldad.
Durante cincuenta años se buscaron por las tierras de
los sueños. Atravesaron uno en pos del otro todos los caminos –y son muchos–
que llenan los mundos –que son más–, atravesaron lugares que no
aparecían en ningún mapa y descubrieron mapas de lugares que no
existían. Bajaron y subieron cientos de montañas y vadearon todos
los ríos que encontraron en su camino. Y siempre permanecía igual
la distancia que los separaba, siempre un día entre Aura y Sarleff. No
importaba lo que el uno avanzara pues la otra avanzaba lo mismo tras él.
Llegaron hasta el confín del mundo y hasta el confín de los confines.
Durante cincuenta años buscó Sarleff el errante sin saber que el
objetivo de su búsqueda iba tras él. Vivieron más aventuras
de las que mil libros podrían narrar y, aunque siempre salieron triunfantes,
el no encontrarse los desesperaba y enloquecía. Durante cincuenta
años recorrieron tierras de ensueño y pesadilla, durante cincuenta
años, con la única fuerza y guía de su amor, se buscaron
inútilmente ante el regocijo de Korockandell que, desde su negra guarida,
contemplaba los frutos de su maldad.
Y finalmente no fue Aura la dama que dio con Sarleff sino
otra mucho más pálida y escuálida; la vieja muerte le dio
alcance en un cruce de caminos y le hizo detenerse pues había venido a
llevarse su alma. El anciano príncipe errante la vio acercarse y,
conteniendo un suspiro, descabalgó de su caballo. La parca, antes de
hundir el filo de su guadaña en la luz de plata que era el alma del
príncipe, le preguntó:
"¿Has cumplido tus objetivos?"
"Perseguí el amor durante toda mi vida y no lo
supe o no lo pude hallar. No, no he cumplido mi objetivo pero muero feliz porque
estoy seguro de que hay vidas peores que perseguir un sueño"
"Las hay" replicó la muerte. Y se lo
llevó.
Aura por fin encontró a su amado, lo halló
muerto en la encrucijada y, aunque nunca lo había visto, supo con la misma
certeza con la que pisaba su sombra, que ese anciano muerto era a quien tanto
había buscado. Fue tal la impresión de hallarlo que su corazón
dio un vuelco y sucumbió. Quedó Aura postrada en el suelo de tierra de
la encrucijada, sintiendo como la vida se le iba escapando con cada latido de su
corazón. Tuvo fuerzas aun para arrastrarse hasta el cadáver de
Sarleff y tomarle entre sus brazos, mecerlo como a un niño y depositar un
suave beso sobre su pálida frente.
Fue entonces cuando Aura sintió unos pasos a su
espalda y girándose, convencida de que era la muerte la que se aproximaba,
se encontró con la maléfica silueta de Korockandell que, con los
brazos cruzados, los observaba.
"Vengo a contemplar mi triunfo" explicó
llanamente el mago.
Aura le respondió con una alegre carcajada.
"¡Tu triunfo, débil y patética criatura!
¿Qué triunfo vienes a contemplar aquí sino es el nuestro? ¿Qué
amor en este u otro mundo podrá soñar nunca con superarnos,
corazón negro, a nosotros que, sin habernos conocido, nos hemos perseguido y
amado hasta la misma muerte? ¿Donde está tu victoria, engendro?"
Y Aura murió abrazada al cuerpo de su amado, con
la sonrisa de la victoria llenando de juventud y fuerza su ajado rostro.
Y Korockandell el oscuro sin arrepentirse de nada –pues
los verdaderamente malvados no tienen conciencia y aunque quisieran arrepentirse
no pueden– sonrió y, dando una palmada, desapareció.
NOTA: publicado originalmente en el número 3 de la revista Solaris
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