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Hijo del Río,
de Paul Mc Auley
Título original: Child of the River
(1.998)
Portada: Paul Ypung
Traducción: Manuel de los Reyes
Editorial: La Factoría
(2.002)
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Los de días de antigüedad,
de Paul Mc Auley
Título original: Ancients of Days
(1.999)
Portada: Paul Ypung
Traducción: Manuel de los Reyes
Editorial: La Factoría
(2.003)
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Paul Mc Auley
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Javier Vidiella (fjvidiella), Abril 2.004
Desde que Tolkien concibiera su Tierra Media, todo escritor
de fantasía o ciencia ficción que se precie tiene que terminar por
crear, tarde o temprano, su propio mundo de bolsillo en el que hacer evolucionar
a las criaturas de su imaginación. El inglés Paul McAuley (n. 1955),
poco conocido por estos lares (además de los dos libros que vamos a
comentar, sólo se han publicado su pseudo cyberpunk El beso de
Milena y un cuento en el número 25 de Gigamesh), ha pergeñado
un mundo, a ratos fascinante, al que ha denominado Confluencia. En las
siguientes líneas, vamos a hacer un recorrido por las páginas de
los dos primeros libros de esta serie: Hijo del Río y Los de
Días de Antigüedad.
(Aviso para navegantes: la serie es una trilogía
cuyo último libro, Shrine of Stars, permanece inédito en
España. Aunque es de esperar que los amigos de La Factoría cubran
pronto esta laguna).
Confluencia es un mundo artificial, con forma de huso, sobre
el que discurre un gran río a lo largo de cuyas orillas se ubican sus
principales ciudades. Fue creado por los hombres en las postrimerías de
su evolución, cuando dominaban toda la galaxia sin que hubieran encontrado
vida inteligente en uno solo de la miríada de mundos visitados. Una vez
creado ese grandioso escenario, se arrogaron el papel de dioses y poblaron su
superficie con diez mil (literalmente) tipos de criaturas basadas en la fauna
terrestre y de los distintos planetas conocidos, pero manipuladas
genéticamente, de forma que el 80% de su ADN es humano y el resto animal.
Así, con el tiempo, en Confluencia existen las llamadas líneas
de sangre, diez mil en total, todas ellas humanoides pero con rasgos de los
animales de los que evolucionaron (leones, ranas, focas…) e incompatibles entre
sí a la hora de reproducirse.
Creado Confluencia, los humanos no descansaron, sino que
decidieron adentrarse en las profundidades de un agujero negro y desaparecer
para siempre del universo conocido. Tras de sí, para vigilar su
creación, dejaron millones de máquinas, desde enormes ingenios
que dragan el fondo del Gran Río, a microscópicas criaturillas
alojadas en los cerebros de los habitantes de Confluencia. Las nanomáquinas
tienen la función principal de insuflar a las razas autóctonas lo
que podríamos llamar "la chispa de la vida", que no es la
Coca-cola, sino un algo inaprensible que les permite superar sus limitaciones
y evolucionar. Además, sirven también como registro de control
del experimento, puesto que recopilan la información de la vida de cada
criatura viviente de Confluencia (no me pregunten cómo piensan los humanos
acceder a toda esa información si van a estar cayendo eternamente en el
agujero negro, porque esa es otra historia).
Con el paso de los milenios, los habitantes de Confluencia
han creado toda una religión alrededor de sus creadores, a los que
llaman Conservadores y el agujero negro por el que desaparecieron:
El Ojo de los Conservadores. Estos dejaron los llamados Avatares
como forma de comunicación con sus criaturas. Para nosotros, esos avatares
serían terminales de ordenador; para los habitantes de Confluencia, son
altares para comunicarse con sus dioses. Por desgracia, había tanta
máquina casi inteligente pululando por la superficie de Confluencia que
algunas de ellas intentaron rebelarse y hacerse con el control del mundo. De
la consiguiente guerra entre rebeldes y leales resultó la
destrucción de muchas de ellas y el enmudecimiento de los Avatares.
Los habitantes de Confluencia fueron abandonados por sus dioses.
Tres generaciones antes del momento en el que transcurren
los libros, unos humanos renegados que no habían caído en el agujero
negro hicieron acto de presencia para liar la perdiz y desaparecer. Fueron conocidos
como Los de Días de Antigüedad y trataron de subvertir las
creencias de sus habitantes haciéndoles ver la realidad de sus dioses y,
de resultas de ello, se organizó otra gran guerra, esta vez entre los
ortodoxos y los herejes partidarios de Los de Días de Antigüedad.
Guerra que continúa hasta la actualidad.
Todo lo anterior, que puede parecer un gigantesco
spoiler, no es sino el escenario de partida sobre el que se va a desenvolver
la peripecia del protagonista de las novelas.
Porque a este caótico mundo llega Yamamanama, un
joven al que hallaron cuando sólo era un bebé flotando en una barca
a la deriva sobre el Gran Río, arropado por los brazos de una mujer muerta.
Yama es único, puesto que no se conoce a nadie más de su línea
de sangre en toda Confluencia. Así, cuando crezca y se dé cuenta de
lo rarito que es (entre otros atributos extraordinarios, resulta que puede dar
órdenes a las máquinas que abarrotan Confluencia), partirá a
la búsqueda de su destino, que, no podía ser de otra manera, se
intuye grandioso. Nosotros partiremos con él y su viaje iniciático
y de descubrimiento es el material del que se nutren los dos libros.
Sin embargo, obviando el evidente tufillo al síndrome
de "emperador de todas las cosas" que tan bien retratara Norman Spinrad
en el mítico número 1 de la revista Gigamesh, los dos primeros libros
de la saga dejan un buen sabor de boca y te dejan con ganas de leer pronto el
tercero y último. Más aún si tenemos en cuenta que el
segundo termina con un gigantesco cliffhanger.
McAuley es un buen escritor y su prosa no es en ningún
momento tediosa ni farragosa, hecho al que contribuye en gran medida la buena
labor realizada en la traducción por Manuel de los Reyes, muy superior a
otras traducciones con las que nos ha castigado La Factoría. Además,
no menosprecia en ningún momento la inteligencia del lector intentando
darle todo mascadito. Por el contrario, vamos conociendo los entresijos de
Confluencia conforme los va conociendo Yama y, si de algo se puede acusar a
McAuley, es de tardar demasiado en iluminarnos en algunas ocasiones. Y, sobre todo,
el mundo creado por el autor es lo suficientemente original e interesante como
para pegarnos a sus páginas. La acción no decae en ningún
momento y el pobre Yama es más un títere que un iluminado, cayendo
continuamente en manos de sus enemigos, de los que se suele salvar por un oportuno
deus ex machina.
Para el lector que sólo busque que le diviertan y
pongan a prueba su sentido de la maravilla, los libros cumplen con creces. Pero
es que, además, hay un nivel más profundo en la historia de
Confluencia que añade otro aliciente al relato: la evolución de su
sociedad parece, en muchos aspectos, un calco de la humana. Se ha llegado a un
sistema de castas excluyentes semejante al de la India; se reza a los dioses
pidiendo milagros que no se producen; se aguarda la llegada de un salvador que
arregle todo lo que no funciona; se espera que, al final de los tiempos, los
Conservadores vuelvan para juzgar a todos los que alguna vez han vivido y muerto
en Confluencia y que se lleven con ellos a aquellos que lo merezcan para que vivan
felices por siempre jamás; se ha creado una gigantesca y omnívora
burocracia, con millones de funcionarios, que asfixia al ciudadano y que vive
recluida en un inmenso palacio, cuyas cúspides sobrepasan la
atmósfera del mundo, donde se libran desde hace milenios luchas incruentas
entre los distintos departamentos.
Y, sobre todo, las creencias religiosas, con unos a favor
de los Conservadores y otros a favor de Los de Días de Antigüedad,
han llevado a una guerra de religión que asola Confluencia. Lo que
constituye, para quien quiera verla, una clara crítica a la sociedad
terrestre en su conjunto y a cómo ha llevado el ser humano sus asuntos
desde que el mundo es mundo.
En suma, salvo debacle en el tercer y último tomo,
una lectura recomendable.
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