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La estación de la calle Perdido,
de China Miéville
Título original: Perdido Street Station
(2.000)
Portada: Ludolivic Moulin / John Lofaso
Traducción: Carlos Lacasa Martín y Manuel Mata Álvarez-Santullano
Editorial: La Factoría
(2.001)
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China Miéville
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Rodolfo Martínez, Mayo 2.004
¿Ciencia ficción? ¿Fantasía? ¿Terror? ¿Steampunk? Quizá
ninguna de esas cosas, o todas. En realidad, si tuviera que definir esta novela en
pocas palabras sería diciendo que es el libro que habría escrito H. R. Giger de haberse
dedicado a la literatura en lugar de a la pintura o el diseño.
Estamos en Nueva Crobuzon, una ciudad con tecnología decimonónica
situada en mitad de ningún sitio donde los humanos conviven con especies tan extrañas
como inquietantes, y en la que la magia, la maquinaria a vapor (incluyendo algún que
otro ordenador autoconsciente), la ciencia descabellada y las agitaciones sociales
propias de la revolución industrial forman el sorprendente tapiz de fondo donde se
desarrolla la historia.
Estamos también ante una novela ocasionalmente malsana, que
tiene mucho de sueño de la razón engendrando monstruos. En cierto modo (y siento
repetirme, pero es difícil abandonar la idea) es como si H. R. Giger, Tim Powers
y Stanley G. Weinbaum se hubieran puesto de acuerdo para escribir una novela a
seis manos.
Porque el esquema argumental bebe directamente en la más clásica
narración de aventuras, y buena parte de la ambientación parece extraída del más puro
steampunk: Nueva Crobuzón tiene mucho del Londres del siglo XIX, incluidos los
ferrocarriles, las huelgas y las enormes estaciones de tren que parecen monstruosos
monumentos. Las especies alienígenas (no necesariamente extraterrestres, ya que en
ningún momento sabemos dónde o cuándo estamos) son tan extrañas y dispares como
coherentes dentro de su propia morfología y psicología. Y la imaginería tiene mucho
de pesadilla biomecánica, de fluidos corporales unidos a engranajes dentados, de
malformaciones que, sin embargo, resultan viables y atrapan nuestra vista con
horrorizada fascinación, de maridajes bastardos entre plantas, mamíferos e
insectos.
Miéville ha construido una novela fascinante, en la que el
verdadero protagonista es el decorado, y donde los personajes que pululan por él
salvando a su pesar el mundo que conocen, no son otra cosa que actores bien
caracterizados que nos sirven de guías por la pesadilla del pensamiento racional
que es la ciudad y, en buena parte, la novela.
Tengo que confesar que hacía tiempo que no leía nada que
atrapase mi atención de forma tan inmediata, que me impeliese a seguir leyendo de
ese modo y que incluso en los momentos más desagradables (y hay varios) no me
permitiera apartar la vista de la página escrita y me obligara a seguir leyendo
pese a mí mismo. Tal vez lo más parecido a esa sensación son las novelas
"mainstream" de Iain Banks (especialmente algunos pasajes de Una canción de
piedra), aunque los libros de Banks suelen tener un ritmo tranquilo, mientras
que éste va acelerándose cada vez más hasta convertirse en un carrusel casi
frenético que desemboca en esa estación ferroviaria que da título a la novela,
para luego derramarse con tranquilidad en un anticlímax que cierra convenientemente
los cabos sueltos y remata la historia con eficacia.
La estación de la calle Perdido es solo la segunda
novela de su autor, lo cual puede ser un problema: con inicios tan brillantes
resultará difícil no decepcionar al público con su siguiente obra. Sin embargo,
tengo confianza en Miéville. Y espero con cierta impaciencia (y también algo de
repulsión, por qué no) su próxima novela.
Esta reseña fue publicada originalmente en Drímar, la
página de Rodolfo Martínez
http://www.drimar.com/rudy/
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