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Patricio González Luna vive en la ciudad de
Arequipa, al sur del Perú, es profesor de Inglés en
un colegio secundario y en sus ratos libres escribe, lee a Stephen
King, Clive Cussler y Lovecraft, también es aficionado a
los modelos a escala y dibujo.
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por Patricio González Luna, Junio 2002
Amanda se miró a sí
misma en el espejo y vio sus ojos inundados de desencanto y tristeza.
Había trabajado sola por más de cinco años.
Casi había alcanzado la verdad muchas veces y ésta
había sido arrancada de susmanos en el último segundo.
La oficina había sido quemada, todos los papeles y los archivos
perdidos. Documentos irremplazables que habían costado vidas
para conseguirlos. Fotos sobrecogedoras que mostraban imágenes
extrañas; accidentes inexplicables; luces misteriosas brillando
en bosques oscuros y carreteras abandonadas, formaciones en el cielo,
sombras acechando en sombríos callejones o asomando por las
ventanas opacas y polvorientas de casas abandonadas.
La habitación del motel estaba
a oscuras, la luz de neón del aviso luminoso brillaba intermitentemente
a través de las persianas entrecerradas. El rumor ocasional
de un camión en la carretera hacía vibrar suavemente
los marcos de las ventanas. Deseó poder estar en uno de aquellos
camiones, viajando lejos en la noche, escudada detrás del
anonimato de las luces de los faros, el timón firme en sus
manos y el pie apretando el acelerador a fondo, lejos, lejos de
los que la seguían.
La luz sobre el espejo del baño
la hacía ver pálida y enferma. El pelo castaño
colgaba sobre sus ojos. Abrió el grifo y recibió agua
fría en sus manos juntas, se lavó la cara y mojó
su cabello. Era hora de seguir camino.
Las luces de un auto iluminaron el estacionamiento
del motel. Se agachó frente a la ventana y atisbó
por entre las persianas. Un siniestro auto negro con lunas polarizadas
que se detuvo apartado de los demás. Ambas puertas se abrieron
y vio lo que más temía. Dos hombres altos, con lentes
oscuros a pesar de ser de noche. Con abrigos largos negros y las
solapas levantadas. No esperó más. Fue a la parte
posterior de la habitación y salió por una ventana.
El frío de la noche la golpeó con fuerza.
Sólo llevaba un polo blanco, jeans
y sandalias de taco bajo. Esa mañana había salido
de su casa para ir de compras. No imaginaba que ya no podría
regresar. Había ido a la oficina para recoger dinero. Desde
la esquina vio el humo y las llamas saliendo por las ventanas. Comprendió
enseguida lo ocurrido. No intentó seguir. Dio vuelta al auto
y supo inmediatamente que no había retorno.
Todo había empezado como un pasatiempo,
un interés repentino y luego obsesivo en lo paranormal. Un
suceso llevó a otro, un relato entre amigos se convirtió
en una investigación, una anécdota curiosa se volvió
un hecho concreto con pruebas. El ser fotógrafa independiente
le dio la posibilidad de entrar en lugares vedados para otros. Poco
a poco las fotos de publicidad y modas que constituían su
carrera, dieron paso a las de hechos misteriosos.
Las reuniones de amigas se volvieron encuentros
en medio de la noche con personajes atormentados que querían
contar una historia. Rostros que a los pocos días aparecían
casi irreconocibles en las páginas policiales de los diarios.
Se volvió una solitaria, su enamorado rompió con ella
cansado de sus tardanzas, de su mirada ausente y sus misteriosas
citas. Trabajaba lo justo en su profesión como para pagar
sus gastos, invirtió sus ahorros en excursiones a sitios
perdidos y libros de OVNIS. Un progresivo viaje por la oscuridad
de lo inexplicable que la llevó a su cita con lo desconocido.
La carretera oscura, muerta de sueño y frío en el
auto, escondida detrás una duna, la tenue luz blanca que
se convirtió en un fulgor increíble que envolvió
su auto obligándola a huir despavorida. Luego de eso las
luces se volvieron algo casi diario. Tenía miedo de salir
sola a la noche, especialmente si había estrellas. Invariablemente,
una o más comenzaban a moverse haciendo que se le erizara
el cabello en la nuca. Si había alguien con ella, la lucecita
se inmovilizaba apenas otra persona trataba de verla.
Llegó a pensar que estaba loca.
Una cámara de video la convenció de lo contrario.
Las luces se dejaban filmar. Luego fueron los fantasmas. Una sesión
de Ouija, visitas a casas pesadas. Terminaron por seguirla a casa.
Ruidos en mitad de la noche, susurros en la oscuridad. Se acostumbró
a ello. Grabó en cinta todo ruido extraño y tomó
fotos de cuanta aparición se cruzó en su camino. No
tenía miedo de fantasmas.
Los hombres de negro fueron distintos.
Aparecieron de la nada. Una llamada amenazadora a la oficina. El
auto negro estacionado en la vereda del frente.
Aseguró puertas y ventanas y metió todos los documentos
en una caja fuerte que había en la oficina. Dejó de
cazar luces y sombras por un tiempo. Intentó llevar una vida
normal, pero los hombres de negro no la dejaron.
Querían todo cuanto tenía.
Fue así que aquella mañana consiguieron entrar a su
oficina y desaparecerlo todo en una nube de fuego y humo. Pero no
era eso lo único que buscaban. La querían a ella también.
No tenían prisa, se sentía un ratón en un laberinto,
corriendo adonde ellos la conducían. No pudo llegar al aeropuerto,
la desviaron, provocaron un accidente. La hicieron escapar a la
carretera. Pensó en abandonar el auto, escapar a pie, no
se atrevió. Así fue a dar al motel en el desierto.
Estacionó el auto lejos de la habitación. Pensó
en dormir un rato y luego escapar al siguiente paradero de trailers
donde pediría que alguien la llevara o se escondería
en algún camión para luego saltar y perderse en alguna
ciudad grande.
Ahora la envolvía la noche. Se
metió a un callejón detrás del motel y se dirigió
al descampado lejos de la carretera. Se oía el ruido de un
televisor en una habitación, voces discutiendo en otra, una
puerta se abrió proyectando un rectángulo de luz amarilla
en el suelo oscuro. Trataría de cruzar los cerros y luego
salir de nuevo al camino para pedir autostop. Caminaba despacio,
agachada, tratando de no hacer ruido entre las malezas bajas . Estaba
muy oscuro, se acostumbró a la luz de las estrellas, pero
el paisaje seguía siendo una sucesión de sombras recortadas
contra el cielo azul oscuro. El olor a aceite y humo de motores
recalentados de la carretera se fue desvaneciendo poco a poco y
los pulmones se le llenaron del aire fresco de la noche. Felizmente
no hacía demasiado frío y el ejercicio la hizo transpirar
al cabo de un rato. Se alejó del motel escondiéndose
en las sombras. Se arañó los brazos en las ramas secas
y las sandalias se le llenaron de tierra y piedras. Tenía
que detenerse cada pocos metros para sacudir los pies. Le dolían
las pantorrillas y la espalda por andar casi en cuclillas. Cuando
estuvo a medio subir las faldas del cerro más cercano, el
terreno se hizo más suave. La arena fina no le importaba
y se sentía tibia aún por el sol de la mañana.
El cerro estaba salpicado de rocas grandes y peñascos que
le permitían caminar erguida. Cuando hubo subido lo suficiente,
se escondió detrás de una roca y miró hacia
las luces del motel. La carretera era una cinta negra que se perdía
en el horizonte. El motel era una isla de luz en la oscuridad. El
auto negro parecía una cucaracha inmóvil a esa distancia.
Distinguió una figura negra que se movía de puerta
en puerta tratando de hallar su habitación. El otro estaría
tratando infructuosamente de sacarle información al recepcionista.
Había tenido un golpe de suerte increíble al llegar
al motel. Era fin de semana y estaba casi lleno; estacionó
su carro confundiéndolo entre una docena que había
en el estacionamiento. Cuando se hallaba preguntándose cómo
alquilar una habitación sin llamar la atención del
recepcionista, un grupo de chicos y chicas bajó de un carro.
Eran jóvenes de su edad, suplicó a uno de ellos que
le alquilara una habitación para ella. Inventó una
historia de un marido celoso del que se estaba divorciando y la
acosaba. Se veía tan nerviosa y desamparada que no resultó
difícil convencerlo. Las chicas se pusieron de su lado de
inmediato. Les dio el dinero y esperó afuera a que salieran
con las llaves. Estaba segura que no la delatarían.
Siguió subiendo el cerro; sintiéndose
casi contenta, por primera vez en mucho tiempo. Sólo faltaba
rodear un peñasco y alcanzaría la cima. Al dar vuelta
a la roca, el hombre de negro le cerró el paso. La adrenalina
inundó su cuerpo y le provocó un hormigueo desagradable;
no pudo hacer nada.
El hombre la tomó de los hombros
y la levantó del suelo como si fuera una pluma. La boca se
le secó, no pudo emitir ni un gemido. El hombre la acercó
a su rostro y la miró por sobre sus lentes oscuros. Un par
de carbones encendidos al rojo apareció en el fondo de aquellos
ojos como pozos. Amanda dejó de forcejear. Los lentes del
hombre cayeron al suelo. La mirada del hombre envolvió a
Amanda y se sintió flotar dentro de ella. "No temas,
no luches" escuchó en su cerebro. Los ojos rojos se
volvieron estrellas, galaxias, vorágines de astros en el
centro del universo. Su cuerpo se volvió nada y se fundió
con él, una mancha oscura subió al cielo como una
gota negra cayendo al revés, precipitándose en el
abismo de estrellas.
Un búho cantó desde una
rama cercana y en la carretera, las luces traseras de un solitario
camión se perdieron en el horizonte. Un soplo de viento salpicó
de arena los lentes oscuros tirados en el suelo y cubrió
las huellas de Amanda como si nunca hubiera pasado por ahí.
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