Artículo publicado originariamente en pasadizo.com
Reproducido con permiso.
"Allí donde la sangre nórdica
era más fuerte, la atmósfera de los relatos populares
se volvió más intensa; porque en las razas latinas
hay un componente fundamental de racionalidad que niega incluso
a sus más extrañas supersticiones muchas de las alusiones
encantadoras tan características de nuestras consejas nacidas
en los bosques y criadas en los hielos".
H. P. Lovecraft. El horror en la literatura
Según
las palabras del maestro del horror cósmico, se infiere la
situación del género fantástico en nuestro
país. Tradicionalmente, el español se ha sentido más
cercano a la picaresca o al retrato costumbrista que a la ensoñación.
Pero tampoco conviene generalizar. En el terreno literario contamos
con algunas incursiones en lo numinoso. Sirva de breve guía
al respecto la Antología española de literatura fantástica,
un somero recorrido por el lado sobrenatural de nuestras letras
seleccionado por Alejo Martínez Martín, publicado
por la editorial Valdemar en 1992.
Tal compendio abarca desde escritos de Alfonso X el Sabio hasta
el actual Gonzalo Suárez. Aunque lo cierto es que en España
resulta difícil encontrar literatos plenamente consagrados
al género, excepción hecha de Gustavo Adolfo Bécquer.
Ante esta falta de tradición en nuestro país, el
cine ha dado una respuesta fragmentaria: resulta difícil
hallar una continuidad en el cine fantástico español,
y la incorporación del género a nuestra cinematografía
resulta tardía y, en la mayoría de las ocasiones,
insatisfactoria.
El Reino de las Sombras
Sin duda, encontramos casos aislados, realizadores inquietos que
traspasan el marco de la cotidianidad. Resultan muy llamativos,
pero no crean escuela.
Nos referimos a Manuel Noriega, quien en 1925 aporta la insólita
Madrid en el año 2000, film silente en el cual presenta un
madrid futurista, con el río Manzanares canalizado para permitir
el arribo de barcos a la capital española, todo esto entre
otras muchas más ocurrencias. Sentimos no haber tenido oportunidad
de visionar tal cinta, que, según referencias, se halla desaparecida,
pero a ojos de expertos como Carlos Aguilar, anticipa elementos
iconográficos de Metrópolis (Metropolis, 1926), de
Fritz Lang (!).
Otro visionario lo supondría el dramaturgo, escritor y cineasta
Edgar Neville (cada vez en mayores vías de reivindicación,
quede dicho). Neville mostró interés por la serie
negra, adaptándola a la realidad social española de
los cuarenta, aunque con claro enfoque castizo y auto-irónico,
como se puede apreciar en El crimen de la calle de Bordadores (1946).
Si a un film debe su fama Edgar, es a la adaptación de la
novela del bohemio Emilio Carrere, La torre de los siete jorobados
(1944). Partiendo de un argumento descaradamente pulp, de novela
de a duro, Neville recrea una historia de humor/terror cañí
que logra, sin embargo, aportar una visión rigurosa desde
el punto de vista fantástico, reinterpretando los postulados
del expresionismo alemán. Podría haber sido éste
el germen de una escuela de cine fantástico netamente española,
pero desafortunadamente no hubo continuidad.
Aún contamos con un francotirador más: Ladislao Vajda,
oriundo de Hungría, que emigraría hasta recalar en
España, donde realizó una compacta filmografía
en la que desplegaba las sombras nórdicas de su procedencia.
Así, su versión de Marcelino, Pan y Vino (1954), pese
a contar con el lastre de ser una obra didactica y "moralizante",
resulta fascinante en su puesta en imágenes, en su abstracción
formal.
Pero
a nuestros efectos, es otro el film de Vajda que resulta seminal,
El Cebo (1958), coproducción entre España, Suiza y
Alemania que homenajea abiertamente a M. El vampiro de Düsseldorf
(M, 1931), de Lang. Vajda potencia aún más las lecturas
psicoanalíticas del film alemán, erigiendo otra película
verdaderamente insólita dentro del panorama español,
de estética post-expresionista. Sorprende que la censura
respetase casi en su integridad un film tan sórdido (la copia
suiza incluye algunos minutos extra, pequeños detalles de
masas enfervorecidas, clamando justicia ante el asesino de niñas...)
Como vemos, por el momento el cine español no encuentra
una imaginería propia desde la cual dar vida al cine fantástico.
Las tres obras antedichas tienen numerosas deudas con el expresionismo
teutón, y El Cebo serviría de hiato entre esa herencia
de Europa del Este y nuevas formas de concebir el horror.
Los Sesenta: Manierismo Colorista
En 1957 se estrena La maldición de Frankenstein (The Curse
of Frankenstein), del gran Terence Fisher, que consagra a Hammer
Films como especialista en cine de terror, aunque la censura se
ceba sobre ellos, tachándolos prácticamente de pornógrafos,
por mostrar una explicitud y amoralidad ignotos hasta la fecha.
Quede como idea a recuperar de esta película, y prácticamente
de toda producción Hammer, el uso del color, virando la paleta
cromática hacia fuertes y violentos contrastes entre tumefactos
verdes y encendidos rojos.
Igualmente colorista, aunque más manierista si cabe, resulta
el italiano Mario Bava, que con películas como Las tres caras
del miedo (I tre volti della paura, 1963) otorga un tratamiento
pictórico denso (el propio Bava fue pintor, amén de
director de fotografía y responsable de efectos especiales
y trucajes ópticos, siendo su fuerte las matte-paintings).
El continente se halla duro y en "ebullición",
y comienza a marcar influencias, que se extenderían incluso
a realizadores americanos como Roger Corman véase el toque
esteticista y muy europeo que imprime a films como, por ejemplo,
La caída de la casa Usher (House of Usher, 1960)-.
España no puede sustraerse a estos modos; así tenemos
la figura de Jacinto Molina/Paul Naschy, quien, contando con más
de cien películas a sus espaldas, intenta emular el estilo
visual tan característico del fantástico europeo de
los sesenta, llámese estética victoriana, llámese
simplemente fumetti.
Naschy es claro exponente de la pujanza industrial de que gozó
el cine de género en España en determinada época.
Apuntemos un dato sumamente revelador: entre 1970 y 1973, nuestro
país produjo unas cien películas fanta-terroríficas,
a veces en régimen de coproducción, pero generalmente
no. Según César Santos Fontenla, "se trataba
de films con presupuestos grotescos y actores que no lo son menos".
Recurramos ahora a palabras del estudioso Román Gubern: Esta
deleznable producción hispana no pasará jamás
a la historia del cine, como no sea en una escueta nota a pie de
página, pero merece sobradamente el intento de un análisis
e interpretación por parte de cuantos se interesen por la
sociología de la comunicación de masas. Como podemos
apreciar, el logro es más cualitativo que cuantitativo, aunque
hay ocasionales sorpresas, como veremos.
En
cuanto a Jacinto Molina, una de sus pasiones la hallamos en el pastiche.
Molina, quizás consciente de sus limitaciones, no trata de
emular la Edad de Oro del Cine de Terror las producciones Universal
de los años treinta, con La novia de Frankenstein (Bride
of Frankenstein, 1936) a la cabeza-. Más bien se remite al
periodo de declive del gran estudio, en que se producían
cintas aunando diversos monstruos, pensando que la acumulación
y la mixtura servirían para captar a un público cada
vez menos interesado en tramas góticas y chirriar de cadenas.
Quede como ejemplo de esta modalidad la descocada La zíngara
y los monstruos (House of Frankenstein, 1944), de Erle C. Kenton.
Pero, sin duda, si una película cautiva a Jacinto Molina,
ésa es El hombre lobo (The Wolf Man, 1941), tardía
producción Universal a cargo de George Waggner, que trata
de repescar otro monstruo de la imaginería popular, protagonizada
por el personaje Larry Talbot (Lon Chaney Jr., un intérprete
mediocre e inexpresivo).
Aunando unas y otras influencias, podemos apreciar que la verdadera
pasión de Molina/Naschy es "el cine de pipas",
el entretenimiento intrascendente, realizado con el estilo propio
de los sesenta.
Su cine es admirado/odiado a partes iguales, y posiblemente ninguna
persona de uno u otro bando sabrá eludir la posición
del fan "fatal". Cabe decir que, si bien las historias
que maneja Naschy pueden pecar de ingenuas, al menos demuestra un
buen grado de compromiso, como es en el caso de la interesante Inquisición
(1976). Respecto al tratamiento visual, diremos que Naschy no es
un cineasta tan desmadejado como se pretende, y su relativa planicie
debiéramos achacarla a las carencias presupuestarias antes
que a la falta de inventiva; de hecho el realizador ha trabajado
casi siempre mano a mano con el magnífico director de fotografía
Alejandro Ulloa, el cual, a su vez, hizo lo propio en las Campanadas
a medianoche de Orson Welles, nada menos. Así, podemos destacar
obras como La noche de Walpurgis (1970), de León Klimovsky,
en la cual Naschy se encarga de interpretación y libreto,
lográndose un conjunto estimable.
No cabe referir lo mismo sobre Jesús Franco, prolífico
cineasta, tío de Ricardo Franco, amigo de las co-producciones,
y siempre perdido en sus ínfulas de autoría. Glosar
la trayectoria del realizador abarcaría un libro quizás,
por tanto apuntaremos una de sus películas más representativas:
Drácula contra Frankenstein (Dracula prisonnier de Frankenstein,
1972). Ésta cuenta con las habituales dosis de erotismo sofisticado,
resultando al fin estrafalaria como poco.
Los primeros veinte minutos de película carecen de diálogos,
proponen un desafío (¿consciente o inconsciente?)
a la lógica, y abundan en anti-estéticos zooms. Realmente,
un sinsentido. Los numerosos incondicionales de Franco (Jesús)
insisten en que se trata de una experimentación sobre el
lenguaje de cómic (?), o bien apuntan a la melomanía
del autor, incondicional del jazz, proponiendo que el film es como
una improvisada velada en un tugurio del Harlem, donde después
de cada acorde no se sabe cómo se va a continuar (??).
En todo caso finalizaremos esta breve semblanza sobre Jess Franco
apuntando que se trata de uno de esos cineastas que, como el galo
Jean Rollin, deviene en mito por el apoyo de aficionados que, sin
haber visto sus cintas, lo reivindican haciéndose eco de
lo visto/oído en diversos fanzines y publicaciones minoritarias
necesitadas de un gurú al que ensalzar.
Respecto a las opiniones vertidas por Santos Fontenla o Roman Gubern,
matizaremos que, aunque resultando poderosamente gráficas,
debieran ser ligeramente matizadas. Dentro del terror español
de la época hallamos obras de interés, como La Residencia
(1969), de Narciso Ibáñez Serrador, Pánico
en el Transiberiano (1972), de Eugenio Martín, o No profanar
el sueño de los muertos (1974), de Jorge Grau.
La primera de todas ellas supone el debut cinematográfico
de Ibáñez Serrador, uno de los más populares
realizadores de nuestra televisión. Vista hoy día
puede resultar parca en medios, aunque para el cine español
del momento supuso una firme apuesta desde el punto de vista industrial.
En la cinta, el autor propone como excusa una trama gótica,
con mansión walpolesca incluida, para dedicarse al erotismo
soft, dentro del cual las jovencitas que pueblan la residencia del
título irán siendo eliminadas una a una, hasta llegar
a un desenlace con complejo de Edipo incluido, que resulta deudor
de Psicosis (Psycho, 1960). Cabe destacar algún apunte curioso
de realización, como la muerte de cierto personaje, cuya
caída va acompañada, muy adecuadamente, por unas notas
musicales de ritmo y tonalidad decreciente, produciéndose
una espléndida interacción entre imagen en movimiento
y sonido.
Pánico en el Transiberiano supo aprovecharse de un magnífico
reparto, dado que aprovecha el momento de crisis comercial de la
británica Hammer, fichando a alguno de sus actores habituales,
como es el caso de Christopher Lee y Peter Cushing (interpretando
ambos curiosamente papeles positivos), los cuales se ven acompañados
por Telly Savalas entre otros. No olvidemos que se trata de una
coproducción con el Reino Unido. La cinta acierta respecto
a sus pretensiones: parecer británica, y destaca por una
correcta realización, un preciso sentido del montaje, y una
ambientación más cuidada de lo que es costumbre en
la producción española de la época. Quien la
haya visto no podrá olvidar su filiación lovecraftiana,
incluyendo la aparición de un ente primigenio...
No profanar el sueño de los muertos propone una exploitation
de otro film reciente, que pertenece al underground norteamericano;
nada menos que La noche de los muertos vivientes (The Night of the
Living Dead, 1968), de George A. Romero. A pesar de tratarse de
una coproducción hispano-italiana, se ambienta en una campiña
inglesa, jugando baza similar a la de Pánico en el Transiberiano.
La cinta de Jorge Grau llama la atención por su buena factura
artesanal, y unos muy conseguidos efectos especiales gore indisociables
a partir de ese momento del cine de zombis. Plantea un curioso trasfondo
ecologista y anti-totalitario, que ya preconiza la verdadera intencionalidad
de Jorge Grau, el cual se dedicaría finalmente al cine de
arte y ensayo.
Inclasificables
El espíritu de la colmena (1973), de Víctor Erice,
soberbiamente interpretada por Fernando Fernán Gómez
y una jovencísima Ana Torrent, pudiera ser la primera incursión
en la que se establece un fantástico netamente español,
dotado de una iconografía propia.
El film se ambienta en cierta meseta castellana, durante la década
de los años cuarenta, en plena postguerra. Al cine del pueblecillo
llegan las bobinas de El Doctor Frankenstein (Frankenstein, 1931),
de James Whale. La proyección deviene mítica, y cautiva
la fértil e inquieta imaginación de Ana (Ana Torrent).
Presentada con el habitual academicismo de su poco pródigo
realizador (cabría llamarle el Terence Malick español"),
la película semeja una historia contada entre susurros, de
una contención y sutileza envidiables. Erice es consciente
de que para llegar al corazón del espectador el camino puede
ser oblicuo, empleando el silencio, la quietud, el tañir
de las campanas de una iglesia, los ruidos nocturnos de la fauna
agreste...
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@ 2001 David G. Panadero para pasadizo.com
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