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por Iñaki Bahón, 1 de junio
de 2000
Cuando se preguntaba acerca de sus miedos, Carlos
siempre ponía al principio de la lista el que le inspiraba
la posibilidad de lamentar, momentos antes de morir de viejo, el
haber perdido el tiempo, el haber desperdiciado su vida.
Ahora, con apenas 35 años, consideraba
aquel desenlace como prácticamente inevitable.
Su trabajo como redactor en la revista "Entropía",
dedicada a eso que se ha dado en llamar las paraciencias (los fenómenos
"para anormales", como solía comentar en privado),
no contribuía demasiado a mejorar sus perspectivas en ese
terreno.
Eran las cinco de la tarde. Y se dirigía
en metro a entrevistar a un lunático que aseguraba que el
fin del mundo estaba próximo (otra vez).
El 2001 se acercaba, y, el tercer milenio iba
a comenzar de nuevo. Cuando ya estaba olvidada la oleada de profecías
y vaticinios catastróficos que se habían producido
el año pasado, ahora todos los falsos profetas volvían
a la carga para amargar el segundo semestre del año al resto
de la humanidad. Por este motivo "Entropía" estaba
preparando varios especiales sobre el tema. No es que la revista
hubiera defendido en el 99, contra el resto del mundo, que el milenio
no acababa hasta el año próximo. Por supuesto que
no: habían llenado sus páginas con aquella mierda;
de hecho, lo que iban a publicar ahora eran prácticamente
fotocopias de los artículos de hace doce meses. El negocio
es el negocio, y los lectores no eran demasiado exigentes.
Para Carlos no eran más que un rebaño
de crédulos que no dejaban de sorprenderle. No podía
entenderlos. Entre los forofos del deporte existen aquellos a los
que les gusta el fútbol, pero no el tenis; entre los aficionados
a la música aquellos que se pirran por el rock pero odian
la salsa; entre los amantes de la literatura, quienes adoran a Borges
pero no pueden con Dickens... Pero en el mundo en el que se movía
Carlos, las reglas eran distintas. Le hubiera gustado encontrarse
con alguien que dijera: "Creo en los OVNIS, pero no en la astrología",
o "La reencarnación es algo totalmente cierto, pero
lo de la telepatía es una estupidez". No comprendía
como, a pesar de las numerosas y diversas "disciplinas"
que confluían en este mundillo, todos los adeptos a lo sobrenatural
se llevaban siempre, indefectiblemente, el pack completo. Era todo
o nada. Respecto a lo paranormal, el mundo se dividía en
dos grupos: los escépticos y los otros, los que se creían
todo el lote.
Mientras trataba de inventar un enfoque original
para que la entrevista que le esperaba se diferenciase en algo de
las otras docenas que había hecho, se fijó en una
joven que se encontraba de pie a unos pocos metros de él.
Tenía un buen lejos, pero un examen más
detenido revelaba a una persona totalmente distinta. Sus ojos eran
pequeños, sus labios demasiado finos, y su nariz demasiado
grande para cualquiera que midiese menos de dos metros. Vestía
ropa ajustada, a pesar de que le sobraban unos cuantos kilos, y,
aunque sus cejas revelaban que era morena, llevaba el pelo rubio,
casi blanco, de uno de esos colores que no existen en la naturaleza.
Era toda una demostración de lo patéticos
que pueden ser los hombres, y de cómo las mujeres han descubierto
las debilidades de la mayoría de ellos: una tía fea,
gorda, morena, y desesperada, en la que nadie se ha fijado nunca,
se tiñe el pelo en defensa propia, se viste con dos tallas
menos de las que necesita, y, de repente, los tíos se giran
para mirarla el culo, aunque su culo sea tan grande como para que
no haga falta girarse para seguir viéndolo.
Pero no fue el aspecto físico de la joven
lo que más le llamó la atención. Lo que realmente
le hizo fijarse en ella detenidamente fue lo que llevaba bajo el
brazo. Era una caja de cartón, algo más grande que
una de zapatos, cerrada con cinta adhesiva. En sus laterales, en
letras marrones, se podía leer una palabra: "Thagson".
Carlos no pudo evitar sonreír: Thagson era, posiblemente,
la mayor empresa de venta de películas por correo; de películas
pornográficas. Lo sabía perfectamente porque él
mismo era un buen cliente, y mensualmente recibía una catálogo
con todas las novedades de tan estimulante género. Al pie
del cupón de compra que se adjuntaba con dicho catálogo
se incluía una nota: "Todos los pedidos se enviarán
sin ningún indicativo exterior que pueda revelar la naturaleza
de su contenido (¿?)".
Vaya confidencialidad de los cojones era aquella.
La caja no daba pistas acerca de que contenía material pornográfico,
salvo el nombre de la compañía, claro. Un sistema
estupendo, teniendo en cuenta que todo cristo les compraba películas
X por correo. Lo mismo que él, muchas personas sabían
cuál era el contenido de aquella caja. Seguramente, incluso,
algunas de las personas que viajaban en el metro en ese preciso
momento. Carlos, en vez de pensar en la inminente entrevista, siguió
dándole vueltas al asunto.
Se preguntó si la chica sabría que
lo políticamente incorrecto de su paquete se revelaba tan
claramente a los ojos del resto de los viajeros como si estos dispusieran
de visión de rayos X (por otra parte, los rayos más
apropiados para curiosear en este tipo de bultos). En un primer
momento Carlos pensó que ella debería haberse dado
cuenta, como cliente de Thagson, de que aquella inscripción
en la (por lo demás) corriente caja de cartón, tendría
que ser reconocida por cuantos viciosos se cruzaran en su camino.
Pero enseguida admitió que, él mismo, al recoger sus
propios pedidos, jamás había reparado en aquel detalle.
Era ahora, al ver a otra persona en esa situación, cuando
comenzaba a evaluar las posibles consecuencias de aquello.
Comenzó a imaginar que los avisados viajeros
podían formarse una opinión acerca de aquella chica
a partir de sus gustos cinematográficos. Que tal vez muchos
de ellos pensarán que era una guarra. Personalmente Carlos
no tenía prejuicios sobre casi nada, y, lógicamente,
mucho menos sobre aquellas personas a quienes (como a él)
les gustaba el porno. Pero no todo el mundo pensaba de la misma
forma. Estaba seguro de que alguna persona de las presentes, alguna
de las que sabían qué era lo que la rubia llevaba
bajo el brazo, comenzaba a despreciar a la chica. Aquella reacción
no tenía ningún sentido desde un punto de vista lógico:
si alguien sabía lo que había en aquella caja era,
casi sin lugar a dudas, porque él/ella mismo/a había
recibido una igual en alguna ocasión; ¿por qué
criticar entonces a alguien por sus aficiones, cuando estas coinciden
con las tuyas? Pero claro, la lógica casi nunca tiene lugar
en el terreno del comportamiento humano. Carlos estaba convencido
de que todo el mundo, por horrible que fuera su conducta, era capaz
de justificarse a sí mismo, de llegar a encontrar alguna
atenuante para lo que sea que hubiera hecho (robar, violar, torturar
o asesinar), pero no estaba tan seguro de que se fuera tan indulgente
con los demás. Esa humana cualidad para ver la paja en el
ojo ajeno a pesar de que el nuestro esté atravesado por una
viga de acero, podría, llevando el asunto hasta sus extremos,
acarrear graves consecuencias a la joven del pelo teñido.
En principio, aquello tal vez sonara demasiado
dramático. Al fin y al cabo, ¿qué podía
importarle a la joven que unos desconocidos, a los que seguramente
jamás iba a volver a ver, creyesen que era una degenerada?
¿Acaso iba a vestir como lo hacía si le preocupase,
aunque sólo fuera un poco, lo que pensaran los demás?
Pero, ¿y si no todos los presentes fueran
desconocidos? ¿Y si entre los viajeros, entre todas aquellas
personas anónimas, se encontrase, sin que ella le hubiera
visto, el padre de su novio? ¿Qué pasaría si
el hombre se escandalizase al descubrir que su futura nuera compartía
su afición por el onanismo? ¿Y si se escandalizase
tanto como para contárselo a su mujer y a su hijo, el cual
podría ser tan gilipollas como su padre, y todo aquello desembocara
en la anulación de la boda prevista?
¿Y si, además del suegro, también
viajase en el metro el jefe de la chica? El tipo tal vez fuera el
orgulloso poseedor la videografía completa de Andrew Blake,
pero que el señor tuviera buen gusto para el cine X no significaba
éste fuera acompañado de la virtud de la tolerancia,
y tal vez decidiera que no le interesaba tener trabajando en su
empresa a alguien de tan dudosa moral como aquella mujer.
En resumen: una mera anécdota sin importancia
aparente podía desembocar en un auténtico drama humano:
el ineficaz sistema de confidencialidad de Thagson, unido al despiste
de la chica, podía costarle a ésta el trabajo y el
novio.
Pero la cosa no terminaba ahí. ¿Y
si la rubia no llevara realmente material pornográfico en
la caja? Carlos observó que la cinta adhesiva que la cerraba
no parecía demasiado bien pegada, como si hubiera sido abierta
y vuelta a cerrar después. Aquello abría nuevas posibilidades.
Tal vez no viniera de la oficina de correos. Tal vez hubiera estado
visitando a una tía suya, y ésta le hubiera entregado
unas latas de espárragos para su madre, utilizando como embalaje
una caja "que andaba por allí".
-La ha dejado aquí tu primo. Es de unos
libros que pidió por correo. Ya sabes lo mucho que le gusta
leer-, explicó la orgullosa, y engañada, madre.
Es decir, que al niño le encantaba machacársela
contemplando a las siliconadas porno-stars de moda (o, si tenía
algo de buen criterio, a insuperadas clásicas como Tory Welles,
Tracy Lords o, por supuesto, Amber Lynn), y, aquel inofensivo pasatiempo
iba a arruinarle la vida a su prima.
La megafonía anunció que la próxima
parada era la de Carlos.
Aquello le sacó un poco de sus elucubraciones.
Rápidamente tomó en su cuaderno algunas notas sobre
la situación y todo lo que había imaginado sobre ella.
De aquello se podría sacar un buen relato.
El tren se detuvo. Se levantó de su asiento
y, al salir del vagón, pasó por delante de la rubia.
En ese momento tuvo ocasión de estudiar fugazmente su cara,
no desde un punto de vista estético (ya sabía que
era fea), si no intentando averiguar, a través de sus rasgos
(si es que aquello fuera posible), qué demonios llevaba en
la caja.
Una vez en el solitario andén, mientras
ascendía por las escaleras que comunicaban con el exterior,
Carlos descubrió que su estado de ánimo era un poco
más sombrío de repente, como si algo pesado se acabara
de instalar en su estómago, aunque en principio no supo a
qué se debía aquella sensación. Se sentía
como en esas ocasiones en las que te encuentras preocupado sin saber
por qué, hasta que recuerdas que pasado mañana tu
madre tiene que recoger los resultados de una biopsia que le hicieron
hace unos días; realmente no lo habías olvidado, sólo
que en ese momento no lo tenías presente. Pero lo que sí
tienes presente es la angustiosa sensación de ansiedad que
te produce la situación.
Pronto comprendió la causa de aquel sentimiento.
Se detuvo en medio de las escaleras, extrajo su libreta de notas
del bolsillo interior de la cazadora, y releyó lo que había
apuntado apenas un minuto antes:
Rubia teñida en metro:
-Caja de Thagson : ¿es esto confidencialidad?
-¿Porno o espárragos?
-Comentarios de la gente (sonrisas, críticas...)
-La ve su jefe: despido
-Su futuro suegro: anulación de la boda
-¡¡¡Drama Humano!!! ¿culpa
de su primo?
Estuvo a punto de reafirmarse en la opinión
de que allí había un buen relato, pero no llegó
a hacerlo. Por fin comprendió que ese tópico ("Aquí
hay una buena novela", "un buen cuento", "una
buena película", o un buen lo que sea) era al menos
tan falso como el que afirma que un penalti es medio gol.
Allí no había un buen relato. En
el mejor de los casos tal vez existiera el germen, pero el relato
todavía tenía que escribirse. De momento todo se reducía
a unas breves notas, unas notas que guardaría en su carpeta
de notas, donde se reunirían con otros cientos de notas,
cientos de ideas que, supuestamente, iban a dar lugar a otros tantos
relatos. Proyectos, proyectos, proyectos... Si Carlos hubiera desarrollado
simplemente la mitad de las ideas que se le habían ocurrido,
su obra literaria podría compararse con la de los más
prolíficos escritores de la historia.
Pero, por desgracia, las ideas no se transforman
en obras por sí solas. Es necesario trabajar en ellas.
Hacía años que se escudaba con
la arrogante y falsa presunción de ser escritor (no el escritor
de revistucha que realmente era, si no escritor de verdad). Lo cierto
era que aquella pedantería le resultaba útil. Las
noches de sábado en las que las mujeres se le resistían
(la mayoría de las veces), los días en que el trabajo
le resultaba definitivamente insoportable, los momentos en los que
la impotencia por no poder pagarse la vida que deseaba llevar le
resultaba enloquecedora... en esas ocasiones se convencía
a sí mismo de que no tardaría en escribir algo que
por fin cambiaría su vida. Algo importante que le proporcionaría
fama, dinero, prestigio, mujeres, y autoestima.
Aquel engaño le servía de consuelo
en esos momentos de abatimiento, de tribuna en la que subirse y
desde la que poder sentirse superior a los demás
En esos momentos, precisamente cuando no podía
hacerlo, ardía en deseos de escribir. Pero cuando realmente
disponía de tiempo, lo desperdiciaba en cualquier cosa, excepto
en la literatura.
Cualquier cosa que le apetecía hacer le
distraía de lo que creía querer hacer.
Se excusaba diciéndose que aún tenía
mucho tiempo por delante, que algunos grandes escritores todavía
no habían escrito nada a la edad que él tenía,
que ya llegaría la inspiración... Pero, a sus casi
36 años, las excusas estaban perdiendo su efecto.
Incluso un experto en negar la realidad como era
él comprendía a veces que ya había pasado la
época de diseñar rutas, de preparar maletas, de decidir
destinos. En aquel punto de su vida ya debería haber llegado
a algún sitio.
Sabiendo que jamás escribiría nada
con aquello, volvió a guardar su libreta. Iba a reanudar
su ascensión por las escaleras cuando reparó en una
mujer que se encontraba sentada en el andén opuesto.
Aparentaba unos 60 años, aunque seguramente
tendría menos. Sin duda el sufrimiento que reflejaba su rostro
la había envejecido más de la cuenta. Con sus manos
aferraba sobre su regazo un bolso barato, como si allí dentro
llevara todo lo que consideraba importante en su vida. La mirada
baja, como si le asustase mirar, o que la mirasen. Los pies, de
los que sólo la punta llegaba a tocar el suelo, recogidos
hacia atrás bajo el banco, como si temiera molestar.
De igual forma que le había sucedido con
la rubia del metro, Carlos comenzó a imaginar lo que podría
ser la vida de aquella pobre mujer. Aquello debería afectarle,
hacerle sentir identificado emocionalmente con el sufrimiento que
intuía en ella. Pero era incapaz de sentir nada. Jamás
conseguía que nada le hiciera conmoverse, y menos que nada
las desgracias ajenas. Y aquello era fatal para un escritor.
Un metro pasó a toda velocidad sin detenerse
en la estación. Carlos observó los vagones lanzarse
a toda velocidad hacia el túnel, como un enorme endoscopio
viajando por las vísceras de una inimaginable criatura.
Pensó que no le importaría que aquel
túnel se llenara de sangre, y así acabar con todo
de una vez.
Era tarde, y tenía trabajo por hacer.
Los falsos profetas con los que Carlos solía
tratar se dividían básicamente en dos grupos: los
millonarios aburridos, y los muertos de hambre. Había realizado
entrevistas en mansiones enormes y en lujosos salones, pero también
en apartamentos deprimentes subalquilados a las ratas, en sórdidas
habitaciones de hotel, en callejones húmedos, e incluso en
automóviles abandonados. Por no hablar de un par de cementerios.
Todo muy edificante. Pero ahora estaba a punto de batir su propio
record.
Un tipo había telefoneado dos semanas antes
a la redacción de "Entropía". Trabajaba
como celador en un centro psiquiátrico de la capital, y,
según explicó, allí tenían ingresado
a un paciente que hablaba continuamente de cosas horribles. El enfermo,
al que llamaban, simplemente, Tomás, no tenía familia,
y nadie había ido nunca a visitarle ni había preguntado
por él. Dos años atrás había sido recogido
medio muerto en un callejón. Cuando se recuperó de
las lesiones físicas, y se revelaron las mentales, le ingresaron
en el psiquiátrico. Desde entonces no había dejado
de contar sus historias.
El celador sabía que la revista en la que
trabajaba Carlos publicaba todo tipo de cuentos extravagantes carentes
de fundamento, y pensó que tal vez podría sacar un
poco de dinero "vendiéndoles" las que contaba aquel
loco. El director de "Entropía" creyó que
aquella sería una buena manera de llenar unas páginas
sin gastar demasiado dinero, por lo que mandó a Carlos a
hacer el trabajo.
Carlos había visto muchos manicomios en
películas, pero aquella era la primera vez que entraba en
uno de verdad, y enseguida descubrió que no tenían
nada que ver con los que aparecían en el cine. Era mucho
peor. A través de pasillos con la pintura desconchada, extraños
olores, y gritos inhumanos, el celador le condujo a la habitación
de Tomás.
En el centro de la pequeña celda, sentado
en un taburete, se encontraba el tipo en cuestión. Era un
hombre de apariencia completamente normal, del que nadie hubiera
podido sospechar en caso de haberle visto por la calle. Llevaba
el típico pijama de hospital, de un blanco resplandeciente,
y la intensa luz solar que entraba por la pequeña ventana
de la habitación le daba de pleno, rodeándole de una
especie de aura angelical. Aquella iluminación le recordó
a Carlos a las películas de Oliver Stone, y no pudo evitar
pensar en que el celador había dispuesto aquella escenografía
a lo "El silencio de los corderos" para impresionarle.
-Puede sentarse aquí -dijo el enfermero
señalando un taburete vacío frente a Tomás.
Carlos siguió su consejo-. No trate de hablar con él,
no le hará caso; cuando quiera él hablará.
Yo esperaré en el pasillo por si sucediera algo. Hasta el
momento no ha dado problemas, pero nunca se sabe...
-¿Me va a mostrar una fotografía
de una enfermera con la lengua arrancada a mordiscos a modo de advertencia?
-¿Cómo dice? -preguntó el
celador sin entender la ironía de Carlos.
-Nada, déjelo. No se preocupe, le llamaré
si tengo algún problema.
El tipo salió de la habitación.
Carlos observó detenidamente a Tomás, y siguió
sin ver en su rostro nada que pudiera delatar su estado mental.
Le miraba fijamente, como si estuviese a punto de comenzar a hablar,
y tan sólo esperase a que el periodista le prestara la atención
necesaria.
Carlos decidió tomarse las cosas con calma.
Sacó una pequeña grabadora de un bolsillo, la encendió,
y la colocó sobre su pierna derecha. Miró a su alrededor,
estudiando una habitación que no tenía mucho que estudiar:
una cama, una mesa y un inodoro. Y las paredes. Ahora que sus ojos
se habían acostumbrado a la luz pudo verlas más claramente:
estaban llenas de operaciones aritméticas, anotadas con diversos
colores, (Carlos observó una caja de pinturas de cera en
la mesa, así como las manos manchadas de Tomás). Las
cuatro paredes estaban cubiertas de números hasta donde se
podía llegar subido en una silla. Había miles de ellas:
sumas, restas, divisiones, raíces cuadradas... el tal Tomás
era un tipo trabajador. Pero no tenía ni idea de matemáticas:
todas aquellas operaciones, fueran del tipo que fueran, daban el
mismo y erróneo resultado: cero. 2+2, 3x8, 8/4... En aquella
habitación todo era igual a cero.
Carlos trataba de encontrarle un sentido a aquello
cuando la voz de Tomás le sobresaltó.
-¿Sabe cuál es uno de los grandes
dramas del ser humano? El hecho de que es incapaz de asumir que
va a morir -su voz era tranquila y penetrante-. Sólo cuando
muere alguien cercano comenzamos a darnos cuenta de que algún
día nos pasará a nosotros. En ese momento nos sentimos
vulnerables y asustados. Pero esa sensación pasa pronto,
y enseguida volvemos a ignorar la realidad. Es una lástima,
porque si comprendiésemos de verdad que vamos a morir, valoraríamos
cada segundo. Claro, que todo eso carece ahora de importancia.
Tomás no se movía mientras hablaba.
Continuaba mirando a los ojos a Carlos, con sus pintadas manos reposando
sobre las piernas, y manchando las perneras de su pijama.
-Todos nos creemos el centro del mundo -continuó-.
Estamos convencidos de que todas las personas que nos rodean no
son más que extras de una película en la que nosotros
somos los protagonistas. Pero el papel de los demás no termina
cuando desaparece de nuestra vista, no se le mete en un armario
a la espera de que volvamos a necesitarlos. Sus vidas siguen, y
son tan importantes para ellos como para nosotros la nuestra.
"Luego alguien muere. Y entonces nos sentimos
cerca de ellos. Creemos compadecerles, pero en realidad nos estamos
compadeciendo de nosotros mismos porque sabemos que, tarde o temprano,
les seguiremos.
Por desgracia no tendremos que esperar mucho.
Dejo de hablar durante unos instantes. Carlos
comprobó cómo la grabadora se detenía: tenía
un sistema de reconocimiento de voz: ésta la activaba, y
se desconectaba automáticamente si nadie hablaba durante
5 segundos. Pronto comenzó a funcionar de nuevo.
-En estos momentos, mientras vivimos nuestras
vidas, las únicas válidas para nosotros, están
comenzando a suceder cosas terribles a otras personas, en otros
lugares. Mientras vivimos nuestra vida, en un pequeño pueblo
de La India, un brujo, tan real como nosotros, lee el futuro en
las vísceras de un animal. Dentro de unos instantes, horrorizado
por lo que va a ver, se sacará los ojos.
Bañado por el intenso sol que entraba por
la ventana, Carlos comenzó a sentir frío.
-En Venezuela, los trabajadores de una perforación
petrolífera se sienten eufóricos: parece que han encontrado
una bolsa de crudo. La estructura de la torre comienza a temblar,
una especie de rugido bestial parece surgir del interior del pozo,
y un líquido viscoso comienza a brotar. Sólo que no
se trata de petróleo, sino de sangre.
"En un hospital de París un ginecólogo
y su enfermera tratan de sujetar a una paciente enloquecida. La
mujer ha acudido a realizarse una ecografía rutinaria, y
ha sufrido un ataque de nervios al ver en el monitor el aspecto
que tiene su hijo.
"En otro hospital, esta vez en Argentina,
acaba de tener lugar parto de gemelos. Chico y chica. Él
se encuentra perfectamente, pero la niña ha nacido muerta,
con evidentes signos de haber sido violada y estrangulada. El médico
que ha atendido el alumbramiento observa horrorizado los negros
ojos del niño recién nacido.
"Pero estos son tan sólo fenómenos
locales que afectan a pocas personas. Las cosas irán empeorando
en días sucesivos.
"Mañana, los Estados Unidos utilizarán
un proyectil nuclear de baja potencia para intentar acabar con un
gigantesco ser que sus satélites espías han descubierto
en Alaska. Al comenzar su rutinaria jornada, un astrónomo
comprobará perplejo que no consigue ver ninguna estrella.
Días después se descubrirá, en todos los cementerios
del mundo, que los ataúdes están vacíos y perforados,
y que de ellos parten túneles hacia el interior de la tierra:
como si los muertos estuvieran agrupándose ahí abajo
con algún escalofriante objetivo. Los tripulantes de un submarino
nuclear soviético se verán desconcertados ante las
extrañas y gigantescas siluetas que, según el sonar,
les estarán rodeando. Un astronauta en órbita, al
mirar hacia la tierra, descubrirá que el aspecto de la superficie
ha cambiado; antes de que pueda comunicar con la tierra, le detendrá
el sonido de la puerta de su nave al abrirse desde fuera...
"Ahora parece una locura. Parece una locura
imaginar criaturas diabólicas, muertos vivientes, guerras
nucleares inminentes y epidemias devastadoras. ¿Pero qué
importa si lo parece o no? En la vida no hay señales de tráfico
que avisen de lo que va a suceder antes de que suceda: ya ha empezado,
y no hay forma de detenerlo.
En ese momento Carlos hubiera preferido encontrarse
delante de Hannibal Lecter.
-¿Cree que puede predecirse el futuro?
-por una vez Tomás pareció dirigirse realmente a Carlos-.
Espere, no conteste. No he formulado bien la pregunta. Usted es
un profesional que trabaja en una revista especializada en temas
paranormales. Ha tratado con todo tipo de lunáticos y farsantes
que han realizado miles de predicciones que luego no se han cumplido.
No se trata de creer o no creer. Usted SABE. Sabe que el futuro
no puede predecirse, ¿verdad?. Es un escéptico que
sólo cree en lo que puede ver. Sabe que todas las cosas de
las que trata su revista son basura. Por cierto ¿no cree
que se ha equivocado de trabajo? Déjelo. No importa.
"Se equivoca ¿sabe? El futuro puede
predecirse. Todos lo hacemos continuamente. "Este fin de semana
iré al cine", "El año próximo voy
a casarme", "Mañana saldré tarde del trabajo"...
Sería imposible vivir si no contáramos con algunas
certezas, con que, en cierta forma, podemos predecir el futuro.
Todos lo hacemos. Incluido usted, que ya sabía esta mañana
que iba a venir a verme.
"Incluso una materia tan poco sospechosa
de congeniar con lo paranormal como las matemáticas, en realidad,
se basa en la adivinación. Las matemáticas dicen "Dos
más dos igual a cuatro". Pero no sólo aseguran
que el resultado es cuatro, si no que siempre lo será. La
misma tabla de multiplicar es toda una profecía.
"Pero algunas personas pueden ver más
allá de lo evidente. Algunas personas, sin saber porqué,
son capaces de predecir lo que nadie más puede, cosas que
ocurren a pesar de esas reglas que tan seguros nos hacen sentir.
Esas personas, como yo, pueden ver lo que pasa en lugares lejanos
y extraños, y saben que están empezando a suceder
cosas horribles.
"Algunos sabemos que algún día,
dentro de no mucho tiempo, dos más dos serán igual
a cero.
Carlos esperó a que Tomás añadiera
algo más. Pero no lo hizo. La grabadora se detuvo de nuevo.
Cuando el periodista estaba a punto de formular una pregunta, el
celador entró en la celda.
-Lo siento, pero tiene que marcharse ya si no
quiero que se me caiga el pelo -explicó.
-De acuerdo.
Carlos se levantó. Sopesó la posibilidad
de despedirse del paciente, pero desechó la idea. No creía
que aquel tipo escuchara nada de lo que pudiera decirle. Siguió
al celador hasta la puerta, y cuando estaban a punto de abandonar
la celda, la voz de Tomás les detuvo.
-No eran películas porno. Ni espárragos.
Carlos se quedó petrificado. Se giró
y clavó sus ojos en el enfermo, que seguía sentado
sin mover un miembro. Aquel tipo no podía hablar de lo que
él creía que estaba hablando. No había forma
de que supiera nada de todo aquello. Era imposible.
-Esa chica rubia del metro es sólo una
pieza más de todo lo que está a punto de suceder -continuó
Tomás-. En realidad en la caja llevaba una colmena de Saphyrs.
Las Saphyrs son una especie de avispas carnívoras gigantes,
originales de Asia. Allí las llaman "las pirañas
del bosque". Atacan a los rebaños de ovejas, de vacas,
e incluso a la gente. Son capaces de matar a una persona en pocos
segundos. Imagínese lo que podría hacer un enjambre
de Saphyrs en una estación de metro abarrotada de gente.
Una estación de metro como la que estaba buscando la chica
rubia.
-Vamos, tiene que irse -insistió el celador.
Antes de que Carlos se marchara (o más bien fuera arrastrado
fuera de allí por el funcionario), Tomás añadió
algo más:
-¿Sabe una cosa? Me alegro de estar loco.
Me alegro mucho.
El día era radiante antes de que Carlos
entrase en el sanatorio, pero cuando salió de allí
el panorama era completamente distinto. Aunque seguía haciendo
mucho calor, el cielo parecía una amenazadora cúpula
de plomo, una oscura bóveda que retumbaba de forma ensordecedora,
como si alguna inimaginable criatura la estuviera golpeando con
gigantesco mazo.
Aquel paisaje no contribuyó precisamente
a tranquilizar a Carlos. Sí, se encontraba muy inquieto,
como si... Vamos a ver, no es que creyera una palabra de lo que
aquel loco le había contado, por supuesto. No era eso. Pero
lo cierto es que aquella entrevista le había afectado como
ninguna de las que había hecho antes. Y no por las cosas
que había escuchado, no (las revelaciones habían sido
terribles y originales, pero en su larga carrera le habían
contado historias mucho peores), lo que le había impresionado
de verdad era la actitud de aquel hombre.
No parecía que estuviera loco en absoluto,
pero eso era bastante común entre los locos, claro; lo extraño
era que no había en él ningún interés
por convencer. Todos los profetas chalados que Carlos había
conocido en su vida se morían por llamar la atención
con sus fantasías, por conseguir que se fijaran en ellos,
y por lograr que los demás creyeran unas historias que seguramente
ellos mismos no creían.
Pero aquel hombre era distinto. No le había
contado todo aquello a Carlos para convencerle de nada, ni para
conseguir que lo publicara en su revista. Parecía estar por
encima de esas cosas. Se lo había contado con la misma actitud
con la que se habla de nuestra vida privada un completo desconocido
en un avión, sin apasionamiento, con la seguridad de que
no volveremos a verlo, con el convencimiento de que aquello no servirá
para solucionar nuestros problemas. Estos seguirán siendo
nuestros problemas, los crea o no nuestro compañero. Simple
conversación.
Cuando llegó a la boca del metro el ánimo
de Carlos era bastante peor que lúgubre. Y el cielo también
había empeorado. Además, el sofocante bochorno le
había producido un dolor de cabeza casi insoportable. Para
completar el panorama, una sensación de humedad en el labio
superior le anuncio que había comenzado a sangrar por la
nariz. Se tapó con su pañuelo.
Era temprano, y era primavera, pero ya era prácticamente
de noche. Aquello era muy extraño, no podían ser más
de las siete de la tarde. Giró la muñeca para comprobar
la hora, pero antes de que sus ojos pudieran enfocar los números
digitales, una gran gota de sangre procedente de su nariz se estrelló
sobre la pantalla de cuarzo, ocultándole la información.
En aquel momento se sintió ridículo.
No, ridículo no era la palabra. Lo ridículo, aunque
patético, suele tener su lado divertido. Pero allí
no había nada divertido. Ni de lejos. Estaba parado en la
entrada del metro, con la mano derecha apretaba un pañuelo
empapado de sangre contra su nariz, mientras que tenía el
brazo izquierdo flexionado, como si le hubieran fotografiado mirando
la hora.
Pero todo empeoró de repente. Algo salió
volando del metro y pasó a pocos centímetros de su
cara a toda velocidad, algo que le pareció un zumbido azul
metálico.
Paralizado, incapaz de mover un sólo músculo
(excepto su descontrolado corazón) con el cielo comenzando
a reventar sobre su cabeza, y escuchando la creciente mezcla de
horribles gritos y zumbidos que procedía de lo más
profundo de la estación de metro, Carlos dio por seguro que,
en caso de que la sangre no hubiera tapado la pantalla de su reloj,
lo único que hubiera podido ver en él hubieran sido
ceros.
De pronto, el morir de viejo en su cama, convencido
de que había malgastado su vida, no le pareció una
alternativa tan horrible como unas pocas horas antes.
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