Este relato ha sido leído
6633 veces
por Lídia Comas, agosto de 2002
Se está fraguando la batalla. Allá
en lo lejos. Según el viento me parece oír los gritos
de esa guerra. Que lejanos me parecen esos tiempos en que no había
preocupación alguna. Ninguna que te corrompiese el alma.
En que los niños no eran hombres, ni las mujeres botines.
De eso hace tanto tiempo,...
Espadas, sangre, cuerpos inertes, moribundos,
lisiados,... que colección para la casa de los horrores.
Ni su dueño querría mirar. Demasiado para unos ojos
humanos. Cansados. Demasiado para que los dioses quieran ser testimonios
de tal masacre. De esa, esta sinrazón.
Ya nadie se acuerda porqué se matan entre
ellos. ¿Para qué? Tan solo serviría para averiguar
que no había ninguna lógica en ello. Sería
desastroso. ¿Cómo reconocer, que tantas vidas perdidas,
tanta muerte, para nada? Sin motivo alguno. Ya desde el comienzo.
Nada. Eso es lo que nos llevamos con nosotros
cada noche, cada día. Nada, es nuestra herencia más
preciada. Nuestro tesoro. Lo que no nos pueden arrebatar con la
espada. Aunque lo ofreciéramos de corazón. Aunque
quisiéramos deshacernos de ella.
¿Qué nos queda ya? Algunos dicen
que la vida es nuestro gran triunfo, pero, ¿qué vida
es esta? ¿Cómo la podemos llamar así? Luchamos
cada mísero día para no morir, para no padecer la
llegada prematura de la Dama Nocturna. Desafiando la naturaleza
al robar esos míseros instantes de existencia. Así
robamos tiempo al tiempo. Día tras día. En vulgares
ladrones nos hemos convertido. Y ni tan siquiera nos molestamos
en borrar las pruebas de nuestro delito. De nuestro crimen.
Estamos tan cansados ya. Los ejércitos
se destruyen mutuamente, convencidos de su causa. Una causa que
creen verdadera. Pero, ¿que diablos es verdad y qué
no? Dioses, diablos, señores, caballeros, criaturas, borrachos,
locos, clérigos,... todos hablan y pronuncian verdades, sus
verdades. Ya nadie cree en las propias verdades. Al menos no por
estas laderas. Por aquí ya no se puede creer en nada. No
se puede. Demasiado fatigados y tan cerca de la muerte estamos.
Tan cerca de un infierno sobrevivimos, que ni tan solo el llanto
de una criatura moribunda nos conmueve. Dejamos simplemente que
el llanto se desvanezca. No podemos permitirnos más. Ya no.
¿Para qué prolongarlo?
En otro tiempo, se me hubiera desterrado o colgado
por estas palabras llenas de impiedad. En otro tiempo, tan solo
se lloraba en bodas y bautizos. Ahora, ni tan si quiera queda rastro
alguno de que hubiésemos tenido lágrima alguna en
los ojos. Tan secas están. Como nuestras almas. ¿Para
qué las queremos ahora? La Sombra de los avernos ya nos las
ha arrebatado. Porque son una carga demasiado pesada para que podamos
acomodarla entre los escombros de lo que antaño fue nuestra
vida. Nuestro mundo.
¿Qué pudo ser de ése mundo?
Ese del que ya apenas recordamos los colores, los sonidos, las imágenes.
Se va desvaneciendo poco a poco todo ello. Toda esa Belleza que
en otra época nos era propia, nuestra. Esas creaciones que
de algún modo, que de alguna manera, te invitaban a soñar.
Soñar. Largo tiempo hace que no sueño.
Demasiado peligroso es ahora soñar. Puede dar esperanzas
de algo que no puede ocurrir, o que, de algún modo nosotros
ya no podamos ver con unos ojos mortales. Tan difícil es
ahora cerrarlos y dejar a las hadas de la fantasía hagan
su trabajo.
Pronto oscurecerá el día. Más
aún. Algunos ya empiezan a buscar lo que otros han abandonado
junto a sus cuerpos inertes, siempre en silencio. Ratas impacientes
recolectoras de horrores. De macabras reliquias. No hay edad para
eso. Cualquier cosa puede significar un día más, aquí.
Si eso puede significar algo bueno.
Mis ojos están demasiado cansados para
continuar. Han visto más cosas de las que se puede recordar.
Por desgracia muchas de ellas deseables de olvidar. Pero ese descanso
no se me ha concedido. Se me obliga a recordar detalle por detalle.
Como si ese acto de revivir cada día observado sea necesario
para algo. No veo para que. Pero así debo hacerlo, y por
eso debo contar lo que aquí acontece y pasó hace largo
tiempo. Aunque mi mente no concibe motivo alguno para ello, contaré
lo que mi vista vio, y lo que mis oídos escucharon.
Soy, era, Heraldo de los señores de la
región, un simple siervo con el dudoso privilegio de ver
como las cosas bellas se tornaron de rojo sangre. Testimonio del
inicio de la tragedia. De nuestra tragedia. ¡Que tan liviano
me parecen ahora nuestros destinos, nuestras vidas! ¡Nuestro
pasado!
Aún recuerdo esa voz de ese niño-hombre
cantando entre las flores, mientras todos admirábamos cada
palabra cantada que emitía. Parecía increíble
que pudiera existir palabra alguna para describir tal melodía.
Tiempos de fiesta. De alegría intemporal. De bienestar. Hecho
de menos esa voz. A ese niño; al que tuve que devolver a
su madre tras su último canto: muerto. Una criatura celestial
que pudo volver de donde surgió, de un mundo imperecedero,
demasiado perfecto para que ese ser inmaculado pudiera sobrevivir
en este mundo. De lo único que doy gracias es que toda esta
miseria no le tocara en ningún momento, pues su muerte se
produjo algún tiempo antes de que los fuegos de la ira se
encendiesen. Creo que no hubiese soportado ver como la hambruna,
la miseria, el dolor, la suciedad, todo este nuevo mundo lo transformara.
A esa criatura no.
Ah! La noche llega acompañada por una lluvia
fina. El sonido de esa agua contra la madera de mi antiguo hogar
natal parece darnos un poco de descanso. Una pausa irreal, ya que
el mal no descansa nunca. No dejándonos en paz, ni a los
portadores de ese mismo mal.
Aunque parezca producto de la locura y de la falta de alimento,
¿no sería magnífico que la lluvia nos pudiese
purificar de toda maldición? Un deseo. Tan solo es un deseo
roto por el sonido de las palabras que lo pronuncian, y de los labios
que han osado decirlo. Tan solo es eso ahora. Si hubiera sido pronunciado
por esa alma pura. Por mi ángel de voz celestial. Entonces,
seguro que alguno de los múltiples dioses existentes, escucharían
la súplica. ¿Cómo hubiesen podido ignorar a
uno de sus hijos? De sus semejantes. Mi niño de cabello plateado.
Aún podría llorar por él si no hubiera perdido
mis lágrimas hace tanto tiempo. Al menos mis últimas
lágrimas fueron para él.
Demasiado viejo soy ya para que mi corazón
aguante esos recuerdos sin palidecer de dolor. Demasiado viejo para
ver un mañana tan semejante a un ayer. Para ver el final
de eso.
Poco dura el descanso dado por la lluvia. Parte
de los supervivientes de algunos de los bandos, da igual cual de
ellos, vienen a curar sus heridas cerca de mi pequeño refugio.
Parecen espectros expulsados de sus sepulturas. Ya ni siquiera son
hombres. Ya no pertenecen a ninguna especie conocida. Tan solo forman
parte de la nada. Como todos ahora, supongo.
La muerte se refleja demasiado claramente en nuestros
rostros para fingir que estamos vivos. Así, de batalla en
batalla se van consumiendo las esperanzas de escuchar de nuevo las
risas de pequeños seres recién nacidos, o de querer
gozar con ello
y el aroma de la muerte lo envuelve todo y
a todos. Ni tan siquiera recuerdo como olía el aire puro.
Tan solo huelo muerte por doquier.
¿Y tu, Querida?,
sigues escuchando
día tras día mis lamentos. Mi cháchara demente,
sin reprocharme tanto parloteo,
sin perder esa dulce sonrisa.
Supongo que el hablar contigo no me dará fama de cuerdo,
¡pero, que más me da si estoy loco o no! Tan solo me
queda hablar contigo querida,
Aunque sepa que nunca podré
conseguir que me respondas, al menos no en este mundo. Pero, tampoco
queda nadie ya para reprocharme mi locura. ¿No crees q sería
gracioso, Querida, que esto pasase? Pero no te preocupes, pronto
podré oírte, pronto nos encontraremos, y podremos
escuchar a nuestro pequeño ángel,
Pronto, sucederá, pronto mis cenizas se
unirán a las tuyas mi amor. Tan solo hay que escuchar como
los gritos de agonía se acercan. Alguno de los ejércitos
llegara, da igual cual, y arrasará lo poco que queda de nuestro
mundo. Sea por estrategia o por defensa. Da igual. Me ahorraran
tener que ensuciarme las manos con mi propia sangre. ¡Al final
tendré que agradecérselo! Maldita ironía,
|