Este relato ha sido leído
6629 veces
por Isis, octubre de 2002
A pesar de la fuerte lluvia que caía, el calor
no cejaba; pero eso no extrañaba a Rixael, siempre era así en la
selva. Lo que sí la inquietaba, era ese viento tibio que aullaba
por los rincones. Mal augurio, pensó la muchacha. Llevaban dos días
en la espesura de la selva, habían tenido ya varias escaramuzas
con miembros de la tribu vecina, quienes, una semana atrás, asaltaron
su poblado cuando los hombres estaban ausentes. Entre todos los
que murieron esa tarde, estaban su abuela y su hermana, se llevaron
varias mujeres y los pocos animales que tenían. Cuando regresaron
de cazar los hombres, encontraron devastación y muerte. Descansaron
sólo un día y al siguiente, se pusieron en marcha, tenían que cobrar
venganza; a ella le fue permitido acompañarlos por ser la única
de su familia que quedaba con vida, y al no ser casada, su obligación
era saldar la deuda. Ya llevaban varios combates y Rixael estaba
cansada, sucia, cubierta de sangre y sentía su espíritu fatigado
de tanta violencia.
Oyó el silbido de su
gente y se preparó para una nueva lucha. En esos días, se había
hecho conocida entre sus enemigos, por sobre los gritos era posible
escuchar las órdenes de capturar o matar a la mujer de cabello rojo,
la que peleaba como si llevase dentro la furia de Los Diez Demonios
de la selva. En medio del desorden, pudo percibir que eran conducidos
a la derrota, muchos de sus compañeros habían caído a su lado, pero
ella no podía detenerse a auxiliarlos. Finalmente, el Jefe aceptó
que debían replegarse. Al correr por la selva, Rixael se dio
cuenta que se había separado de los demás, aún así, siguió avanzando,
esperaba reunirse con ellos más tarde. Fue sólo al atardecer cuando
reconoció que estaba perdida, se sentó bajo un árbol gigantesco
y lloró, lloró toda la pena que tenía guardada esos días, por que
ahora no había nadie que la amara como lo hicieron su abuela y hermana,
era sola en el mundo, lloró por que sabía que no podría lavar de
sus manos la sangre que derramó, sentía un frío absoluto entrando
en el pecho. Anocheció y los chillidos de los animales lo inundaron
todo.
Rixael se acurrucó
y durmió, soñó que volvía a casa y la esperaba su familia. Al amanecer
reinició el camino, a medio día se detuvo en seco, el asombro no
le permitía moverse. La selva terminaba abruptamente en un precipicio
y a sus pies, se extendía una inmensa ciudad; lo que contemplaban
sus ojos era increíble. Grandes avenidas, un mercado e imponentes
pirámides. Al costado izquierdo de la más grande de éstas, también
el terreno acababa en un barranco, en cuyo fondo fluía un caudaloso
río, el sol se reflejaba en los edificios y parecían ser de oro,
muchas personas transitaban por las calles, las mujeres y hombres
iban adornados con joyas deslumbrantes, plumas o flores, sus ropas
eran sencillas, pero elegantes, Rixael, inconscientemente, paso
la mano por la tosca tela de su taparrabos y pechera. Tan absorta
estaba en lo que veía, que no notó que alguien se acercaba a ella,
intentó gritar cuando la sujetaron fuertemente, pero una mano le
cubrió la boca y fue arrastrada sin compasión sobre las piedras.
La llevaron a la plaza
central de la ciudad, de inmediato se reunió gran cantidad de gente,
fue atada de manos y obligada a arrodillarse; los niños se reían
de ella y le lanzaban cosas, las mujeres sonreían despectivamente
ante su aspecto descuidado, aunque no dejaron de apreciar el rarísimo
color de su cabello. De la pirámide mayor, descendieron por las
escaleras tres hombres, Rixael se les quedó mirando, la golpearon
en el rostro por ello, al llegar frente a ella la interrogaron,
su dialecto era similar al de ella, aunque algunas palabras simplemente
no las conocía, aún así, pudo comprender lo dicho por el que parecía
ser el Jefe de la ciudad; que sería dejada en el Templo, a cargo
del sacerdote hasta la Festividad de Las Estrellas, el hombre que
estaba a su izquierda, asintió con una reverencia, los otros dos
se dieron media vuelta y se marcharon. La condujeron al Templo,
con las cuatro mujeres que vivían allí, la llevaron a una sala y
le dijeron que se desvistiera, indicándole luego que se metiera
en la gran piscina que había en el centro de la habitación; después
le entregaron ropas similares a las de ellas, plumas blancas para
el pelo, unos pesados aros y un brazalete para el tobillo. Se alejaron
un poco y se mostraron satisfechas de lo conseguido con aquella
salvaje, en ese momento, el hombre que había visto en la gran pirámide
entró, se detuvo cerca de las mujeres y la observó de pies a cabeza,
sus delgados dedos cogieron un mechón de su cabello, pareció arrepentido
del gesto, yéndose de inmediato.
Le destinaron una
habitación pequeña, se tendió en la cama y durmió, Al día siguiente,
le fueron llevadas otras vestimentas y comida, cada jornada transcurría
en la misma rutina; constantemente se preguntaba que iba a suceder
con ella. Se le permitía pasear por los jardines y se entretenía
contemplando la numerosa variedad de flores y los estanques llenos
de peces brillantes. En las noches, al mirar por la ventana, trataba
de imaginar la vida de esas personas en sus hogares.
Una tarde, caminaba por
los jardines, cuando la añoranza de sus seres amados, y de su tribu,
se le vino encima sin piedad, se sentó en un banco de piedra labrada,
inclinó la cabeza y dejó que las lágrimas corrieran por sus mejillas;
la luz del crepúsculo la iluminaba, haciendo que su piel se viese
dorada. Lexeatli, el sacerdote, iba camino del palacio cuando la
vio, se quedo quieto, se escondió tras los pilares para seguir mirándola,
solo pudo irse al verla regresar a su cuarto.
Lexeatli tenía una posición
importante, prueba de ello, era que el rey le había ofrecido a su
hija en matrimonio, el que se celebraría a fines de ese año. Estaba
muy conforme con su vida, hasta que apareció esa muchacha, aunque
sabía que sólo estaría por tres meses más. Trataba de pensar que,
al no verla más, su confusión terminaría. Pero sus propósitos se
desvanecían al encontrarla por los pasillos del templo, siempre
ayudando en algo a las mujeres o viéndola pasear en los jardines,
pero lo peor, su mayor vergüenza; al espiarla durante el baño que
se daba al amanecer. Cada día, se decía que no iría nunca más, pero
las primeras luces del alba lo obligaban a dejar su lecho y a ocultarse
como un adolescente. Para ver cómo se desnudaba, ver cómo era su
piel, sabiendo lo suave que sería al tocarla, fascinado por el contorno
de sus pechos y la redondez de sus caderas. Luego, verla peinarse,
en lo que demoraba por el largo de ese cabello tan extraño, después
se vestía y quedaba dolorosamente hermosa. Y Lexeatli se iba, más
perturbado que antes.
Una
fiebre mortal se declaró, todos los días morían muchos, y Lexeatli
como sacerdote y médico, debía acudir a diversos lugares atendiendo
a numerosos enfermos. Lo acompañaban las guardianas del templo,
pero permitió que Rixael los ayudase; durante tres semanas recorrieron
la ciudad, hasta que la plaga comenzó a ser controlada. Ella observaba
con admiración el trabajo del sacerdote, notó las sonrisas de coquetería
que le dedicaban las jóvenes, y sin saber el motivo, eso empezó
a molestarla.
Al
cumplirse un mes, la plaga cedió, por fin Lexeatli se retiró a descansar
con tranquilidad; a media noche empezó a delirar, el mal contra
el que había luchado tanto, lo eligió a él también. Rixael oyó voces
en el corredor, al enterarse que estaba enfermo corrió a su habitación,
las mujeres intentaron detenerla, pero no las escuchó. Al llegar
junto a él, lo vio débil y febril, gemía y pedía agua, Rixael sujeto
su cabeza y le dio de beber; en ese minuto, la miró fijamente y
dijo: no me dejes; nunca, Señor, nunca, le respondió. Durante ocho
jornadas se lo peleó a la muerte, al concluir el octavo día, durmió
serenamente.
Cuando
Lexeatli volvió a alimentarse sólo recibía lo que ella le preparaba,
no permitía que se alejase de su lado y si lo hacía, se lo recriminaba
duramente, ahora sabía que la amaba, pero no lograba imaginar cómo
decírselo. Una noche, creyéndolo dormido, Rixael salió del cuarto;
él la siguió, caminó despacio, todavía se sentía frágil; ella lloraba,
Lexeatli la tomo con suavidad por los hombros y la abrazó, no se
apartó de él, la estrechó muy fuerte, llamándola: Rixael...Rixael,
mi amor, ella lo besó en la boca, muy levemente, y huyó.
Al
mejorar Lexeatli, el rey envió por él, se alegraba por su recuperación,
pero se permitía recordarle que la Festividad de las Estrellas era
dentro de una semana y él, debía disponer los arreglos, para que
todo fuese espléndido. Lexeatli regresó al templo muy triste, mandó
llamar a las guardianas y les dijo que todo debía estar listo para
la celebración, ellas sollozaron, luego pidió que trajeran a Rixael,
cuando la tuvo frente a él la apretó contra su pecho en silencio,
finalmente le contó lo ordenado por el rey, después le preguntó
si comprendía el significado de esto, ella negó con la cabeza, pero
suponía que le permitirían retornar con su gente. La miró con los
ojos agrandados por el espanto, siempre creyó que las servidoras
se lo habían dicho.
Partirás,
pero no a tu pueblo, irás al Silencio...serás sacrificada en la
Gran Pirámide de la Luna, y quien debe matarte soy yo. Rixael corrió
y, pese a los ruegos de Lexeatli y las mujeres, se encerró en una
de las salas todo el día, abrió la puerta ya de noche; el sacerdote
se arrodilló a su lado y se abrazó a su cintura, ella acarició su
cabello, las guardianas lo ayudaron a levantarse, hablando todas
al mismo tiempo decían que no era culpa de Lexeatli lo que sucedía,
era una costumbre muy antigua el sacrificio de una mujer para ese
fecha, que ellas también lo lamentaban. Rixael , con un ademán,
les pidió callar y que se fueran.
No
hables, mi Señor, para qué enredarnos en más palabras, no hay más
que hacer, ni decir, huí de la muerte varias veces ya, no tengo
fuerzas para volver a hacerlo.
Lexeatli
, pasó los días que quedaban para el festejo, buscando la forma
de que Rixael escapase, pero siempre chocaban sus alocadas ideas
en algún inconveniente. Mientras, Rixael no daba muestras de temor,
la cercanía de la muerte no la amedrentó, a los ojos de Lexeatli
su belleza aumentaba, se sentía destrozado, conforme pasaban los
días su pesar u desesperación se hacían más evidentes. Le prometía
nunca más amar y que nada tendría sentido sin ella.
La
noche antes a la del sacrificio, Lexeatli continuaba sumido en confusas
ideas de salvación para Rixael. Caminando a su habitación, vio que
la puerta de la joven estaba entornada, quiso empujarla y entrar,
no se atrevió y al llegar casi a su cuarto, se encontró con las
mujeres del templo, lo detuvieron y le solicitaron que las escuchara,
le pidieron que diera un mensaje a Rixael, que en verdad la habían
querido mucho, ellas no se atrevían a enfrentarla, Lexeatli volvió
sobre sus pasos y se quedó parado ante su puerta. Finalmente abrió
con suavidad y se asomó, ella estaba apoyada en la ventana.
Has
venido, fue todo lo que dijo, le tendió una mano y él la cogió con
rapidez, besándola en la palma; los sollozos estremecían al hombre,
Rixael con delicadeza rozó sus labios, Lexeatli suspiró y se abandonó
a la dulzura de su caricia, sin saber cómo, se hallaban recostados
en el lecho de Rixael, el hombre se apoyó en su hombro, ella comprendió
que temía dañarla, pero la naturaleza de la mujer es sabia y sin
dificultad, le hizo olvidar sus escrúpulos. Se movieron con un mismo
ritmo, purificándose, sintiendo que el aroma del otro se les metía
bajo la piel por siempre, tenían la certeza de que jamás se separarían.
Amaneció
el día previsto para el sacrificio, fue llevada a la pirámide y
debió permanecer allí para cumplir con los preparativos, fue bañada,
perfumada y vestida con ropas especiales, desnuda de la cintura
hacia arriba, el larguísimo cabello suelto, adornado con una corona
de flores de la lluvia. Casi al anochecer, la plaza frente al edificio
hervía de gente, las antorchas daban un aspecto muy bello a la ciudad,
uno a uno, fueron llegando los principales de la corte, una vez
que estuvieron todos, Lexeatli partió a buscar a Rixael, ella lo
esperaba, Lexeatli la contempló por un momento y la condujo de la
mano, caminaron en medio de la munchedumbre. Comenzaron a subir
con lentitud los peldaños de piedra, al llegar a la cima, la hizo
tender en el altar, el gentío aullaba, ansioso por la culminación;
en vez de eso, el sacerdote se dedicaba a mirarla.
La
multitud, se impacientaba, Lexeatli cogió el puñal de plata y se
acercó a ella, se veía tan hermosa que contuvo el aliento, acomodó
su pelo y recitó la oración para dedicar la víctima a la Diosa de
las Estrellas, levantó la mano y de forma rápida y certera lo hundió
por completo en su pecho. El público gritaba, enfebrecido, ansiaban
que les arrojasen el corazón. Pero el sacerdote, en lugar de eso,
lo lavaba con sus lágrimas, todos enmudecieron cuando Lexeatli,
a grandes mordidas, devoró el corazón, nadie más que él debía poseerlo.
El rey, encolerizado, envió a los soldados, el sacerdote le debía
una explicación. Todo era silencio, los guardias casi llegaban a
la cumbre de la pirámide.
En
ese momento, Lexeatli se puso de hinojos junto a Rixael, la beso,
caminó unos pasos y exclamó: Voy a reunirme con mi Señora; espérame
un poco...Voy tras de ti.
La
multitud gritaba horrororizada, el más bello y justo de sus sacerdotes
se había arrojado al vacío.
|