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por Andrés Navas Medina
¿Puede un muerto ser feliz? Me pregunté con la
cuchilla de afeitar apoyada en la muñeca. No supe contestar a eso,
así que me dormí.
Mi nuevo barrio era uno de esos residenciales
con chalets, jardines y florecillas fragantes. Un cementerio para
vivos. Hasta las casas parecían ataúdes. Llegué a vivir allí de
la manera más absurda. Con quince años solía salir con una chica
preciosa. Cuando paseaba con ella, todos los demás parecían zombis
sin rumbo. Terminó por irse con otro, y luego con otro y luego con
otro y después desapareció del mapa y nunca más se supo. Yo la recordaba
siempre cuando por alguna razón me tropezaba con su barrio. Incluso
a veces me paseaba por él voluntariamente, buscando con tristeza
masoquista los rincones que frecuentábamos. Aunque no muy a menudo,
uno a veces necesita ciertas dosis de melancolía. El caso es que
nueve o diez años después de verla por última vez, llegó a mi casa
un señor de negro que me dijo que la chica había muerto; que su
única herencia era una casa y que, por alguna extraña razón, me
la dejaba a mí. Me hizo firmar unos papelotes y cosas del banco
que no me interesan en absoluto y salió corriendo tan rápidamente
que no me dio tiempo a preguntar nada. Como siempre tuve algo de
alma perdida, mi situación era permanentemente crítica, es decir,
con un pie en las nubes y el otro al borde de la indigencia. Así
que me trasladé inmediatamente. La casa estaba vacía, no había muebles
ni vasos ni nada parecido. Puertas, ventanas, paredes, suelo y techo.
Pero una buena casa, en comparación con las ratoneras en que me
había movido últimamente. De todos modos, cambiar de casa no es
cambiar de vida, así que la primera noche en mi nuevo hogar la pasé
borracho, tirado en el jardín. Trataba de contar las estrellas,
pero las lágrimas me hacían perder la cuenta.
Creo que lo más irritante de estos barrios residenciales
es lo fácil que resulta acostumbrarse a su forma de vida. Me pasaba
las horas vagando por las calles, rodeado de árboles y setos y niños
en bicicleta y un coche de la madera cada diez minutos. O en el
jardín, aprovechando las últimas pinceladas del atardecer veraniego
entre porros y cerveza. Observaba al vecino de al lado, que era
un viejecito muy pulcro y algo siniestro. Su perro venía a mi jardín
por la noche, en busca de un poco de cerveza. Luego se iba y se
metía por la portezuela del sótano de la casa de su dueño, a escasos
metros de la mía y sin más separación que un seto que por el lado
de ellos estaba impecable pero que por el mío parecía el pelo de
Eduardo Manostijeras.
A los quince días de llegar, empecé a dar paseos
con el coche, buscando bares en los que emborracharme hasta la extenuación.
No tenía mucho dinero, pero los derechos de mis novelas me daban
lo justo para no morirme de hambre ni de sed. A veces no podía dormir
y con mi viejo coche buscaba lugares solitarios en los que oía música
y bebía hasta el alba. Si una de esas noches me hubiera matado bebiendo,
nadie me hubiera echado en falta. En cierto modo, eso es estar muerto.
Una noche volvía en coche a casa muy borracho
y el perro del vecino vino a recibirme y tal vez a tomarse una cerveza
conmigo. No le vi y le pasé por encima. Sonó como cuando muerdes
el cartílago de una pata de pollo. Y como no soy de esos que van
por ahí escondiendo los perros que atropellan decidí que era la
noche perfecta para presentarme al viejo. Creo que ya he dicho que
estaba borracho. Agarré el cadáver por el rabo y llamé al timbre.
Debían de ser las dos o las tres de la madrugada. No acudió nadie.
Cuando estaba a punto de dejar el perro en el felpudo y largarme
a terminar la noche, el anciano abrió la puerta. Se detuvo sorprendido
y me miró con una interrogación en sus ojos.
-No sé cómo ha podido ocurrir- Dije con voz definitivamente
etílica.
-Ya. A ver, traiga...- Le di el cadáver, contento
por fin de deshacerme de él. La perspectiva de enterrar al animal
en mi jardín, bebiendo sin parar para coger fuerzas y verle desaparecer
bajo cada palada era bastante más de lo que hubiera podido soportar
mi cordura. De tan salvajemente triste, la idea era morbosamente
tentadora. Tocar fondo es una manía que tenemos los que buscamos
castigo por delitos que no recordamos o de los que nunca nos arrepentimos.
-Creo que no está muerto del todo...Veré si puedo
hacer algo...sí, sí...- Dijo, y desapareció por una puerta que cerró
tras de sí. Me volví a quedar allí solo sintiéndome estúpido. Al
final cerré la puerta y me fui a casa. Entré y sólo me detuve para
coger cerveza fría. Salí al jardín. Miré a las estrellas, pero el
alumbrado público y las luces de otros jardines tapaban demasiado
el cielo. Ese es uno de los peores negocios de la civilización.
Ahora pisamos menos cacas de perro por la noche, y podemos ver Tómbola
antes de dormir, pero a cambio entregamos las estrellas. A todas
luces, un precio demasiado alto. Pero pensando en esto, hubo un
apagón en todo el barrio, y entonces me di cuenta del tiempo que
hacía que no se hacía la noche completa, la que te deja de cara
a las estrellas con mucha cerveza, más melancolía y todo el tiempo
del mundo para llorar las cosas buenas que se fueron y que no volverán
hasta que estemos muertos.
Recuerdo que desperté tumbado en una hamaca mientras
los primeros rayos del sol rozaban los tejados. Olía bien. Curiosamente,
en las peores épocas suelen surgir pequeños momentos perfectos.
Alivié la jaqueca con un puñado de aspirinas
ayudadas con la última cerveza fría y salí a por más. Era ya entrada
la tarde. La luz cercana al crepúsculo me pone siempre de buen humor.
Conduje hasta el super y me aprovisioné. No volví directamente a
casa sino que me di una vuelta por el campo. Dejé el coche en un
camino polvoriento y llené la mochila con cervezas. Me hice un gran
porro y me largué. Me hicieron falta unas pocas caladas y un poco
de cerveza para que el dolor de cabeza desapareciera completamente
y volviera el pedo de la noche anterior, como cuando retomas una
lectura a la noche siguiente. Eso era lo que decía ella siempre,
que un buen trozo es un libro que no se termina nunca. Siempre es
bueno continuar las cosas buenas que uno deja inacabadas, y más
cuando no son cosas que se puedan acabar. Anduve por entre unos
cipreses, me tumbé entre ellos para verlos apuntar al cielo y se
me hizo de noche allí. El cielo estaba todo lleno de estrellas que
daban vueltas todas juntas sobre mi cabeza. Pensaba en ella. Siempre
miraba al suelo, ese era su terreno, lo que podía tocar con los
dedos. Las estrellas le pillaban muy lejos, así que no le interesaban.
Desde que me dejó, no podía mirar el cielo nocturno sin pensar en
ella. La recordaba, la veía incluso, pero no podía tocarla. A veces
me preguntaba si había existido en realidad o si sólo era producto
de una imaginación disparada, tal vez producto de una vida carente
de otras emociones que las que uno mismo puede fabricarse. Un buen
recuerdo es siempre un buen recuerdo, aunque haga daño y no haya
existido nunca. Aquella noche pensé lo que ningún hombre debe pensar
jamás. “Daría lo que fuera por volver a estar contigo”. Ya muy borracho
me levanté, abrí otra cerveza y seguí paseando a ciegas para ver
si me daba el aire. Veía luces muy lejanas, casas, coches, una carretera,
pero no me molestaban. La noche me protegía del mundo, la noche
te protege del mundo y te arropa en su seno, te hace invisible para
los demás cuando lo necesitas. No hace falta esconderse de noche.
No hay paredes cuando es de noche, y todo es mejor cuando es de
noche. Los besos son mejores cuando es de noche, y los mejores momentos,
los más íntimos momentos que hacen que todo cobre sentido se dan
cuando es de noche y me viene a la mente el olor de su cuello mojado
por el sudor y mi saliva etílica. Primero sentí el golpe y después
me di cuenta de que había caído en algún agujero. Me acomodé en
mi lecho de tierra. Era una zanja de dos metros de profundidad.
Sólo veía una franja de cielo estrellado. Olía a tierra húmeda y
se oían pequeños movimientos de bichitos aquí y allá. El silencio
era absoluto y la oscuridad total. A veces la vida te da pequeños
regalos. Me hice un porro a ciegas, y me salió bien. Para celebrarlo,
abrí otra lata de cerveza. Con la caída debió de agitarse demasiado
y la espuma me empapó el cuerpo. Y allí estaba yo, disfrutando de
la vida y de mis amargos pensamientos a dos metros de profundidad,
bañado en cerveza por dentro y por fuera y escupiendo el alma con
cada bocanada de humo que soltaba, cubierto de barro pegajoso, pensando
que si alguna vez moría querría ser enterrado en aquella zanja,
y que si alguna vez lograba ser feliz volvería allí y me fumaría
un gran porro mirando al cielo. A veces, la vida es extraña. En
algún momento, me quedé dormido.
Me desperté entrada la mañana, con un gusano
rascándome el cuello. Había más bichos. Me los sacudí todos y empecé
a trepar para salir de la zanja. Primero saqué una mano polvorienta
lentamente, luego la otra, y por fin asomé la cabeza con el pelo
todo sucio y revuelto. Oí un grito desgarrador y vi una familia
corriendo aterrorizada hacia su coche. Se largaron derrapando y
dejaron tras de sí una densa nube de polvo, una mesa llena de cosas
ricas, una sombrilla y un radiocassette que sintonizaba radiolé.
Me estuve riendo un rato mientras desayunaba una cervecita fría
de la nevera portátil que aquellos gilipollas se habían dejado.
Solucioné lo de radiolé de una patada. La resaca era sólo suave,
y se hizo casi agradable con aquella primera cerveza. Con la segunda
volvió la borrachera, y con la tercera me dormí otro rato a la sombra.
Hacía tanto calor que los cipreses crepitaban, como si fueran a
arder en cualquier momento. Desperté y comí un poco de paella fría.
Bebí más y cayendo la tarde decidí que era momento de volver, no
sé por qué. Supongo que tuvo algo que ver que ya no quedaba nada
para beber aparte de fantas y cocacolas. Tardé un poco en encontrar
el coche y casi se había escondido el sol cuando llegué a mi casa.
Antes, claro está, pasé a por más cerveza fría. Tenía puesto a Tom
Waits a un volumen aceptable, y por su forma de cantar parecía casi
tan borracho como yo. Por eso me sorprendió aquel ruido fuera del
coche. Frené en seco, seguro de que todo era producto de mi imaginación
alterada por el alcohol. Bajé el volumen y salí del coche. Miré
aquí y allá y no había nada. Aparqué correctamente y me senté delante
de la puerta de mi casa. Hurgué en mi mochila y saqué una cerveza.
La abrí. Entonces el perro salió de detrás de un seto y saltó sobre
mí, lamiendo la cerveza reseca de mi cara y tratando de meter la
lengua en la lata que acababa de abrir. Fue la primera inyección
de alegría en estado puro que recordaba en mucho, mucho tiempo.
“No puede ser, amigo. Yo te maté, no puedes venir más a beber conmigo”,
pensé. No podía ser, pero estaba siendo. Y si alguien me había hecho
verdadera compañía, de esa que no molesta en los momentos duros,
ese era él, así que antes de asustarme ni preguntarme qué coño pasaba,
me metí en casa y saqué un cuenco para mi amigo. Estuvimos allí
bebiendo un rato como si nunca le hubiera atropellado. Tras la segunda
cerveza compartida, empezó a hacer cosas raras. Se apoyaba en mi
pierna, entonces yo quitaba la pierna y él se caía al suelo y ahí
se quedaba, sin intención de levantarse. Mirándome con esos ojos
tristes y cariñosos que tienen los perros borrachos. De vez en cuando
miraba cosas que no estaban ahí. Al rato le dio el pedo melancólico
y se puso a aullar a la luna. Le dejé hacer un buen rato, porque
no soy la persona más indicada para decirle a nadie que no llore,
pero después de un rato me dio demasiada pena y le abracé, acariciándole
todo el cuerpo. Le gustaba. Me gustan los perros a los que les gusto.
Cuando le acaricié la tripa encontré una enorme cicatriz en el lugar
por el que había reventado hacía un par de noches. Me pareció que
había pasado una eternidad desde entonces, pero la cicatriz era
muy reciente. Parecía molestarle un poco, pero no le dolía de verdad.
Y fue en ese momento cuando cobré conciencia, abriéndome paso por
entre las cervezas que llevaba encima, de que mi amigo había estado
muerto antes de pasarse a verme. No sé, no es algo que ocurra todos
los días, y menos en estos barrios aburridos en los que nunca pasa
nada. Tal vez al caer a la zanja me partí el cuello, y por eso podía
tomarme unas cervezas con aquel perro muerto. Como no tengo tanta
suerte, supe que algo anormal estaba pasando, y si bien me ha tocado
convivir con vecinos bastante más molestos (este al fin y al cabo
solamente parecía devolver la vida a los muertos, lo cual está bastante
bien) decidí averiguar más. Me había convertido en un cotilla de
barrio bien, cosa que no me gustaba un pelo, pero al menos estaba
borracho y cubierto de barro y cerveza. Aún no estaba todo perdido.
Atravesé el seto por el hueco que utilizaba el
perro para pasar a mi jardín. Luego abrí la puerta del sótano, muy
socorrida para estos casos de espionaje vecinal, si nos guiamos
por lo que nos enseñan las películas, si bien era otro dato a considerar
el hecho de que en esas mismas películas, una visita furtiva al
sótano nos lleva matemáticamente al hallazgo de un cadáver. Pero
tenía curiosidad y alcohol en la sangre, así que entré. Como estaba
oscuro encendí esa linterna que todos guardamos en el maletero y
que nunca sirve para nada. Aquello estaba lleno de aparatos raros,
conmutadores y generadores, electrodos y ordenadores. No faltaban
cápsulas criogénicas. Algunas cosas tenían diseño futurista, otras
parecían del siglo pasado, y las telarañas del techo hacían del
lugar un decorado tan conseguido que casi tuve el impulso de buscar
las cámaras, los focos y los técnicos fumándose un porro. Cuál no
fue mi sorpresa al encontrar una cámara mirándome directamente a
los ojos. Era una de esas domésticas y estaba montada en un trípode.
Donde hay una cámara tiene que haber cintas, así que me concentré
en las estanterías, que cubrían por completo las paredes. El lugar
era grande, creo que cubría bajo tierra toda la planta de la casa,
pero al estar hasta arriba de aparatos incomprensibles la sensación
era de ahogo. Supongo que el hecho de que una linterna más que iluminar,
enseña, no ayudaba demasiado a que me hiciera una composición de
lugar, pero me daba miedo encender la luz. Dios, cómo necesitaba
una cerveza. Las estanterías de las paredes eran un muestrario de
horrores variados, unos fetos aquí, unos brazos allá, todos perfectamente
etiquetados por fechas y otros datos que no entendí. Instrumentos
de cirugía, neveras con indicadores térmicos que preferí no abrir
por si los cambios de temperatura hacían saltar algún tipo de alarma,
revistas guarras y comida para perros. Y por fin, una estantería
llena de cintas etiquetadas por fechas y otros códigos. Observé
un rato las etiquetas a ver si encontraba una pauta que me permitiera
sustraer las cintas más jugosas, pero unos pasos próximos me alertaron
y acabé por escoger solamente la que estaba marcada con la fecha
del día anterior. Salí por donde había entrado y dos minutos después
ya estaba en casa. Me tomé una cerveza bien fría y luego otra, y
después me duché concienzudamente. Ojalá fuera tan fácil sacudirse
la mierda que se queda pegada al alma como la que hay detrás de
las orejas. Sin embargo, la pequeña aventura me había distraído
por un momento, y cuando me quedé a solas con mis cervezas (los
porros los había perdido en algún punto de la narración) ya no estaba
tan triste. Es curioso lo culpable que se puede llegar a sentir
uno cuando tiene razones para lamentarse y no lo hace. Cuando la
vida de uno es el vacío total, hasta los sentimientos más dañinos
son recibidos como un tesoro, como la última oportunidad de sentir
algo. En esos momentos, sentir una sobredosis de amargura es huir
de la muerte, o tal vez zambullirte en ella, sin tener idea de cuál
de las dos opciones es la mejor, y sin saber tampoco si lo que uno
busca es escoger la mejor opción o la peor. Al final va a ser cierto
que el mundo está lleno de almas perdidas. Sólo hay que buscar bien,
o sea, por encima del suelo, porque los que están enterrados han
encontrado ya su lugar.
Venciendo mi culpa y mi adicción a los estados
más bajos del ánimo, agarré mi cinta y una cerveza y salí en coche
a la gran fosa común que es Madrid, todo nichos altos en los que
los muertos se amontonan encajonados entre ruidos de ultratumba
y gases de descomposición. Fui a casa de un amigo que tenía vídeo.
Llamé al portero automático y no contestó nadie. Insistí un rato
y me di por vencido cuando vi en la acera de enfrente un cartel
de Mahou bajo el cual había un bar. Entré y decidí esperarle tomando
todas las cervezas que hicieran falta, y que al final resultaron
ser muchas. La primera de ellas era necesaria porque el calor que
hacía era insoportable, y la tomé observando el lugar y a su dueño.
Era el típico bar que alguien pone para no tener que proyectar nada
más en su vida, un bar de barrio que siempre se mantendrá pero que
te atará siempre a esa existencia doméstica y vecinal, el partido,
la porra, el desayuno para el currante y el coñac gratis para el
madero, el ludópata que se bebe lo que no pierde en la máquina y
todo lo demás. El dueño era simpático. Después del tercer o cuarto
tercio, cayendo ya la tarde, mi amigo apareció. Salí a la puerta
y le llamé. Me miró y al principio no me reconoció. Sólo entonces
caí en la cuenta de que me había dejado barba. Luego miró mejor
y sonrió acercándose a mí. Me dio un abrazo y dijo:
-Coño, creí que estabas muerto.
Nos tomamos un par más en el bar mientras nos
contábamos cosas. Aunque hacía un mes más o menos que me había mudado,
llevaba bastante más tiempo sin verle debido al encierro al que,
sin proponérmelo demasiado, me había sometido. Y lo cierto es que
me sentí vivo a la manera convencional, o sea, presente en el mundo,
ocupando un espacio específicamente mío y de nadie más. Tal vez
por eso me notaba un poco fuera de lugar. En aquel rato tuve que
volver a aprender a sonreír.
Luego subimos a su casa y nos fumamos todos los
canutos del mundo con más cerveza. Terminamos a las tantas de la
madrugada, absolutamente inútiles incluso para hacernos otro porro.
Cuando se acabó la cerveza seguimos con whisky y cuando llegamos
hasta el fondo de la botella me dijo que me quedara a dormir. Entonces
caí en la cuenta de que estaba allí para ver una cinta de video
que me había dejado olvidada en el coche. Absolutamente incapaz
de bajar escaleras o manejar el panel de un ascensor, acepté la
invitación de mi amigo y me quedé a dormir en el sofá. Él se fue
a su habitación después de decirme que se alegraba de verme de nuevo,
y me sentí feliz por ello. Había sido un buen día, el día de los
vivos.
No lograba dormirme y estaba empapando de sudor
el sofá, así que me escapé en cuanto pude mantenerme de pie. Salí
todo lo silenciosamente que pude, o sea, que me llevé por delante
cuantos muebles pudieron encontrar mis rodillas, caderas u hombros.
Estoy seguro de que desperté a mi amigo, pero aún así me largué
sin despedirme. Cogí el coche y logré conducir. Al llegar a la primera
gasolinera compré más cerveza fría para poder seguir conduciendo.
Y entonces me topé con su barrio. Otra vez. Hacía tiempo. Aparqué
el coche sobre la acera, bajé y me di un paseo. Todo el dolor del
mundo se volvió a amontonar sobre mí como una montaña de estiércol.
Aquel barrio era ella. Cada edificio, cada bar y cada parque eran
una historia que recordar y la misma chica que olvidar, y cuando
un rompecabezas está a medio hacer, pues está a medio hacer pero
cuando sólo le falta una pieza, todo lo demás pierde el sentido
y es mejor destrozarlo todo, así que me puse a beber como no lo
hacía en años. Vomité todas las vísceras y las sustituí por más
cerveza, que funciona mejor y no huele tan mal, y recorrí dando
tumbos cada rincón que pude recordar. Me caí varias veces, pero
siempre he tenido la manía de levantarme después de morir. No bebía
para borrar los recuerdos, sino para que me dolieran más, porque
la cerveza hace que de puertas afuera todo esté fuera de foco, pero
a cambio lo de dentro sustituye a la realidad y se vuelve más fuerte
y más capaz de arrancarte la piel a tiras, de masticarte y escupirte
hecho un amasijo de sentimientos desordenados, y cuando no hay escapatoria
y estás al borde del delirio ya no puedes elegir otro camino que
esa espiral de podredumbre y ya te puedes dejar llevar. Cuando el
dolor es el único camino, no es un sentimiento peor que cualquier
otro.
Aquella noche duró toda la vida, y cuando amaneció
la sensación era la de que la vida se acababa. Me topé con mi coche,
o literalmente caí sobre él. Me metí dentro y conduje relajado,
con el recuerdo de ella a flor de piel pero sin dolor. Aquella noche
había matado el dolor a fuerza de usarlo, como una droga que ya
no te hace efecto, de tanto usarla. O te mata o la matas. Y aquella
noche vencí al dolor. Estaba preparado para lo que viniera después.
Me relajé y las lágrimas brotaron sin control mientras el sol nacía
y me deslumbraba. Todo iba bien. Es hermoso el recuerdo de sus ojos.
Es hermoso sentir otra vez sus manos sobre mi cuerpo. Es hermoso
soltar el volante y descubrir que no hay miedo. Es hermoso atravesar
el cristal que separa la vida de la muerte sin sentir dolor. Es
hermoso ver cristal hecho añicos volar hacia el sol, y también lo
es volar tras ellos y dejar atrás cualquier cosa que puedas tocar.
Toda una experiencia, morir feliz.
FIN
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