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por Andrés Navas Medina
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EPÍLOGO
Estaba oscuro. No se oía nada. No hacía frío
ni calor. Tardé años en hilar un pensamiento. Hasta entonces, todo
fue estar ahí, sin más.
Una voz con acento alemán habló por un altavoz.
Me llamó por mi nombre y me preguntó:
-¿Cómo te sientes?
-No me siento.
-¿Has intentado moverte?
-No. Se está bien aquí.
-Inténtalo ahora.
Traté de tocarme los dedos. Puede que sí lo lograra,
pero no había sensaciones táctiles. Un leve hormigueo, tal vez.
El interrogatorio duró un rato más. Por fin, la voz adquirió un
tono más grave y casi diría yo melodramático, y me habló en éstos
términos:
-Te lo diré llanamente, muchacho. Hace unos días
te mataste en un accidente de coche.
-No fue un accidente.
-Lo sospechaba. Precisamente por eso tengo que
decirte esto. Desde que salí de la facultad de medicina me he dedicado
al estudio de cómo combatir la muerte. Y después de sesenta años,
lo he conseguido. He logrado restaurar la vida más allá de la muerte
cerebral. No te voy a aburrir con detalles que probablemente no
entenderías. Sólo quiero que sepas que eres mi tercer éxito. Me
gustaría poder tenerte en observación durante el resto de tu existencia.
No te voy a engañar. No sé cuánto durarás. Es posible, aunque poco
probable, que vuelvas a morir dentro de diez minutos o diez horas.
Podrías estar bien veinte años y luego, un día, desplomarte sobre
un plato de sopa. O tal vez, y sólo digo tal vez, vivir todo lo
que quieras. No te sometería a una vigilancia contínua. Los primeros
meses serían más concienzudos, pero después sólo tendría que hacerte
un reconocimiento de vez en cuando. Pero para continuar con todo
esto necesito tu aprobación. Si la respuesta es no, volverás a estar
muerto en diez segundos. Si contestas que sí, serás la primera persona
de la historia que elija nacer. No digo que sea agradable, pero
indudablemente es un privilegio que al que nadie ha optado jamás.
Tú dirás.
Traté de recordar cómo es estar muerto y no lo
logré. Estar muerto es la nada. Supongo que pensé que siempre hay
tiempo para volver a la tumba, pero no todos los días puede uno
resucitar.
-¿Puedo contestar?
-Piénsalo bien.
-Sáqueme de aquí.
El dueño de la voz debió de conectar mi cuerpo,
porque todas las sensaciones llegaron de golpe y sin previo aviso.
Nacer es bastante más doloroso que morir. El destello más leve duele
en los ojos, cada movimiento te clava mil agujas en los huesos.
Se abrió el útero mecánico que me contenía. Grité de dolor y creí
que el oxígeno iba a reventarme los pulmones. Mi vecino me observaba.
Una cámara grababa mi nacimiento y las lágrimas me escocían en los
ojos. Mi cuerpo actuó por su cuenta, y en su desnudez adoptó la
posición de un feto protegiéndose del mundo. Hacía tanto frío...
Fueron días extraños, los primeros después de
nacer. Ser un zombi es básicamente como ser cualquier persona, supongo,
pero la gran diferencia es que ya no hay tanta prisa. Las cosas
del mundo no son tan importantes. Puedes caerte muerto ahora mismo,
o tal vez durar para siempre. Si ya has puesto fin a tu vida una
vez, es una situación muy cómoda porque todo lo que venga vendrá
gratis, y si ya estás muerto no puedes morir, así que si los cálculos
del viejo fallan y te mueres de repente, pues adiós muy buenas.
Una vez comprobado que no hay nada después de la muerte, no hay
miedo. Es como dormir, pero sin malos sueños, y nadie te vendrá
a despertar. Bueno, a mí sí me vinieron a despertar, pero después
de desperezarme descubrí que en algún punto de la carretera había
descargado de mis hombros el peso del mundo.
Después de unos días de reconocimientos, pruebas
y tests, el doctor Jochmann, que así se llamaba mi vecino, se convenció
de que había creado un zombi bastante sano. Mi aspecto dejaba algo
que desear. Desnutrido y gris como la piel de un tambor, una fea
cicatriz en el esternón y otra que era como una corona de espinas
rodeando mi cabeza rapada. Jochmann me sugirió que me pusiera una
gorra o algo parecido para taparla, pero no lo hice y cuando llegó
el momento de salir a la calle, la gente me miraba con respetuoso
desagrado. A pesar de las indicaciones del doctor, lo primero que
hice nada más salir de su sótano fue ir a por cervezas. Con vecinos
así, el poco respeto que uno le pueda tener a matarse bebiendo desaparece
rápidamente. Estuve todo el día vagando de aquí para allá sin rumbo
fijo. Miraba el mundo con otros ojos, como si fuera la primera vez
que lo viera. Estaba estrenando mi vida, y al final resulta que
es verdad que cuando uno toca fondo, todo lo que venga después es
para mejor. No, no tenía una sonrisa gilipollas en la cara. Es más
paciencia, más tolerancia con la estupidez de los vivos. Es ver
la belleza escondida en los lugares más insospechados, los ojos
más bonitos los puede tener una perra callejera. La peor maruja
te puede contar una gran historia de posguerra. Uno tiene que reinventar
el mundo, y cuando estás muerto te puedes permitir ciertas licencias.
Como al escribir una historia, apartas lo que no te funciona, te
sacudes el polvo de las manos y adiós muy buenas.
Llegué a casa bastante tarde. El doctor Jochmann
vigilaba desde su ventana como una madre intranquila. Le dije adiós
con la mano y me metí en casa. Deliberadamente dejé la luz apagada.
Me senté en un rincón de la habitación más espaciosa y bebí sosegadamente,
sin la rabia de cuando estaba vivo. Pensaba en ella, en sus ojos,
ella y su sonrisa, ella y su llanto atroz, ella y sus jadeos, su
saliva y su sudor, ella y sus ojos de perra callejera. Pensé en
ella y por primera vez la vi como un recuerdo, un recuerdo bonito.
Estaba muerta. Matándome yo, la había matado a ella, convirtiendo
su recuerdo en el único equipaje digno de ser traído de la tumba.
Sólo por ese recuerdo, estaba justificado rescatarme de la muerte.
Hay que preservar las cosas buenas. Miré a mi alrededor. La luna
entraba a raudales por las ventanas y reflejaba su luz azul por
toda la estancia. Con media sonrisa pensé que por fin me había acostumbrado
a la oscuridad.
-No te ocultes más, hace rato que te veo.- Había
alguien escondido en las sombras. No dijo nada. Me quedé un rato
esperando.
-¿Quién eres?- Pregunté. Nada. Después de un rato,
por fin habló.
-¿Es que no me reconoces?
Se levantó y se sentó junto a mí. No pude reaccionar.
Encendí dos cigarros y le di uno. Después de doscientos años, puso
la mano sobre mi hombro. No podía mirarla, me daba miedo que se
vaporizara en el aire. Me quedé quieto. No quería que cambiara nada.
No quería que se hiciera de día nunca más. El sol es sólo una estrella
que está demasiado cerca.
-¿Damos un paseo?- Dijo, y caminamos por el campo.
El perro se vino con nosotros, correteando como un loco. La miré
de reojo. Era la primera vez que la veía fuera de su barrio. Nos
dimos la mano. La suya estaba fría.
-Te has cortado el pelo.- le dije.
-Diseños Jochmann. Tú también vas a su peluquería.
-Sí. La verdad es que te deja nuevo.
Era uno de esos momentos en los que piensas que
todo está ahí para ti. El campo y la noche y el sendero y los cipreses
se crearon porque un día ella y yo volveríamos de la tumba para
estar juntos otra vez. Tuve que preguntarlo.
-¿Cómo pasó?
-Una mala noche una foto tuya cayó en mis manos
y me corté las venas.
Me detuve, le di la vuelta suave pero firmemente
y la besé. Ni en dos mil años podría olvidar el sabor de su lengua.
Entonces caímos en aquella zanja y seguimos besándonos entre risas
y tierra húmeda. El perro nos miraba desde arriba pero luego vio
algo y salió corriendo. Nos quedamos allí abrazados, mirando las
estrellas. Mi mano tocó algo familiar.
-¿Qué es eso?
-El hachís. Lo perdí aquí cuando estaba vivo.
Nos fumamos un porro. Cuando estaba acabándose,
sentí su mano bajar desde mi pecho. Desabroché su camisa mientras
el perro aullaba a la luna.
-¿Qué haces?
-Quiero ver tus cicatrices.
Y sí, finalmente un muerto puede ser feliz.
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