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             LAS RAÍCES DE LA 
              FANTASÍA ÉPICA II, 
              por Iván Fernández Balbuena (cebra) 
             
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                Muy 
              distinto es el caso español. Aquí también aparecen la vida y heroicidades 
              del guerrero de turno, o la narración de un suceso concreto y famoso 
              por lo heroico o por lo horrible. No obstante, a diferencia de todo 
              lo que hemos comentado hasta ahora, en los cantares de gesta españoles 
              lo fantástico brilla por su ausencia. Son obras realistas donde 
              no aparecen ni magos, ni enanos, ni dragones, ni nada por el estilo. 
              El más famoso de todos es, lógicamente, el “Cantar del Mío Cid”, 
              que, como bien sabemos, narra la vida de uno de los protagonistas 
              de la Reconquista: Rodrigo Díaz de Vivar. Considerado como el padre 
              de nuestra literatura en lengua castellana, inaugura también una 
              tendencia que aun sigue en nuestro país: el apego a lo real y el 
              desprecio por lo fantástico. 
               El ciclo arturico 
              es, probablemente, el más importante y complejo de todos. Las historias 
              de Arturo, Ginebra, Lancelot, la Tabla Redonda y Merlín siguen fascinando 
              al público como lo hicieron hace mil años. Su génesis es compleja, 
              en parte tradición histórica (Arturo pudo ser un legendario guerrero 
              britano-romano que luchase contra los anglosajones en el siglo V), 
              y en parte mitología céltica y cristiana, sin olvidar el indispensable 
              aporte del ideal caballeresco de los cantares de gesta. 
               
             
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                Sus historias se suelen 
              agrupar en dos grandes ciclos. El primero narra la vida de Arturo, 
              la creación de la Tabla Redonda, su amistad con Lancelot, su amor 
              por Ginebra, la traición de estos y su fracaso y muerte final. El 
              segundo cuenta la historia de Percival (el Parsifal wagneriano), 
              el rey pescador, y la búsqueda del Santo Grial, el único remedio 
              posible para un mundo enfermo. Por supuesto, entre ambos se sitúan 
              decenas de historias independientes protagonizadas por los caballeros 
              de la Tabla Redonda (quizás la mas famosa sea la de los desgraciados 
              amores de Tristán e Iseo, provocados por un filtro mágico). 
               Aunque sobre “la materia 
              de Bretaña” escribieron decenas de autores durante varios siglos, 
              dos nombres han llegado impolutos hasta nuestros días: Chretien 
              de Troyes en el siglo XII con su “Cuento del Grial” y Thomas Malory 
              en el siglo XV con “La muerte de Arturo”. 
               Por último tenemos la 
              novela de caballería, el ultimo y más bastardo de los hijos 
              de la épica medieval (escritas casi todas a partir del siglo XIV) 
              que si se caracterizan por algo es por la exageración. No solo por 
              el tamaño (sagas interminables con miles de páginas y decenas de 
              volúmenes), sino también por la imaginación desbordada y, muy a 
              menudo, absurda. Príncipes que desconocen su origen, magos tenebrosos, 
              castillos encantados, viajes iniciáticos de miles de páginas, el 
              ideal caballeresco llevado hasta sus últimas consecuencias, enrevesados 
              problemas familiares, amores más grandes que la propia vida. En 
              fin, el folletín y el culebrón más desaforado de todos los tiempos. 
               No es extraño que Cervantes 
              ridiculizase y condenase la mayoría de estas creaciones en su “Quijote”. 
              Pero ningún género es baldío y el propio Cervantes salvó a un par 
              de libros que incluso hoy en día se reconocen como de gran calidad. 
              El “Amadís de Gaula”, quizás obra del gallego Juan de Lobería, y 
              el “Tiranc lo Blanc” del valenciano Martorell. 
                El siglo XIX 
               ¿Qué paso a partir del 
              siglo XV? El desastre más absoluto. A partir de este momento Europa 
              cambió lenta pero traumáticamente. Una de las bases de todas las 
              obras hasta ahora citadas era su “realismo”, el elemento fantástico 
              como tal no existía, la magia, los monstruos y demás eran tan cotidianos 
              como la cosecha de primavera y la nieve en invierno. Pero ahora 
              estaba surgiendo una nueva cosmovisión basada en la razón, la ciencia 
              y la lógica. Una ideología que colocaba a todas esas creaciones 
              en el reino de la fantasía, de lo irrealizable, de lo imposible. 
               Por supuesto, esto no ocurrió 
              de la noche a la mañana y durante el Renacimiento aún se escribieron 
              notables y complejas obras épicas como “Orlando enamorado” de Ludovico 
              Ariosto, “La reina de las hadas” de Edmund Spenser o “La Jerusalem 
              libertada” de Torcuato Tasso. Pero, poco a poco, el manantial de 
              la fantasía épica se fue secando y el realismo más árido empezó 
              a imperar a partir de siglo XVIII. 
                Sin 
              embargo, lo fantástico esperaba agazapado una nueva oportunidad. 
              Su primer resurgir vino de la mano del Romanticismo, con la creación 
              de la novela gótica, de la que nacerían los actuales géneros del 
              Terror y la Ciencia Ficción. Y la Fantasía Épica vio su renacer 
              un poco más tarde, con la aparición de William Morris (1834-96). 
               Morris fue todo un personaje. 
              Socialista utópico, artesano ejemplar, creador de uno de los grandes 
              movimientos artísticos del XIX (la escuela de Arts and Crafts) y 
              un enamorado de la Edad Media, tenía como gran afán la vuelta de 
              aquellos maravillosos años, tan distintos de la suciedad y corrupción 
              de la Inglaterra de la Revolución Industrial. Al ser esto un poco 
              difícil de conseguir de una manera literal, Morris decidió escribir 
              una serie de novelas donde las viejas historias épicas volviesen 
              a cobrar vida. Así aparecieron libros como “El bosque del fin del 
              mundo” y “Las aguas de las islas encantadas”. 
               Tras Morris otros muchos 
              siguieron la estela. El más original y extraño fue un heterodoxo 
              clérigo británico George McDonald, creador de complejas historias 
              alegóricas llenas de simbolismos de difícil comprensión. Las más 
              conocidas son “Fantasías” y “Lilith”, pero su obra mas asequible 
              son los muchos cuentos para niños que escribió, entre el que destaca 
              “La princesa y los trasgos”. 
                El 
              autor más influyente de todos fue el aristócrata Lord Dunsany, autor 
              de un gran número de cuentos y un puñado de novelas llenas de magia, 
              fantasía, pesimismo y un cierto aire onírico. Lovecraft sería uno 
              de sus mas firmes admiradores. 
               Entrando ya en el siglo 
              XX los autores y obras se suceden. E. R. Eddison crea la mayor obra 
              pretolkiniana, “La serpiente Urobos”. James Branch Cabell escribe 
              un largo y complejo conjunto de libros, pleno de juegos metaliterarios, 
              donde se revisa de forma original, humorística y filosófica toda 
              la tradición fantástica. Algunos de los amigos de Lovercraft, como 
              Clark Ashton Smith y Robert Howard, empiezan a elaborar relatos 
              ambientados en universos ficticios donde la magia más terrible convive 
              con el héroe guerrero. La revista norteamericana “Weird Tales” se 
              convertirá en su nuevo hogar. 
                 La marea es tal que, en 
              los años 30, el prestigioso editor de ciencia ficción John W. Campbell 
              crea una nueva revista para aprovechar esta popularidad creciente. 
              La revista se llamara “Unknown” y se caracterizará por fantasías 
              amables y desenfadadas, muy alejadas de los delirios macabros de 
              “Weird Tales”. Probablemente, los mejores autores de este subgénero 
              fueron L. Sprague de Camp y Fletcher Pratt. Juntos y por separado 
              crearon deliciosas obras de artesanía como las aventuras de Harold 
              Shea (“El hechizo incompleto y “El hechizo completo”), “The well 
              of the unicorn” o “La estrella azul”. 
               Aunque “Unknown” desapareció 
              durante la Segunda Guerra Mundial, Howard se suicidase en 1936 y 
              Smith abandonase la literatura por esas misma fechas, el río de 
              la fantasía amenazaba con desbordarse. Cierto oscuro profesor de 
              literatura de Oxford, atento lector de la mayoría de los libros 
              que he mencionado, estaba a punto de publicar una larga obra que 
              llevaba años escribiendo, el libro se llamaba “El señor de los anillos”, 
              corría el año 1954… 
                La Fantasía Epica de 
              hoy y de ayer 
               ¿Como ha influido todo 
              esto corpus literario en los actuales autores de fantasía épica? 
              Otros más habiles que yo ya han debatido este tema en lo referente 
              a Tolkien: Lin Carter en “El origen de El señor de los anillos”, 
              Humphrey Carpenter en “Tolkien, una biografia”, y T. A. Shippey 
              en “El camino a la Tierra Media”. 
               De otros autores, en cambio, 
              se ha escrito menos pero merece la pena jugar al juego de ¿quien 
              copia de qué?. La forma más habitual de influencia es la recreación 
              pura y dura, la reescritura de estos antiguos mitos. Por ejemplo, 
              Robert Silverberg nos volvió a contar la historia de Gilgamesh en 
              “Gilgamesh rey”. Robert Graves hizo lo mismo con Jason y los argonautas 
              en “El vellocino de oro” y usó la “Odisea” como punto de  partida 
              de su magnifica “Hija de Homero”. Laura Riding volvió a Troya en 
              “Final troyano” y Marion Zimmer Bradley hizo lo mismo en “La antorcha”. 
              Otro caso lo tenemos con Latro, el amnésico protagonista de la saga 
              de Gene Wolfe iniciada en “Soldado de la niebla”, veterano de las 
              Guerras Médicas y testigo de muchas de las grandes batallas de la 
              época.  
               Gardner nos contó la historia 
              de Beowulf desde el punto de vista del monstruo en “Grendel”, y 
              Michael Crichton crea una auténtica saga escandinava partiendo también 
              de Beowulf en “Entre caníbales y vikingos”. Algo que también hizo 
              Poul Anderson en “La saga de Hrolf Kraki”. Mientras, las aventuras 
              artúricas fueron rescritas por T. H. White en “Camelot” o Marion 
              Zimmer Bradley en “Las nieblas de Avalon”. Otros, como Avram Davidson 
              han vuelto a Virgilio, o, Chelsea Quinn Yarbro a Ariosto. 
               Sin embargo, lo más normal, 
              es recoger simplemente el espíritu de una historia y, a partir de 
              ahí operar con mayor libertad, usando lo que nos interesa como un 
              simple telón de fondo donde situar nuestra historia. La serie de 
              Taran de Lloyd Alexander usa con gran libertad la mitología céltica, 
              igual que la saga de Deryni de Katherine Kurtz. Poul Anderson con 
              “La espada rota” trabaja a partir de los mitos escandinavos y Fritz 
              Leiber, en su larga serie de las espadas de Lankhmar, parte de Clark 
              Ashton Smith y Robert Howard. 
               Pero el mayor saqueador 
              de todos es, sin duda, Michael Moorcock. Su serie del Multiverso 
              utiliza de una forma u otra todos y cada uno de estos ambientes, 
              a veces de forma explícita como en la serie de Corum basada en la 
              mitología celta, otras de manera más sutil como en el caso de Elric, 
              que parece verse envuelto en un destino fatal e ineludible digno 
              de la mejor tradición escandinava. 
               ¿Se acaban aquí las fuentes 
              de inspiración de la moderna Fantasía? Ni mucho menos. Roger Zelazny, 
              entre otros, nos ha mostrado que aún quedan muchas tradiciones por 
              estudiar y utilizar (recordemos su novela “El señor de la luz”). 
              La árabe (“Las Mil y una noches”), la persa (“El Panchatranta”), 
              la hindú (“El mahabaratta”), la china, la japonesa, etc. Esperemos, 
              por tanto, que el río de la Fantasía se convierta en un vasto océano 
              en este nuevo siglo que empieza y que ésta larga tradición continúe 
              explorando nuevos caminos que eviten el adocenamiento. Creo que 
              eso sería lo que más complacería a cierto viejo profesor de Oxford… 
            
              
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                   Cebra lleva más de 20 años leyendo y coleccionando 
                    ciencia ficción y fantasía y se considera muy 
                    bien reflejado en la famosa frase de Borges: 
                  "Que otros se jacten de los libros que les ha sido 
                    dado escribir; yo me jacto de aquellos que me fue dado leer". 
                  Sus principales pasiones son las mujeres, la buena comida, 
                    viajar y leer, y no necesariamente por ese orden. 
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