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            por Javier Araguz 
            
               
               Una vez alguien me preguntó en qué consistía 
              la muerte. Yo sólo le respondí que era el abandono de la vida. Una 
              vez alguien me preguntó qué se sentía al morir. Yo le respondí que 
              no lo sabré jamás... pues yo no moriré nunca. Yo soy la muerte y 
              a mi nadie me podrá matar. 
               Después de toda una eternidad disfrutando de 
              ése "último grito", ése alarido final que todo el mundo se empeña 
              en dedicarme al saber que van a morir, ahora flaqueo, pierdo mis 
              fuerzas y me siento endeble, frágil. Yo, ¡la muerte en persona!; 
              ¿débil? 
               -¿Y a ti como te ha ido hoy? -pregunté por preguntar, 
              sin siquiera esperar una respuesta a cambio, a pesar de desear entreabrir 
              sus carnosos labios de nuevo. 
               -Despojos! La gente sólo deja despojos... ¿qué 
              pretenden? ¿Qué me alimente de carroña? ¡Cómo los buitras! -respondió 
              ella irritada. 
               -"Buitres", es buitres... con "e". -intenté corregirla, 
              pero supe al instante que ella era incorregible en todos los sentidos. 
               -Es lo que he dicho. -farfulló tajante como mil 
              cuchillos cortando hielo. 
               -Sí, claro. -nadie le solía llevar la contraria, 
              y yo no pensaba ser el primero. 
               Me eché otro trozo de calabaza a la boca, y la 
              miré mientras de nuevo masticaba ése delicioso sabor apepinado que 
              me traía loco. 
               Aún puedo recordar cuando tuve que ir a recoger 
              a Tutankhamón, sí hombre... el egipcio. Fue uno de los encargos 
              más duros de mi vida, ¡qué faraón más testarudo!. Aún recuerdo nuestra 
              patética conversación: 
               -Hola. Acabas de morir. Vente conmigo. -habitualmente 
              tengo que ofrecer una imponente parrafada ritual, trágica y acongojante. 
              Pero ése día no estaba yo para protocolos... ¡por muy importante 
              que fuese el muerto! 
               -Cómo osas molestarme!. Yo, Tutankhamón, 
              faraón de Egipto de la XVIII dinastía... rey de mi pueblo... 
              dios de mis esclavos... eminencia de... -le interrumpí, no tenía 
              ganas de seguir escuchando las estúpidas sandeces de ése egocéntrico 
              papanatas. 
               -Estás muerto -admito que no fui muy elocuente. 
               -¿Muerto? ¡Un faraón!, ¡Un rey!, ¡Un dios no 
              muere! Yo continuaré mi vida más allá de las estrellas... permaneceré... 
              -le dejé hablar un ratito más, quién sabe si desahogándose un poco 
              el pobre majadero se daba cuenta de lo necio que llegaba a ser y 
              todo acababa rapidito. Tuve que volverle a interrumpir. 
               -Vale... vale... lo entiendo, eres un dios... 
              un... -¡me interrumpió él a mí!. 
               -Un faraón, un rey... ¡un Dios! -hilarante es 
              la palabra para describir los ojos que ponía cuando exclamaba algo. 
              Y además iba maquillado el tío. 
               -Que sí... que lo he entendido... eres la bomba 
              vamos. Hummm... estás muerto ¿entiendes tú eso? M-u-e-r-t-o. Sin 
              vida. Cadáver. Difunto. Fallecido. 
               -Claro que sí! Pero momificado. ¡Y soy un... 
              -¡aghhh! No podía aguantarlo más. 
               -Ni momias ni leches. Te has muerto y te vienes 
              conmigo. Punto. -desde luego ése no era mi gran día. 
               Recuerdo que tuve que escuchar durante todo el 
              camino de vuelta las mismas bobadas una y otra vez. Fue el encargo 
              más terco de la historia. Si restáramos su testarudez a mi paciencia 
              daría como resultado mi perdida del autocontrol. ¡Y yo sí soy importante! 
              ¡Soy la muerte! Si pierdo el control... la lío. De eso seguro. 
               -¿Y tú qué? Pálido amigo. -no entiendo como un 
              rostro tan bello es capaz de hablar como el más rudo de los camioneros. 
               -Mal. Fatal... -podría haberle contestado algo 
              más intrínseco, pero dudé de su capacidad para entenderlo. 
               -¿Qué te pasa? ¿Alguien chilló demasiado hoy? 
              -sé que intentaba hacerse la graciosa, pero el ingenio no era precisamente 
              su fuerte. A pesar de todo, sus ojos brillaban hoy de una forma 
              especial. 
               --No. Al contrario. Una niña. Me la tuve que 
              llevar... -estaba realmente dolido por ello. 
               -¿Cáncer? 
               -No, accidente de triciclo. Empiezan jovencitas 
              a beber. 
               -Vaya. 
               -Como te decía... me tuve que llevar a una niña. 
              Ya sabes que los niños son lo que más me molesta llevarme pero, 
              bueno, la vida es así. El caso es que... ¡buf! Me hizo una pregunta. 
              -me sentía a gusto hablando con ella pero la verdad es que me recordaba 
              en exceso a las sesiones de terapia con la Señorita Harley. 
              Eran odiosas. 
               -¿Una pregunta? A ti te hacen miles de preguntas... 
               -Sí, pero siempre suelen ser las mismas estúpidas 
              preguntas sin sentido. ¿Qué pasará con mi familia? ¿Adónde iré ahora? 
              ¿Quién eres tú y por qué eres tan feo? Bla bla bla... 
               -Realmente estúpidas, sí señor. 
               -Pero ésa niña... me hizo pensar ¿sabes? 
               -Increíble... -por primera vez desde que la conozco 
              su ironía rozó lo ingenioso, ¡y como le brillaba el pelo! 
               -En serio... me saca de quicio llevarme a alguien 
              así. No se lo merecía. -estaba dudando, jamás en la vida había dudado 
              de mi trabajo. 
               -Así es la mala suerte. Un accidente lo tiene 
              cualquiera. 
               -Tú eres la "mala suerte"! ¿Por qué a ella? 
               -Y tú la "muerte". Yo sigo ordenes... ya sabes, 
              "encargos", como tú. Y a Él no se le cuestiona. 
               -Pero... pero... ¿no se supone que todo esto 
              sigue un orden? ¿Que todo se rige por una ley del equilibrio? ¡¿Entonces 
              por qué a ella?! -estaba verdaderamente exaltado, desquiciado, alterado. 
               -Quién sabe... quizá todo sea un juego. Quizá 
              todo haya pasado para que tú te hagas esa pregunta. ¿Por cierto 
              qué es lo que te preguntó la niña? 
               El frío helado del norte me caló los huesos. 
              Silencio. 
               Una vez alguien me preguntó en qué consistía 
              la muerte. Yo sólo le respondí que era el abandono de la vida. Una 
              vez alguien me preguntó qué se sentía al morir. Yo le respondí que 
              no lo sabré jamás... pues yo no moriré nunca. Yo soy la muerte y 
              a mi nadie me podrá matar. ¿Por qué yo no tengo derecho a morir? 
              
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