|   Este 
              relato ha sido leído 
              8361              veces  
            por Javier García Castro - Sephiroth 
            
               
               "En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no 
              quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los 
              de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. 
              Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, 
              duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino 
              de añadidura los domingos, consumían las partes de su hacienda. 
              [...] Tenía en su casa un ama que pasaba de los cuarenta, y una 
              sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo de campo y plaza. 
              [...] Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años, 
              era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran 
              madrugador y amigo de la caza. Quieren decir que tenía el sobrenombre 
              de Quijada o Quesada [...]; aunque, por conjeturas verosímiles, 
              se dejaba entender que se llamaba Quesada". 
               -¡Hora de dormir!- las luces se apagaron. 
               Era la cuarta vez que empezaba el Quijote, y 
              no es que me apasionara, pero es lo único que había encontrado en 
              mi celda el día en que me trajeron a La Colmena. 
               Me estiré un poco y me preparé para el sueño. 
              Lo necesitaría, ya que el trabajo era duro en la prisión. La Colmena 
              tenía más de tres millones de reclusos, y pocos la han visto entera. 
              Llegué aquí con el nuevo régimen. Por aquel entonces era defensor 
              del gobierno Imaliano, pero ahora ya me daba igual; mi único objetivo 
              era trabajar y mantenerme vivo. 
                La 
              celda no era ni más ni menos que del tamaño de un hombre tumbado 
              en todos los sentidos, pues no levantaba medio metro del suelo, 
              o más bien del techo de la celda inferior, porque estábamos todos 
              unos encima de otros y pegados al resto excepto en los extremos, 
              pero estos se mantenían vacíos. Allí cada uno tenía un número y 
              un sector. Éste venía indicado por una letra que llevaba la información 
              de las cuatro primeras cifras, y el número eran las tres finales. 
               Las celdas por lo tanto al ser tan estrechas 
              tenían un lado de entrada y salida. Digo bien, había que ahorrar 
              espacio: se entra de cara y se sale de culo. 
               Eché un último vistazo a mi libro gracias a los 
              potentes y gigantes focos que atravesaban el entramado de celdas 
              y a sus inquilinos como si fueran una hoja de papel, y como siempre 
              lo coloqué a modo de almohada dejando posteriormente que la oscuridad 
              se metiera dentro de mí. No era muy difícil dormirse. Nadie hacía 
              un solo ruido en La Colmena, los guardias se preocupaban mucho por 
              el tema de la comodidad. Bastaba una paliza a los nuevos para que 
              aprendieran, pero allí no llegaban muchos nuevos, los únicos reclusos 
              que venían sustituían a los cadáveres. Nadie hacía un solo ruido 
              en La Colmena. 
              
               Ya estaba despierto cuando el guardia dio la 
              voz de levantarse. Con el tiempo uno se acaba acostumbrando a los 
              horarios, y yo había tenido nueve años para acostumbrarme. Enseguida 
              se produjo el meticuloso desalojo de las celdas, todos salían ordenadamente 
              uno detrás de otro. 
               Aquel día tocaba picar mineral. Siempre tocaba 
              picar mineral. El pelotón de reclusos, con su traje gris apagado 
              y su muñequera de identificación se ponía en marcha, y yo con él. 
              No había cadenas, ni esposas, nada. Sencillamente escapar de La 
              Colmena era imposible no sólo por su extensión, sino porque es un 
              laberinto subterráneo en el cual nunca se sabe lo que habrá a la 
              vuelta de la esquina. Imposible escapar, imposible un indulto. No 
              había libertad, estar allí es estar muerto. Y así llegamos a las 
              vastas canteras de mineral, tan grises y apagadas como la indumentaria 
              de la prisión, donde todo el sector D trabajaba dieciséis horas 
              al día, quitando una para las comidas. Ese era el deber, la justicia 
              aplicada correctamente. 
               Llevaba picando unas nueve horas cuando cayó 
              el primero. El procedimiento era sencillo: una paliza de refresco 
              y si el prisionero no seguía trabajando la ejecución. Realmente 
              no es del todo exacto, pues se le llevaba ante El Consejo, donde 
              Los Ojos Brillantes decidían que hacer con el recluso pero, por 
              lo menos yo, no sé de ninguno que haya vuelto. 
               Volvimos a las celdas, donde leí un poco más 
              y enseguida las luces se apagaron de nuevo. Luego hubo silencio, 
              siempre lo había. 
              
                 
              Era uno  de tantos días, no importaba cuál ni hacía cuánto, llevar 
              la cuenta era una actividad tan fructífera como intentar escapar. 
              Ese día un recluso simuló caer rendido, y el segundo tipo de mi 
              derecha aprovechó el momento de distracción de los guardias para 
              intentar escapar. Estaban compinchados. Solía hacerse mucho entre 
              recién llegados de otros sectores de inferior seguridad. Más bien 
              de inferior pena, porque la seguridad era siempre la misma: total. 
              El que distraía a los guardias era en principio el mejor pagado. 
              En La Colmena no hay mujeres, así que ese tipo de moneda era muy 
              utilizada. Pero nunca salía bien. El que intentaba escapar corría 
              dos riesgos seguros, morir en el acto o de hambre en los caminos 
              del Laberinto. Algunas historias dicen que al huir, una serie de 
              presos consiguieron sobrevivir y formaron una comunidad en los infinitos 
              recovecos del entramado de la prisión, pero sólo son cuentos creados 
              para tener vanas esperanzas. Por otra parte, el que se encargaba 
              de distraer a los guardias podía morir en la paliza o seguir trabajando 
              si aún estaba en condiciones de hacerlo. Esto dependía del humor 
              de los centinelas, aunque generalmente siempre ocurría lo mismo. 
               Nos retiramos a los comedores mientras propinaban 
              su ración de golpes al osado prisionero. Al otro no habían ido a 
              buscarle. No hacía falta. Pero las cosas no acababan así. La Colmena 
              era gigantesca y había muchos trabajadores. Por eso se crearon las 
              Patrullas del Laberinto, auténticos caza hombres que rastreaban 
              los caminos en busca de convictos huidos. Era un detalle por su 
              parte evitar que murieran de hambre. 
               Cuando encontraban a alguno, ya que no había 
              fugas masivas, lo llevaban a un lugar que se ganó el nombre de Sala 
              del Olvido, donde borraban su memoria y los reinsertaban en los 
              trabajos magníficamente remunerados de la prisión. 
               Quizás fue esa idea la que aquella tarde hizo 
              que me llevara a la celda una minúscula piedra con la que hice una 
              marca en mi Quijote para asegurarme de no perder nunca mi identidad: 
             
              
             
               
               Los siguientes días transcurrieron con normalidad. 
              Normalidad en La Colmena era una dósis diaria de palizas, intentos 
              de fuga, abusos de los guardias y muerte. Fue aquel día cuando recuperé 
              la esperanza que había perdido hace tanto tiempo, cuando el recluso 
              que picaba a mi izquierda, aprovechando uno de los linchamientos 
              de los guardias a otro prisionero, se dirigió a mí. Me dijo que 
              dormía a mi lado en las celdas, algo en lo que nunca reparé pues 
              allí el único amigo que se podía tener era el silencio. Se llamaba 
              Robert, era robusto y de pelo negro, dientes picados y mirada severa. 
              Cuando me habló de la posibilidad de escapar volví la cabeza. Aún 
              no quería morir y no me interesaban los favores sexuales de ningún 
              hombre. Pero cuando me susurró "no es lo que piensas" 
              se encendió dentro de mí una llama de curiosidad. Me dijo que 
              esa noche hablaría conmigo en las celdas, y siguió picando sin decir 
              nada más. Yo estaba extrañado, pues nadie hablaba en las noches 
              de La Colmena, no obstante trabajé con más ganas que nunca para 
              ver qué me deparaba la charla. 
                 
              Y por fin llegó. Robert había aguardado a que todos se acomodaran 
              en sus confortables lechos y luego golpeó la pared de mi celda. 
              Esperé. Ni una palabra. Golpeaba y golpeaba, y yo le respondía con 
              otros golpecitos inaudibles para los guardias dada la respiración 
              de los reclusos. No me atreví a articular ninguna palabra. Entonces 
              una vieja herida en mi mano me hizo caer en la cuenta. Código Morse. 
              Casi todo el mundo lo había aprendido, pues su uso fue fundamental 
              en la guerra civil que precedió al cambio de gobierno. Me explicó 
              su plan, y he de reconocer que era excelente. No me importaba perderme 
              en El Laberinto, se había despertado en mí el olvidado y encerrado 
              león de la esperanza, y sabía que al menos saldría de allí. 
               Aquella noche hubo silencio, como todas, mas 
              no pude dormir. 
              
               Día a día fuimos adquiriendo lo necesario para 
              el plan de escape, estudiamos el comportamiento de los guardias 
              y los momentos elegidos por los reclusos para intentar huir. Cuando 
              le pregunté a Robert por qué me había elegido a mí sencillamente 
              respondió que me tenía al lado. El prisionero de su izquierda había 
              muerto días atrás, y ahora picaba en su lugar uno nuevo. Así pasó 
              el tiempo, días, semanas, meses, empecé a contarlo. Yo leía mi Quijote 
              cada noche y contemplaba lo que había escrito: Adam. Pronto sería 
              libre. 
               Llegó el día, que pasó tan lentamente como cualquier 
              otro. He de admitir que todo el que me hubiera visto habría apreciado 
              en mí la misma frialdad de siempre, pero por dentro estaba nervioso. 
              Piqué y piqué el mineral, e hicimos el alto para la comida. No probé 
              bocado, aún sabiendo que me haría mucha falta. No obstante conseguí 
              guardar algo para el camino. 
                Y sucedió. Todo pasó muy deprisa ante mis ojos, 
              pero lo cierto es que pronto me encontré con Robert en la periferia 
              del Laberinto. Libertad, tras casi diez años de encarcelamiento. 
              Es cierto, aún estaba en La Colmena, pero sentía que era infinitas 
              veces más libre. Compartí mi almuerzo con Robert jovialmente, guardando 
              algo para el viaje, y empezamos a pensar en que existía la posibilidad 
              de escapar. Quizás después de todo si había una comunidad de presos 
              escapados allí, y si no la acabábamos de fundar. Aquella noche dormí, 
              y me olvidé de todo excepto de mi Quijote marcado con mi nombre, 
              que en aquel momento sería lo único que quedaba de mí en la celda. 
                El 
              segundo día comenzó bien. Habíamos descansado mucho, y eso nos sirvió 
              para reponer fuerzas. Avanzábamos por El Laberinto llenos de determinación, 
              y sin duda la prisión nos parecía ahora un obstáculo perfectamente 
              salvable. Nuestro cuerpo estaba acostumbrado a picar mineral durante 
              dieciséis horas, y privarle de este ejercicio tuvo excelentes consecuencias 
              que eran de agradecer. Así seguimos dos días, pero al acabarse la 
              comida empezamos a pasarlo mal. Al principio se dejaba notar poco, 
              pequeñas discusiones con Robert y dolores como nunca había tenido. 
              Por lo menos cuando estábamos reclusos nos daban de comer. Luego 
              empezó a faltar el agua también, y tuvimos que recluir a las cloacas 
              para proveernos tanto de esta como de ratas cuando conseguíamos 
              cogerlas, pues a veces pasábamos horas enteras intentándolo. Llegó 
              un punto en el que El Laberinto se nos presentó tan crudo como era. 
              No había salida posible, y cada paso se convertía en un infierno. 
              No había salida posible. 
               Uno de los muchos días que llevábamos vagando 
               ocurrió. Al torcer la esquina una potente luz me cegó, y debió 
              cegar también a Robert porque gritó. Sentí un golpe en la cabeza 
              y unas manos que me sostenían. Patrullas del Laberinto. Comprendí 
              mi error, me había mantenido con los pies en la tierra durante diez 
              años, pero la esperanza humana prevalece y ninguna prisión puede 
              recluirla. Es lo último que pensé. Luego me desmayé. 
               Desperté al cabo de no sé cuánto tiempo y me 
              percaté de que seguía con los guardias de las Patrullas, pero aún 
              veía borroso y sólo pude distinguir a Robert, que iba con otros 
              centinelas. Parecían conducirnos a alguna parte, y finalmente creo 
              que entré en una sala. Allí me tumbaron en una cama y sentí un agudo 
              dolor, luego oscuridad, porque me habían inyectado algún tipo de 
              sustancia. En el último instante supe lo que me pasaría. 
              
               Me encontraba tumbado en algún lado, no me podía 
              mover pues el sitio tenía apenas medio metro de alto. Habían metido 
              a mucha gente allí, y estábamos todos unos encima de otros.  Encontré 
              un libro, titulado El Quijote, y hojeándolo un poco vi que alguien 
              había escrito su nombre: Adam. 
               Lo último que oí aquella noche fueron los gritos 
              del hombre que había en la celda de al lado, un tipo robusto y de 
              pelo negro, dientes picados y mirada severa. Los guardias lo habían 
              sacado de su habitáculo y le daban una paliza. Aquella noche aprendí 
              que nadie hacía un solo ruido en aquel lugar. Nadie. 
               |