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             Miguel Ángel Nepomuceno tiene 29 años y vive en León, y entre otras cosas prepara un Proyecto de Investigación 
sobre Literatura Fantástica, en el que trata con cierta extensión el 
surgimiento del género Espada y Brujería, haciendo incapie en la figura de 
Robert E. Howard. También ha escrito algunos artículos para la prensa. 
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             por Miguel Ángel Nepomuceno, Febrero de 2002
                Cuando el mundo era más joven, cuando los rayos de sol sorteaban 
              indolentes la maleza derramándose sobre la hojarasca primigenia, 
              los cazadores, ocultándose entre las sombras, acechaban a 
              sus presas con fría constancia. Necesitaban la caza para 
              sobrevivir. Y para conseguirla debían adquirir destrezas 
              extraordinarias. Grandes y hábiles fueron sus maestros: los 
              felinos, cegadores en sus ataques, enseñaron al hombre primitivo 
              a saltar y agarrar a sus víctimas. El león, el tigre 
              y el leopardo le mostraron cómo hacerlo; las aves de rapiña, 
              de vuelo solitario, se lanzaban al ataque desde las alturas, incitando 
              al cazador a imitar su velocidad. Así surgió el arma 
              de alcance más sofisticada durante muchos siglos: el arco. 
              Pero el animal que más inspiró al cazador con sus 
              indómitas costumbres y natural ferocidad fue el lobo. 
                El lobo hace de cualquier clima y terreno su hogar. Cohabita con 
              pueblos de todas las razas y de todos los continentes. Llegó 
              a formar parte de muchas culturas como animal totémico, simbolizando 
              el poder de gran número de clanes primitivos. Porque una 
              vez dominadas las habilidades practicadas por los animales, y cuando 
              la deuda de sangre derivó en la lucha abierta, el consumado 
              cazador se convirtió en guerrero principiante. Por su espíritu 
              ya discurría la furia de lo salvaje, el ímpetu de 
              la Naturaleza. En combate, el guerrero honraba a sus antiguos maestros 
              lanzándose impetuosamente a la refriega, arrancando la vida 
              de sus enemigos con tremendos golpes. Baste mencionar a los antiguos 
              guerreros hindúes, que no sólo habían adquirido 
              la velocidad del lobo, sino también la fuerza del oso; o 
              a los guerreros sudafricanos, capaces de esquivar las lanzas enemigas 
              gracias al pelo de rata que se ensortijaban en los cabellos; y los 
              behuanas acostumbraban a llevar hurones como amuletos, pues siendo 
              este animal tan difícil de matar, proporcionaba semejante 
              resistencia al portador. 
                A medida que el surgimiento de la civilización fue despojando 
              al salvaje de su anexión al mundo natural, así perdió 
              la vieja empatía con sus hermanos ancestrales. Los animales 
              pasaron a un plano designativo donde su poder sólo dependía 
              del uso que le diera la comunidad. Siendo el lobo una criatura peligrosa, 
              causante de muchos males, su nombre se hizo extensivo a los miembros 
              que eran hostiles hacia el pueblo. De este modo, en el mundo germánico 
              se denominaba 'lobo' (wargaz) al criminal expulsado por la tribu; 
              y 'lobo' (uetna) era quien perdía la protección de 
              la ley por raptar a una mujer entre los hititas. Cualquier extranjero 
              era un 'lobo azul' (cú) para los antiguos irlandeses, acentuando 
              con el adjetivo el odio que sentían hacia los britanos que 
              se pintaban, los pictos. La esencia del mal fue apoderándose 
              del lobo, pues los hombres le traicionaron. 
                El desarrollo tecnológico trajo consigo la mejora de los 
              útiles de batalla. Mejores armas y armaduras para aquellos 
              entrenados en su manejo. Desaparecida la vocación del guerrero 
              como medio básico de supervivencia, la lucha se convirtió 
              en una técnica que requería un entrenamiento constante 
              y sometido a disciplina. Aparecieron los primeros ejércitos. 
              El carácter individual de la lucha cuerpo a cuerpo quedó 
              relegado a un segundo plano en aras de una organización grupal 
              efectiva de guerreros. Se olvidaron las viejas maneras de la Naturaleza; 
              los soldados de algunas culturas incluso realizaban la caza no sólo 
              por placer, sino como práctica para su oficio. Pero algunos 
              hombres quisieron volver a recordar. 
                Y entre ellos surgió la vetusta figura del guerrero nato. 
              Los primeros celtas lo conocieron, posteriormente los germanos y 
              en especial los escandinavos. Su presencia resultó impactante 
              incluso para sus semicivilizados compañeros de armas: hombres 
              cuyo porte recordaba más al de un animal que al de un humano. 
              En sus fieros ojos ardía el fuego de la más descarnada 
              barbarie, y en combate dejaban tras de sí una estela de desolación. 
              Parecía natural que los propios dioses contaran entre sus 
              huestes a hombres de semejante valía. De esta manera Odín 
              estuvo rodeado de sus einherjar, cuyos miembros más destacados 
              no sólo parecían lobos u osos en la batalla, sino 
              que en realidad eran estos animales mismos. La Ynglingasaga cuenta 
              que 
              
              [los hombres de Odín] iban sin coraza, salvajes como perros 
                y lobos. Mordían sus escudos y eran fuertes como osos y 
                jabalíes. Mataban a los hombres con un único golpe, 
                y ni el hierro ni el fuego podían nada contra ellos. A 
                esto lo llamaban "furor del berserkr". (Cap. VI) 
             
               Casi lo mismo ocurría con los guerreros mortales. En su 
              estado salvaje apenas sentían dolor, e incluso con las más 
              terribles heridas arremetían con renovado vigor, estado que 
              alcanzaban endosándose la piel de un animal. Por ello se 
              les denominaba berserkir, de bjorn (oso) y serkr (envoltura). Aquellos 
              que empleaban una piel de lobo eran llamados ulfhednar, "con 
              cabeza de lobo". Pero tales atavíos servían únicamente 
              para atemorizar a los enemigos, debilitándoles psicológicamente 
              antes de entablar combate. El aura desprendida por estos indómitos 
              luchadores desanimaba incluso a los más esforzados adversarios. 
              Presas de la berserkirgangr, o ira homicida, retornaban al primitivo 
              estado animal para llegar a la victoria. No importaba el número 
              de enemigos: sólo existía un velo de sangre ante sus 
              ojos que lo arrollaba todo. Y cuando ya nadie quedaba en pie, mientras 
              el viento arrastraba los despojos de los muertos, el berserkr se 
              derrumbaba exhausto, y todas las heridas sufridas le laceraban con 
              dolor. Muchos no volvían a levantarse. 
               La berserkirgangr no solamente se alcanzaba por el empleo de una 
              piel animal; algunos se creían poseídos por su dios 
              Odín, líder de los primeros berserkir. También 
              eran capaces de autosugestionarse antes del combate, y se ve aquí 
              un posible caso de prematuro ataque epiléptico. La hipótesis 
              ha llevado a pensar en el carácter hereditario del frenesí. 
              Las leyendas afirmaban que tales guerreros poseían herencias 
              monstruosas que les venían de antaño; es el caso de 
              la historia de Bodvar Bjarki, miembro de la guardia personal de 
              Hrolfr Kraki, obligado a compartir su espíritu con el de 
              un oso. Un relato verídico menciona que los doce hijos de 
              un determinado hombre eran todos berserkir. Cuando presentían 
              que el frenesí iba a apoderarse de ellos, se veían 
              obligados a desembarcar para desfogar luchando contra árboles 
              y rocas; de lo contrario podían matar a sus amigos con su 
              incontrolada furia. 
               Cuando la ira homicida se apodera del guerrero todo su mundo se 
              reduce a un irrefrenable deseo de muerte. En su furia cree que todo 
              lo que se halla fuera de sí mismo es una posible amenaza 
              y merece ser destruído sin dilación. Todo su ser se 
              concentra en la potencia física, apartando a un nivel subconsciente 
              la capacidad de pensamiento o raciocinio. Su parte humana desaparece 
              para verse reemplazada por un perfil completamente animal. Cada 
              individuo posee en lo más recóndito de su cerebro 
              un estado de consciencia originado hace cientos de millones de años 
              por los reptiles, de los cuales procedemos. Esta parte del cerebro, 
              llamada complejo R, es la sede de la territorialidad, la jerarquía 
              y la agresión. En ella se canaliza nuestro más profundo 
              sentimiento de miedo y también el instinto sexual. Rodeando 
              al complejo R se encuentra el sistema límbico, evolucionado 
              a partir de los primeros mamíferos hace decenas de millones 
              de años. Es la fuente de nuestras emociones, preocupaciones 
              y estados de ánimo. Y por último está la corteza 
              cerebral, el cúlmen de la evolución mental que tuvo 
              lugar con la aparición de los primates. El lenguaje, las 
              ideas, la intuición y la memoria tienen lugar aquí. 
              Estos tres niveles cerebrales, desarrollados de dentro hacia fuera, 
              están en continua conexión. Algunos estados mentales 
              pueden hacer aflorar a un primer plano los niveles inferiores, estados 
              desencadenados normalmente por situaciones externas. En tales momentos, 
              el hombre recupera su ancestral herencia y aparta bruscamente lo 
              que le caracteriza como ser humano. 
               En un estado mental normal, el guerrero berserkr es igual que cualquier 
              otro hombre, si bien su apariencia y violencia contenida le otorgan 
              un aspecto realmente salvaje. Pero cuando presiente que se acerca 
              la batalla, o cuando las manifestaciones de la realidad se abaten 
              amenazantes sobre él como una ola gigantesca y opresiva, 
              la máscara humana cae y surge la bestia. Al principio sus 
              emociones se alteran, se intensifican. Los pensamientos ordinarios 
              desaparecen y con ellos toda consideración hacia el contexto 
              inmediato. La corteza funcional reduce en gran medida su frecuencia 
              dejando vía libre al sistema límbico, a las alteraciones 
              corporales y sus reflejos puramente somáticos: algunos guerreros, 
              presa de una profunda ansiedad, muerden los bordes de sus escudos, 
              aprietan la empuñadura de sus armas hasta que sus nudillos 
              se tornan blancos y sus ojos se inyectan en sangre. Y cuando ya 
              no pueden más cargan ferozmente a la batalla, aullando, abatiendo 
              todo lo que se encuentra en su camino. Ahora ni siquiera poseen 
              estados de ánimo, ni emociones, sino sólo la más 
              profunda agresividad, el más atávico impulso destructivo. 
              Su cerebro se ha reducido a un pequeño volumen neuronal llamado 
              complejo R, el reino de los reptiles. Ya no son hombres: son máquinas 
              de matar. 
               Grandes y poderosos fueron los berserkir. En su tiempo llegaron 
              a ser admirados, pues el desenlace de muchas batallas dependía 
              de ellos, que a menudo formaban las tropas de choque. Su juventud 
              estuvo preñada de sangre, de muerte, de pérdida. Y 
              los pocos que alcanzaban la vejez se convirtieron en blanco de supersticiones 
              campesinas. Ancianos robustos y sombríos que, al caer la 
              noche, y en especial durante la luna llena, se mudaban de apariencia 
              y adoptaban formas animales. A menudo la forma de enormes lobos 
              que asolaban la campiña. Pero aquellos campesinos ignoraban 
              que en su más profundo interior, al igual que en el nuestro, 
              se agazapa una furiosa bestia encadenada con los eslabones de la 
              civilización y la opulencia, presta a dar rienda suelta a 
              su verdadera naturaleza. Porque la berserkirgangr se revuelve inquieta 
              en nuestra alma y nos llama con un incesante ronroneo de vuelta 
              al sabor de la batalla, a la locura de la muerte. De vuelta al origen 
              de la bestia. 
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