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	 Fernando Ángel Moreno
	, Marzo 2.004 
	
	 Un mundo gangrenado al otro lado de la razón 
	   Durante bastante tiempo había oído hablar 
	del interés de La Factoría por publicar una novela española 
	y tuvo al parecer gran cantidad de originales en estudio. El proceso de 
	selección no fue pequeño y, por lo que llegué a saber, 
	la decisión no fue en absoluto tomada a la ligera. 
	   El éxito o el fracaso de este largo proceso será 
	quizá muy discutido según vayan los gustos, pero el resultado 
	está a la altura de las expectativas. La novela de José Antonio Cotrina, por lo que tengo entendido, no tiene nada que envidiar a las ventas de libros firmados por autores extranjeros y desde un punto de vista formal hay muy poco que reprochar en ella. En mi opinión esto se debe a que  alcanza un excelente nivel literario y, además (que ya sé que para muchos es lo único), entretiene en el sentido de que te dejas llevar por la trama sin tener que hacer casi ningún esfuerzo. Éste es uno de sus mayores logros, el hecho de que alcance ambos niveles: se lee con emoción y sin dificultad, pero acepta profundizaciones si interesa. 
	   Pero vayamos por partes. 
	   En primer lugar, tenemos un argumento relativamente sencillo. 
	Un mercenario, Delano Gris, es contratado por un nigromante para encontrar las 
	fuentes perdidas, un antiguo mito respecto a un lugar donde los deseos más 
	increíbles pueden hacerse realidad. Para ello se incorporará a un 
	grupo de aventureros que van a buscarlas por su cuenta; llegado el momento, si es 
	necesario, deberá impedir que beban, traicionándolos si es preciso. 
	   Por tanto tenemos una novela de aventuras en la 
	tradición del grupo de aventureros especializados que ha de pasar 
	innumerables peligros y combatir a un poderoso antagonista para alcanzar su 
	objetivo; el resultado podría haber sido cualquier cosa. Pero no, no ha 
	sido cualquier cosa. 
	   El argumento más cercano a éste, sin embargo, 
	no lo encontraremos en ninguna novela de aventuras, sino en El corazón 
	de las tinieblas, de Joseph Conrad. La novela de Conrad supone un terrible 
	viaje al corazón más negro del alma humana, dando un viaje 
	físico simbólico y uno espiritual. Salvando las distancias y las 
	intenciones (pues no sé si serían las de Cotrina, ni siquiera si 
	ha leído a Conrad), Las fuentes perdidas presenta un argumento 
	similar, más en cuanto a sus consecuencias que en cuanto a sus 
	planteamientos originales. 
	   ¿Qué diferencia esta novela de otras de argumento 
	similar? Tres elementos fundamentales: los personajes, el espacio y su 
	personalísimo discurso, más –¿por qué no? – su hibridismo 
	de géneros (el hacer de una novela de horror una ¿simple? novela de 
	aventuras),  todos ellos en perfecta sincronía y coherencia. 
	   Quizá lo más esclarecedor sea hablar primero 
	del espacio y del discurso realizado en torno a dicho espacio. La novela parte 
	de la ya conocida división de la realidad en dimensiones, en la 
	línea de Talismán, de Stephen King, o de las aventuras de 
	Randolph Carter escritas por Lovecraft. Por un lado tendríamos nuestro 
	mundo cotidiano y por el otro una existencia aterradora, tan real como la nuestra 
	e incluso coincidente en muchos momentos, pues los personajes pueden usar objetos 
	y poderes de esa otra realidad en nuestro mundo cotidiano. Se nota que no nos 
	encontramos ante la primera novela de un autor principiante y lo notamos en la 
	economía de explicaciones de Cotrina para desarrollar este lugar. No 
	se nos expone ninguna farragosa sucesión de párrafos y 
	párrafos para explicarnos de dónde viene esta dualidad ni 
	qué la formó. Se nos introduce mediante la propia acción, 
	como hacen los grandes narradores. En este sentido, Cotrina demuestra ser un 
	autor más romántico que realista: no le interesa una 
	acumulación de detalles, una descripción pormenorizada de cada 
	prenda de ropa, sino que puede entretenerse durante palabras y palabras en un 
	solo objeto, como un ankh o un caballo (que en este caso es un objeto, en cuanto 
	a parámetros narrativos), un objeto cuya existencia nos hable más 
	del personaje o del lugar que una exhaustiva acumulación de detalles. Por 
	eso las descripciones no aburren, sino que nos enganchan y arrastran, por cuanto 
	no hacen más que aumentar el misterio del pasado e inquietarnos para el 
	futuro. Todos los espacios de la obra (y aquí incluyo objetos) tienen esta 
	función de ir más allá de la propia descripción y 
	se basan no en la acumulación de detalles, sino en pequeñas miradas 
	a cuestiones muy relevantes. 
	   Por supuesto que Cotrina se entretiene en los espacios, y 
	mucho, pero siempre en función de destacar un aspecto psicológico 
	o de atmósfera para enseguida abandonarlo. En un momento realmente curioso 
	del argumento dos de los protagonistas terminan en un campo de 
	concentración. No sé si alguien podría describir con 
	exactitud la idea del autor respecto a dicho campo (no se demora en detallarlo), 
	pero cualquiera que haya leído la novela podría sin duda dibujarse 
	uno absolutamente coherente a partir de las experiencias narradas y los 
	pequeños apuntes aportados por Cotrina. 
	   No es lo único. ¿Para qué entretenerse con 
	descripciones galdosianas (me encanta Galdós, que conste, pero hablamos 
	de otros parámetros) si podemos referirnos a la manera en que Delano 
	enciende su mechero de hueso de grifo o el modo en que a una mosca la persigue 
	su zumbido, como símbolo de la vida del protagonista? 
	   Se trata siempre de espacios no ya crepusculares, como 
	los de El corazón de las tinieblas, que han visto una 
	degradación progresiva hasta quedar reducidos a su estado actual, 
	sino propios de una existencia diferente, cuya naturaleza es el más 
	puro Horror. Los bares, las habitaciones, el interior de los coches... tienen 
	una atmósfera propia de esta novela: una sensación de decadencia 
	eterna, tanto sin causa real más que la de la propia existencia como 
	irresoluble. ¿Se nos explica por qué está en quiebra el bar donde 
	Delano gris es presentado? No, podemos imaginarlo, pero el habérnoslo 
	explicado nos quitaría esa sensación de lugar eternamente en 
	decadencia. No sé si existe o no realmente el bar (y tres cojones me 
	importa, la verdad), pero tengo la sensación de que si mañana 
	Cotrina me dijera dónde está y yo entrara en él 
	seguiría aún en quiebra y decadente, como dentro de un año 
	y de diez. Y dice que aún así hay algo en familiar en este lugar, 
	como si aún quedara esperanza. 
	   Sin embargo, conviene pararse aquí a reflexionar 
	acerca de esta combinación de mundos. Cotrina es muy sutil a la hora de 
	plantear nuestro mundo cotidiano. No realiza un duro contraste entre nuestro 
	mundo maravilloso y la realidad grotesca que existe más allá del 
	espejo. Tenemos dos pruebas: el bar ya mencionado, extraído en principio 
	de un Madrid real, y el hogar de Delano 
	Gris. Es un hogar verosímil, no especialmente oscuro, no radicalmente 
	enfermizo, pero no tardamos nada en contemplar la tristeza, decadencia, 
	pesadumbre... que lo domina. Cotrina no nos deja a Delano en una situación 
	feliz, despidiéndose de una novia con la cual discute pero que aún 
	le quiere y cuyo cariño le acompaña... Ni siquiera observamos una 
	relación malsana cuyo desenlace se posterga hasta la vuelta de la 
	misión. No; estamos ante algo enfermizo, acabado, desolado. Y cada detalle 
	de la descripción de dicho hogar lo confirma. 
	   Por otro lado, tenemos el mundo gangrenado en el cual 
	se interna el grupo. Quien haya leído El sueño de hierro, 
	de Norman Spinrad, verá no pocas semejanzas entre la tierra desolada de 
	los mutantes, con los carros de combate avanzando entre llamas, explosiones y 
	balas, y esta tierra sin Dios por la que nos guía el novelista. La 
	relación con el Infierno de Dante, tópico tantas veces utilizado, 
	a menudo sin relación, tiene aquí su correspondiente en cuanto al 
	célebre lema que ensalza las puertas a la morada de Satanás: 
	Dejad, los que aquí entráis, toda esperanza. Y nos 
	encontramos realmente ante un mundo sin esperanza, donde lo único que 
	puede hacerse es avanzar lo más rápidamente posible y no mirar 
	atrás, pues sería una mirada gratuita. Aquí podemos echar 
	de menos el bar en quiebra, el triste y decadente hogar. 
	   Uno de los momentos más detallistas del libro, 
	sin embargo, será el del cruce de realidades, donde Cotrina va 
	desglosando el efecto del paso a la Sombra a partir sobre todo de luces y 
	mobiliario, pero comenzando por el sufrimiento físico del protagonista, 
	fusionando así espacio y personaje. Ésta quizá sea la 
	descripción más decimonónica de todo el libro –incluso 
	continúa bastante más–, pues sin duda al autor le interesa marcar 
	con toda la exactitud posible la relación entre ambas realidades. 
	   Lo mismo podemos observar en la aparición de cada 
	objeto. No se nos describe la forma exacta de la pistola, sino su efecto. Y, 
	sin embargo, no evita las incursiones poéticas cuando no sólo 
	embellecen el texto –algo siempre discutible– sino que definen mucho mejor 
	que el lenguaje coloquial. Por ello, no podemos hablar de imágenes 
	visuales, sino más bien de imágenes psicológicas. 
	   Hay un insistente esfuerzo por parte de Cotrina en busca 
	de una cierta poesía decadente que, sin resultar pedante ni forzada en 
	ningún momento, cuadra a la perfección con los planteamientos de 
	su historia. 
	   Se trata por tanto de un lenguaje mimado, aunque con 
	cierto exceso de subordinadas, las cuales a menudo arrastran un poco la lectura; 
	aún así, este estilo crea un ritmo cadencioso, pausado, acorde 
	con la disciplina mental y vital de los mercenarios. De todos modos, no molesta 
	tanto como para que la lectura no resulte un verdadero placer desde el principio 
	hasta ese último: 
	
	      Ya estaba lejos. 
	      Cerca del lugar donde están los sueños 
	      cuando nadie los sueña. 
	   Por último, en cuanto al espacio conviene 
	señalar la importancia de las referencias culturales místicas, 
	tanto egipcias como griegas; no se limitan a dar un toque exótico a la 
	historia, sino que se plantean a partir de una mentalidad propia de dichos 
	paradigmas y siempre ajustados a la narración de una novela de aventuras. 
	   En cuanto a los personajes, se trata del mayor logro de la 
	novela. Por lo pronto, hoy en día un buen personaje depende de su 
	complejidad interna, de sus conflictos personales, pues realmente buscar unos 
	rasgos originales casi parece imposible. Y, sin embargo, Cotrina lo logra. Nos 
	da nuevos tipos de aventureros: un genio probabilista, un lector místico 
	que tortura constantemente a un satisfecho muñeco dotado de consciencia, 
	un asesor fiscal que trabaja de líder mercenario en sus ratos libres, 
	más un novísimo y verosímil concepto de nigromante. Por 
	otro lado, los personajes más característicos muestran 
	personalidades tan inquietantes como misteriosas: el asesino profesional se 
	encuentra ligado de una manera ¿mística? con el asesor fiscal y, por 
	supuesto, el propio protagonista: un hombre completamente aburrido y gris 
	arrastrado a las aventuras de manera fortuita (un Bilbo Bolsón del 
	Infierno). 
	   Por todo esto, el protagonista funciona bien tanto para 
	conseguir cierta identificación con el lector como para asumir la 
	cotidianeidad de este tipo de vida. Su personalidad y Destino son además 
	tratadas, aún con cierta convencionalidad, de hábil manera mediante 
	retrospecciones bien calculadas. Ésta hábil introducción en 
	la cotidianeidad de unos personajes cuya vida se basa en el coqueteo diario con 
	el Horror supone uno de los grandes logros del texto. 
	   En este sentido, el personaje menos afortunado es el de la 
	espiritista, la cual debió ver cómo parte de su desarrollo quedaba 
	encarpetado por razones narrativas. No es que estorbe, en absoluto, pero queda 
	muy difuminado ante la tremenda personalidad y el interés de sus 
	compañeros. Aún así hay que agradecerle a Cotrina una 
	historia de amor original y con un final más que interesante. 
	   Todo ello nos da una novela fresca, novedosa, que hace 
	un hábil uso del hibridismo entre géneros –magníficos 
	los momentos de peleas a tiros de armas automáticas con los muertos 
	vivientes– y dotada de un inteligente y a menudo macabro sentido del humor 
	(he llegado a reírme con ganas en más de un pasaje). 
	   Y, en fin, lo bueno de Las fuentes perdidas –como, 
	por supuesto, de tantas obras complejas– reside en la acumulación bien 
	cohesionada y coherente de elementos muy diversos. Precisamente por ello, el 
	texto admite múltiples análisis y habría de propiciar 
	numerosas discusiones. En mi humilde visión, me atrevería a pedir 
	a Cotrina el desarrollo de estos personajes y de este mundo en relatos cortos 
	–aparte de que pueda interesarle o no una nueva novela sobre el tema–, ya sea 
	en momentos anteriores o posteriores a la historia contada. Uno se queda con 
	ganas de disfrutar nuevas experiencias con este grupo de anti-héroes. 
	  
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