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		Icehenge, 
		de Kim Stanley Robinson
	     
            
		Título original: Icehenge
		 (1984)
	     
            
		Portada: Opalworks
	     
            
		Traducción: Estela Gutiérrez
	     
            
		Editorial: Minotauro 
		(2004)
	     
	      
	    
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		 Javier Vidiella (fjvidiella), Septiembre 2004 
	
	    Novela primeriza de Robinson que Minotauro rescata del olvido veinte años después de 
	su publicación americana en un intento de aprovechar, quizá, el aura "bestsellera" conseguida por el autor 
	tras Tiempos de arroz y sal.  
	   Icehenge es la historia del descubrimiento de unos extraños monolitos de 
	hielo (similares en su disposición al Stonehenge de la Tierra, de ahí su nombre) en el planeta Plutón 
	y de cómo dicho descubrimiento influye a lo largo del tiempo en las vidas de los personajes sucesivos que 
	toman las riendas del relato: la tripulante de una nave espacial que rechaza marchar con sus compañeros 
	rebeldes en su intento de realizar el primer viaje fuera del Sistema Solar y que acaba convertida ella 
	misma en rebelde en tierras marcianas; un profesor que estudia las ruinas que quedaron de dicha revuelta 
	marciana y encuentra una extraña conexión, sólo vista por él, entre los monolitos y los rebeldes; y 
	un nieto de ese profesor, cuya vida vagabunda e irresponsable, marcada por el misterio de los monolitos, 
	alcanza su culminación cuando consigue formar parte de una expedición al planeta que los alberga. Cientos 
	de años separan las peripecias de unos y otros. 
	   Visto así, el libro cuenta con una sólida base para resultar interesante. Y la verdad 
	es que tiene algunos pasajes impactantes que apuntan ya al increíble ejercicio de megalomanía que es la 
	Trilogía de Marte. Pero el resultado final, por desgracia, deja bastante que desear. 
	   Icehenge tiene la virtud de ser una historia condensada en pocas páginas, 
	lejos todavía de los tochos que Robinson pergeña últimamente, ninguno de los cuales parece poder resistirse 
	a la tentación de superar las setecientas páginas. Es también una especie de boceto preliminar de la obra 
	cumbre de su autor. Marte está ya presente como personaje fundamental del relato. Hay atisbos del proceso 
	de terraformación y sus implicaciones ecológicas que tan convincentemente relatará en los tres volúmenes 
	de la trilogía. Hay también un gobierno terrestre cada vez más influido por las grandes corporaciones 
	mercantiles y una minoría de seres humanos que se organiza en facciones rebeldes para acabar con ese 
	gobierno. Y hay, por último, unos personajes protagonistas que son científicos de primer orden, una especie 
	de élite intelectual que es la que siempre lleva las riendas de la historia. Da la impresión de que 
	Robinson es partidario de una aristocracia del intelecto sin la cual, parece decirnos, cualquier revolución 
	está abocada a sumirse en el caos. Las convicciones políticas de Robinson, que son claramente diáfanas 
	en la Trilogía y que le convierten en lo que en su país llaman un liberal, también están presentes en esta 
	obra (como nota curiosa, decir que hace ya mención al que parece ser uno de sus referentes de cómo le 
	gustaría que fuera la organización del trabajo y la propiedad en el futuro: la cooperativa de Mondragón, 
	en el País Vasco). 
	   El problema es, precisamente, que todo se queda en un mero esbozo de lo que llegará 
	a ser la Serie de Marte. Sin su hálito épico, sin la sensación de estar conquistando nuevas 
	fronteras y llevando a la civilización humana un paso más allá, sin la minuciosa explicación de los 
	aspectos técnicos, científicos, políticos, sociales y culturales que conforman la gran epopeya marciana y
	 que son las bazas que hacen soportable el inmenso fresco que dibuja la trilogía, nos queda únicamente 
	una novela que, para resultar satisfactoria, debería conseguir al menos involucrarnos en la historia. Y 
	ahí es donde Robinson fracasa estrepitosamente. Porque el misterio de los monolitos queda 
	finalmente en agua de borrajas.  
	   A las novelas de Robinson (que, no nos olvidemos, son ciencia ficción antes que nada) 
	les falta emoción, les faltan pasajes que nos sumerjan en la aventura que están viviendo sus protagonistas. 
	Son demasiado intelectuales, que no introspectivas (sus personajes no suelen pasar de meros arquetipos), 
	demasiado frías. Al final del libro no puedes dejar de sentirte engañado en cierta manera. Te has acercado 
	a él porque, en la mejor tradición de Clarke o Asimov, parece que se nos está planteando un misterio de 
	proporciones cósmicas. Pero no hay tal. Sólo un rellenar páginas hasta llegar a una conclusión totalmente 
	anticlimática. Robinson fracasa porque la historia acaba quedándose en nada. Y eso, en una novela de ciencia 
	ficción, es imperdonable. 
	  
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