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		Milenio negro, 
		de J. G. Ballard
	     
            
		Título original:  Millenium People (2003)
	     
            
		Portada: OPALWORKS
	     
  		
		Traducción: Marcial Souto
	     
            
		Editorial: Minotauro 
		(2004)
	     
	      
	    
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		 J. G. Ballard
		 
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		 Alfonso García (fonz), Febrero 2005 
	    "Creo en los próximos cinco minutos", escribía James Ballard en el poema 
	"I Believe", credo de una necesaria nueva religión para el presente milenio, un culto que sin duda sería 
	oficiado por psiquiatras solitarios en hoteles desiertos y piscinas vacías ante retablos surrealistas del
	espacio interior. En ese revelador aforismo se basan las obsesiones que han alimentado las ya cuatro décadas 
	de corpus ballardiano; la ciencia ficción como herramienta para vislumbrar el futuro que se nos viene encima 
	mediante el análisis de la evolución tecnológica y su impacto sobre el hombre, la dinámica social, la psique 
	y, si se tercia, el espacio-tiempo. Porque Ballard no podría escribir otra cosa que ciencia ficción; su 
	interés por el mundo que nos rodea le condena a ello. Y de este interés surge Milenio negro, que, a 
	pesar de las apariencias, es Ballard haciendo lo que mejor sabe; pura especulación psiquiátrica y sociológica, 
	ciencia ficción de los próximos cinco minutos. 
	   David Markham, psicólogo especializado en relaciones empresariales, descubre, a través 
	de una imagen casual emitida por televisión, que su primera mujer es una de las víctimas de un atentado en 
	el aeropuerto de Heathrow. Movido por un extraño arrebato, mezcla de celos, puro interés intelectual e impulso 
	sexual, David comienza a investigar los grupos radicales de Londres que podrían estar detrás de dicha acción. 
	A partir de ahí se desarrolla una trama cercana al thriller, entre alucinado y satírico, donde la 
	intriga detectivesca es un simple perchero para sostener lo que realmente importa: la exploración de la 
	neurosis social. Markham traba conocimiento de un movimiento revolucionario que bulle bajo las tranquilas 
	casas y jardines para profesionales de clase media de la urbanización Chelsea Marina. Una clase media que, 
	irritada por el progresivo deterioro que ha sufrido el contrato social frente al afán de rapiña del 
	capitalismo desde el colapso del bloque soviético, se niega a continuar siendo la argamasa de responsabilidad 
	civil que mantiene la sociedad en funcionamiento. Se sienten relegados, explotados ("somos el nuevo 
	proletariado", se afirma en diversos momentos de la novela), por un sistema en el que ha desaparecido 
	la seguridad laboral, donde un título universitario ya no asegura un trabajo de por vida y la única recompensa 
	es un sueldo engañosamente alto que va destinado a sufragar las ilusiones de confort en las que se basa la 
	vida civilizada; hipotecas desorbitadas, seguros médicos, bienes de lujo y educación privada para unos hijos
	que no tienen más futuro que convertirse en esclavos asalariados, ratas en la rueda infernal del trabajo-consumo 
	que les espera.  
	   A medida que David se ve involucrado en las acciones del grupo; encuestas obscenas, 
	bombas incendiarias en los videoclubes, atentados el museo Tate de arte moderno o la BBC (parte de la industria 
	cultural, la sociedad del espectáculo que anestesia la capacidad revolucionaria de la clase media), sufre un 
	principio de síndrome de Estocolmo, identificándose cada vez más con los objetivos de los revolucionarios. Y en 
	el proceso entabla una extraña relación de repulsión/atracción con el gurú del movimiento, el pediatra Richard 
	Gould, que, desencantado con la célula de Chelsea Marina, desea llevar la revolución un paso más allá... 
	   Evidentemente, transitamos por los paisajes desolados habituales de Ballard, habitados por 
	personajes solitarios de emociones extirpadas que se relacionan entre sí como apáticos autómatas manejados por 
	algún tipo de software defectuoso en un mundo anodino e impoluto que parece diseñado por un comité de burócratas. 
	Excitados sexualmente por la violencia abrazan ilusionados el desastre, arrastrados por un deseo latente de 
	autodestrucción como desesperada salida a un mundo cuyas únicas ideologías son el consumo y la diversión. Un 
	lugar donde reina la más perfecta de las dictaduras; un totalitarismo amable, sonriente, que todo lo hace por 
	nuestro bien, como el solícito relaciones públicas de un crucero por el Caribe. Y Ballard anticipa un futuro 
	terrible; cuando la sociedad de consumo alcance en su totalidad este estado ideal de beatíficos centros 
	comerciales, sólo nos quedará la locura como única libertad. Nuestro paisaje interior se manifestará en el 
	mundo real y actos de violencia irracional surgirán de este aburrimiento, de esta conformidad paralizante, 
	como liberaciones de las psicopatologías latentes bajo un aséptico mundo de aire perfumado, luces indirectas 
	y bienes de lujo.  
	   En este bonito panorama del nuevo milenio se alza la figura magnética, paradigmática, 
	precursora, del doctor Richard Gould. Reencarnación del personaje iluminado que renace una y otra vez en la
	obra de Ballard, Gould actúa como portavoz de los vastos campos de las psicopatologías que se agitan bajo 
	las placas tectónicas de la consciencia, arrojando las reflexiones más crudas, nihilistas y terroríficas de 
	Milenio negro. Habiendo contemplado la crueldad de la naturaleza en niños con enfermedades terminales, 
	ha llegado a la conclusión de que el universo es un lugar indiferente ante la tragedia humana, al que es 
	absurdo intentar buscarle sentido. ¿Y cómo relacionarse con él? Pues pagándole con su propia moneda, con 
	actos de violencia aleatoria que poseen el poder de destruir nuestra imagen de un mundo con sentido moral; 
	"un acto inmotivado detiene en seco el universo". Para lograr comprender por fin que la ausencia 
	de respuestas es, en sí misma, la respuesta.  
	   Sin embargo, a pesar de la demoledora clarividencia de Ballard, la ejecución de la novela 
	no es todo lo pulcra que uno desearía, cayendo incluso en errores de continuidad (en un momento dado David nos 
	informa que es la última vez que ve a Richard Gould, para volver a encontrárselo dos capítulos más tarde). Y, 
	a pesar de los destellos de brillantez descriptiva ("hubo una bocanada más oscura como si parte de Laura 
	se hubiera soltado del ancla del cuerpo, quizá una mano que alguna vez me había acariciado o un pie suave que 
	había tocado los míos cuando dormía" piensa David ante el crematorio donde se consume el cadáver de su 
	primera mujer) y las pinceladas de humor negrísimo (los cócteles molotov fabricados con caras botellas de 
	borgoña y corbatas de club), el estilo resulta falto de brillantez, seguramente perjudicado por una traducción 
	apagada y algo torpe. Y la obsesión de Ballard en la repetición de conceptos y situaciones, en volver una 
	y otra vez sobre ellos, exprimiéndolos hasta secarlos, convierten la lectura en un monótono rumor de fondo 
	en algunos momentos, como si escucháramos una cinta magnetofónica regrabada muchas veces hasta que lo 
	almacenado inicialmente pierde su sentido. Dando quizá la impresión de haber sido superado por autores 
	influenciados por su obra, pero mejor adaptados a los vientos que corren literariamente (el Palahniuk de 
	El club de la lucha o el Easton Ellis de la fallida Glamourama, obras que podrían considerarse 
	parientes lejanos de Mileno negro y, curiosamente, anteriores a éste). 
	   Defectos todos ellos que no empañan los indudables méritos de Milenio negro, una 
	de las más estimulantes, provocadoras e incluso brutales reflexiones sobre la opulenta sociedad occidental  
	de ahora mismito que me haya podido echar a la cara. Y me sigue admirando que a sus setenta y tres años 
	Ballard continúe así de lúcido y combativo, al pie del cañón. Demostrando que, pese a haber despertado del 
	sueño, de la ilusión de una prometedora vida futura, la ciencia ficción es más válida y necesaria que nunca. 
	  
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