|  
             Este relato ha sido leído 
              11064              veces  
            por Iñaki Bahón, 1 de junio 
              de 2000  
            
             
                Cuando se preguntaba acerca de sus miedos, Carlos 
              siempre ponía al principio de la lista el que le inspiraba 
              la posibilidad de lamentar, momentos antes de morir de viejo, el 
              haber perdido el tiempo, el haber desperdiciado su vida. 
                 Ahora, con apenas 35 años, consideraba 
              aquel desenlace como prácticamente inevitable. 
                 Su trabajo como redactor en la revista "Entropía", 
              dedicada a eso que se ha dado en llamar las paraciencias (los fenómenos 
              "para anormales", como solía comentar en privado), 
              no contribuía demasiado a mejorar sus perspectivas en ese 
              terreno. 
                 Eran las cinco de la tarde. Y se dirigía 
              en metro a entrevistar a un lunático que aseguraba que el 
              fin del mundo estaba próximo (otra vez). 
                 El 2001 se acercaba, y, el tercer milenio iba 
              a comenzar de nuevo. Cuando ya estaba olvidada la oleada de profecías 
              y vaticinios catastróficos que se habían producido 
              el año pasado, ahora todos los falsos profetas volvían 
              a la carga para amargar el segundo semestre del año al resto 
              de la humanidad. Por este motivo "Entropía" estaba 
              preparando varios especiales sobre el tema. No es que la revista 
              hubiera defendido en el 99, contra el resto del mundo, que el milenio 
              no acababa hasta el año próximo. Por supuesto que 
              no: habían llenado sus páginas con aquella mierda; 
              de hecho, lo que iban a publicar ahora eran prácticamente 
              fotocopias de los artículos de hace doce meses. El negocio 
              es el negocio, y los lectores no eran demasiado exigentes. 
                 Para Carlos no eran más que un rebaño 
              de crédulos que no dejaban de sorprenderle. No podía 
              entenderlos. Entre los forofos del deporte existen aquellos a los 
              que les gusta el fútbol, pero no el tenis; entre los aficionados 
              a la música aquellos que se pirran por el rock pero odian 
              la salsa; entre los amantes de la literatura, quienes adoran a Borges 
              pero no pueden con Dickens... Pero en el mundo en el que se movía 
              Carlos, las reglas eran distintas. Le hubiera gustado encontrarse 
              con alguien que dijera: "Creo en los OVNIS, pero no en la astrología", 
              o "La reencarnación es algo totalmente cierto, pero 
              lo de la telepatía es una estupidez". No comprendía 
              como, a pesar de las numerosas y diversas "disciplinas" 
              que confluían en este mundillo, todos los adeptos a lo sobrenatural 
              se llevaban siempre, indefectiblemente, el pack completo. Era todo 
              o nada. Respecto a lo paranormal, el mundo se dividía en 
              dos grupos: los escépticos y los otros, los que se creían 
              todo el lote. 
               Mientras trataba de inventar un enfoque original 
              para que la entrevista que le esperaba se diferenciase en algo de 
              las otras docenas que había hecho, se fijó en una 
              joven que se encontraba de pie a unos pocos metros de él. 
                 Tenía un buen lejos, pero un examen más 
              detenido revelaba a una persona totalmente distinta. Sus ojos eran 
              pequeños, sus labios demasiado finos, y su nariz demasiado 
              grande para cualquiera que midiese menos de dos metros. Vestía 
              ropa ajustada, a pesar de que le sobraban unos cuantos kilos, y, 
              aunque sus cejas revelaban que era morena, llevaba el pelo rubio, 
              casi blanco, de uno de esos colores que no existen en la naturaleza. 
                 Era toda una demostración de lo patéticos 
              que pueden ser los hombres, y de cómo las mujeres han descubierto 
              las debilidades de la mayoría de ellos: una tía fea, 
              gorda, morena, y desesperada, en la que nadie se ha fijado nunca, 
              se tiñe el pelo en defensa propia, se viste con dos tallas 
              menos de las que necesita, y, de repente, los tíos se giran 
              para mirarla el culo, aunque su culo sea tan grande como para que 
              no haga falta girarse para seguir viéndolo. 
                 Pero no fue el aspecto físico de la joven 
              lo que más le llamó la atención. Lo que realmente 
              le hizo fijarse en ella detenidamente fue lo que llevaba bajo el 
              brazo. Era una caja de cartón, algo más grande que 
              una de zapatos, cerrada con cinta adhesiva. En sus laterales, en 
              letras marrones, se podía leer una palabra: "Thagson". 
              Carlos no pudo evitar sonreír: Thagson era, posiblemente, 
              la mayor empresa de venta de películas por correo; de películas 
              pornográficas. Lo sabía perfectamente porque él 
              mismo era un buen cliente, y mensualmente recibía una catálogo 
              con todas las novedades de tan estimulante género. Al pie 
              del cupón de compra que se adjuntaba con dicho catálogo 
              se incluía una nota: "Todos los pedidos se enviarán 
              sin ningún indicativo exterior que pueda revelar la naturaleza 
              de su contenido (¿?)". 
                 Vaya confidencialidad de los cojones era aquella. 
              La caja no daba pistas acerca de que contenía material pornográfico, 
              salvo el nombre de la compañía, claro. Un sistema 
              estupendo, teniendo en cuenta que todo cristo les compraba películas 
              X por correo. Lo mismo que él, muchas personas sabían 
              cuál era el contenido de aquella caja. Seguramente, incluso, 
              algunas de las personas que viajaban en el metro en ese preciso 
              momento. Carlos, en vez de pensar en la inminente entrevista, siguió 
              dándole vueltas al asunto. 
                 Se preguntó si la chica sabría que 
              lo políticamente incorrecto de su paquete se revelaba tan 
              claramente a los ojos del resto de los viajeros como si estos dispusieran 
              de visión de rayos X (por otra parte, los rayos más 
              apropiados para curiosear en este tipo de bultos). En un primer 
              momento Carlos pensó que ella debería haberse dado 
              cuenta, como cliente de Thagson, de que aquella inscripción 
              en la (por lo demás) corriente caja de cartón, tendría 
              que ser reconocida por cuantos viciosos se cruzaran en su camino. 
              Pero enseguida admitió que, él mismo, al recoger sus 
              propios pedidos, jamás había reparado en aquel detalle. 
              Era ahora, al ver a otra persona en esa situación, cuando 
              comenzaba a evaluar las posibles consecuencias de aquello.  
                 Comenzó a imaginar que los avisados viajeros 
              podían formarse una opinión acerca de aquella chica 
              a partir de sus gustos cinematográficos. Que tal vez muchos 
              de ellos pensarán que era una guarra. Personalmente Carlos 
              no tenía prejuicios sobre casi nada, y, lógicamente, 
              mucho menos sobre aquellas personas a quienes (como a él) 
              les gustaba el porno. Pero no todo el mundo pensaba de la misma 
              forma. Estaba seguro de que alguna persona de las presentes, alguna 
              de las que sabían qué era lo que la rubia llevaba 
              bajo el brazo, comenzaba a despreciar a la chica. Aquella reacción 
              no tenía ningún sentido desde un punto de vista lógico: 
              si alguien sabía lo que había en aquella caja era, 
              casi sin lugar a dudas, porque él/ella mismo/a había 
              recibido una igual en alguna ocasión; ¿por qué 
              criticar entonces a alguien por sus aficiones, cuando estas coinciden 
              con las tuyas? Pero claro, la lógica casi nunca tiene lugar 
              en el terreno del comportamiento humano. Carlos estaba convencido 
              de que todo el mundo, por horrible que fuera su conducta, era capaz 
              de justificarse a sí mismo, de llegar a encontrar alguna 
              atenuante para lo que sea que hubiera hecho (robar, violar, torturar 
              o asesinar), pero no estaba tan seguro de que se fuera tan indulgente 
              con los demás. Esa humana cualidad para ver la paja en el 
              ojo ajeno a pesar de que el nuestro esté atravesado por una 
              viga de acero, podría, llevando el asunto hasta sus extremos, 
              acarrear graves consecuencias a la joven del pelo teñido. 
                 En principio, aquello tal vez sonara demasiado 
              dramático. Al fin y al cabo, ¿qué podía 
              importarle a la joven que unos desconocidos, a los que seguramente 
              jamás iba a volver a ver, creyesen que era una degenerada? 
              ¿Acaso iba a vestir como lo hacía si le preocupase, 
              aunque sólo fuera un poco, lo que pensaran los demás? 
                 Pero, ¿y si no todos los presentes fueran 
              desconocidos? ¿Y si entre los viajeros, entre todas aquellas 
              personas anónimas, se encontrase, sin que ella le hubiera 
              visto, el padre de su novio? ¿Qué pasaría si 
              el hombre se escandalizase al descubrir que su futura nuera compartía 
              su afición por el onanismo? ¿Y si se escandalizase 
              tanto como para contárselo a su mujer y a su hijo, el cual 
              podría ser tan gilipollas como su padre, y todo aquello desembocara 
              en la anulación de la boda prevista? 
                 ¿Y si, además del suegro, también 
              viajase en el metro el jefe de la chica? El tipo tal vez fuera el 
              orgulloso poseedor la videografía completa de Andrew Blake, 
              pero que el señor tuviera buen gusto para el cine X no significaba 
              éste fuera acompañado de la virtud de la tolerancia, 
              y tal vez decidiera que no le interesaba tener trabajando en su 
              empresa a alguien de tan dudosa moral como aquella mujer. 
                 En resumen: una mera anécdota sin importancia 
              aparente podía desembocar en un auténtico drama humano: 
              el ineficaz sistema de confidencialidad de Thagson, unido al despiste 
              de la chica, podía costarle a ésta el trabajo y el 
              novio. 
               Pero la cosa no terminaba ahí. ¿Y 
              si la rubia no llevara realmente material pornográfico en 
              la caja? Carlos observó que la cinta adhesiva que la cerraba 
              no parecía demasiado bien pegada, como si hubiera sido abierta 
              y vuelta a cerrar después. Aquello abría nuevas posibilidades. 
              Tal vez no viniera de la oficina de correos. Tal vez hubiera estado 
              visitando a una tía suya, y ésta le hubiera entregado 
              unas latas de espárragos para su madre, utilizando como embalaje 
              una caja "que andaba por allí".  
                 -La ha dejado aquí tu primo. Es de unos 
              libros que pidió por correo. Ya sabes lo mucho que le gusta 
              leer-, explicó la orgullosa, y engañada, madre. 
                 Es decir, que al niño le encantaba machacársela 
              contemplando a las siliconadas porno-stars de moda (o, si tenía 
              algo de buen criterio, a insuperadas clásicas como Tory Welles, 
              Tracy Lords o, por supuesto, Amber Lynn), y, aquel inofensivo pasatiempo 
              iba a arruinarle la vida a su prima. 
               La megafonía anunció que la próxima 
              parada era la de Carlos. 
                 Aquello le sacó un poco de sus elucubraciones. 
              Rápidamente tomó en su cuaderno algunas notas sobre 
              la situación y todo lo que había imaginado sobre ella. 
              De aquello se podría sacar un buen relato. 
                 El tren se detuvo. Se levantó de su asiento 
              y, al salir del vagón, pasó por delante de la rubia. 
              En ese momento tuvo ocasión de estudiar fugazmente su cara, 
              no desde un punto de vista estético (ya sabía que 
              era fea), si no intentando averiguar, a través de sus rasgos 
              (si es que aquello fuera posible), qué demonios llevaba en 
              la caja.  
                 Una vez en el solitario andén, mientras 
              ascendía por las escaleras que comunicaban con el exterior, 
              Carlos descubrió que su estado de ánimo era un poco 
              más sombrío de repente, como si algo pesado se acabara 
              de instalar en su estómago, aunque en principio no supo a 
              qué se debía aquella sensación. Se sentía 
              como en esas ocasiones en las que te encuentras preocupado sin saber 
              por qué, hasta que recuerdas que pasado mañana tu 
              madre tiene que recoger los resultados de una biopsia que le hicieron 
              hace unos días; realmente no lo habías olvidado, sólo 
              que en ese momento no lo tenías presente. Pero lo que sí 
              tienes presente es la angustiosa sensación de ansiedad que 
              te produce la situación. 
                 Pronto comprendió la causa de aquel sentimiento. 
              Se detuvo en medio de las escaleras, extrajo su libreta de notas 
              del bolsillo interior de la cazadora, y releyó lo que había 
              apuntado apenas un minuto antes: 
               Rubia teñida en metro: 
               -Caja de Thagson : ¿es esto confidencialidad? 
                 -¿Porno o espárragos? 
                 -Comentarios de la gente (sonrisas, críticas...) 
                 -La ve su jefe: despido 
                 -Su futuro suegro: anulación de la boda 
                 -¡¡¡Drama Humano!!! ¿culpa 
              de su primo? 
               Estuvo a punto de reafirmarse en la opinión 
              de que allí había un buen relato, pero no llegó 
              a hacerlo. Por fin comprendió que ese tópico ("Aquí 
              hay una buena novela", "un buen cuento", "una 
              buena película", o un buen lo que sea) era al menos 
              tan falso como el que afirma que un penalti es medio gol. 
                 Allí no había un buen relato. En 
              el mejor de los casos tal vez existiera el germen, pero el relato 
              todavía tenía que escribirse. De momento todo se reducía 
              a unas breves notas, unas notas que guardaría en su carpeta 
              de notas, donde se reunirían con otros cientos de notas, 
              cientos de ideas que, supuestamente, iban a dar lugar a otros tantos 
              relatos. Proyectos, proyectos, proyectos... Si Carlos hubiera desarrollado 
              simplemente la mitad de las ideas que se le habían ocurrido, 
              su obra literaria podría compararse con la de los más 
              prolíficos escritores de la historia. 
                 Pero, por desgracia, las ideas no se transforman 
              en obras por sí solas. Es necesario trabajar en ellas. 
               Hacía años que se escudaba con 
              la arrogante y falsa presunción de ser escritor (no el escritor 
              de revistucha que realmente era, si no escritor de verdad). Lo cierto 
              era que aquella pedantería le resultaba útil. Las 
              noches de sábado en las que las mujeres se le resistían 
              (la mayoría de las veces), los días en que el trabajo 
              le resultaba definitivamente insoportable, los momentos en los que 
              la impotencia por no poder pagarse la vida que deseaba llevar le 
              resultaba enloquecedora... en esas ocasiones se convencía 
              a sí mismo de que no tardaría en escribir algo que 
              por fin cambiaría su vida. Algo importante que le proporcionaría 
              fama, dinero, prestigio, mujeres, y autoestima. 
                 Aquel engaño le servía de consuelo 
              en esos momentos de abatimiento, de tribuna en la que subirse y 
              desde la que poder sentirse superior a los demás 
                 En esos momentos, precisamente cuando no podía 
              hacerlo, ardía en deseos de escribir. Pero cuando realmente 
              disponía de tiempo, lo desperdiciaba en cualquier cosa, excepto 
              en la literatura. 
                 Cualquier cosa que le apetecía hacer le 
              distraía de lo que creía querer hacer. 
                 Se excusaba diciéndose que aún tenía 
              mucho tiempo por delante, que algunos grandes escritores todavía 
              no habían escrito nada a la edad que él tenía, 
              que ya llegaría la inspiración... Pero, a sus casi 
              36 años, las excusas estaban perdiendo su efecto. 
                 Incluso un experto en negar la realidad como era 
              él comprendía a veces que ya había pasado la 
              época de diseñar rutas, de preparar maletas, de decidir 
              destinos. En aquel punto de su vida ya debería haber llegado 
              a algún sitio. 
               Sabiendo que jamás escribiría nada 
              con aquello, volvió a guardar su libreta. Iba a reanudar 
              su ascensión por las escaleras cuando reparó en una 
              mujer que se encontraba sentada en el andén opuesto. 
                 Aparentaba unos 60 años, aunque seguramente 
              tendría menos. Sin duda el sufrimiento que reflejaba su rostro 
              la había envejecido más de la cuenta. Con sus manos 
              aferraba sobre su regazo un bolso barato, como si allí dentro 
              llevara todo lo que consideraba importante en su vida. La mirada 
              baja, como si le asustase mirar, o que la mirasen. Los pies, de 
              los que sólo la punta llegaba a tocar el suelo, recogidos 
              hacia atrás bajo el banco, como si temiera molestar. 
                 De igual forma que le había sucedido con 
              la rubia del metro, Carlos comenzó a imaginar lo que podría 
              ser la vida de aquella pobre mujer. Aquello debería afectarle, 
              hacerle sentir identificado emocionalmente con el sufrimiento que 
              intuía en ella. Pero era incapaz de sentir nada. Jamás 
              conseguía que nada le hiciera conmoverse, y menos que nada 
              las desgracias ajenas. Y aquello era fatal para un escritor. 
                 Un metro pasó a toda velocidad sin detenerse 
              en la estación. Carlos observó los vagones lanzarse 
              a toda velocidad hacia el túnel, como un enorme endoscopio 
              viajando por las vísceras de una inimaginable criatura. 
                 Pensó que no le importaría que aquel 
              túnel se llenara de sangre, y así acabar con todo 
              de una vez. 
               Era tarde, y tenía trabajo por hacer. 
                 Los falsos profetas con los que Carlos solía 
              tratar se dividían básicamente en dos grupos: los 
              millonarios aburridos, y los muertos de hambre. Había realizado 
              entrevistas en mansiones enormes y en lujosos salones, pero también 
              en apartamentos deprimentes subalquilados a las ratas, en sórdidas 
              habitaciones de hotel, en callejones húmedos, e incluso en 
              automóviles abandonados. Por no hablar de un par de cementerios. 
              Todo muy edificante. Pero ahora estaba a punto de batir su propio 
              record. 
                 Un tipo había telefoneado dos semanas antes 
              a la redacción de "Entropía". Trabajaba 
              como celador en un centro psiquiátrico de la capital, y, 
              según explicó, allí tenían ingresado 
              a un paciente que hablaba continuamente de cosas horribles. El enfermo, 
              al que llamaban, simplemente, Tomás, no tenía familia, 
              y nadie había ido nunca a visitarle ni había preguntado 
              por él. Dos años atrás había sido recogido 
              medio muerto en un callejón. Cuando se recuperó de 
              las lesiones físicas, y se revelaron las mentales, le ingresaron 
              en el psiquiátrico. Desde entonces no había dejado 
              de contar sus historias. 
                 El celador sabía que la revista en la que 
              trabajaba Carlos publicaba todo tipo de cuentos extravagantes carentes 
              de fundamento, y pensó que tal vez podría sacar un 
              poco de dinero "vendiéndoles" las que contaba aquel 
              loco. El director de "Entropía" creyó que 
              aquella sería una buena manera de llenar unas páginas 
              sin gastar demasiado dinero, por lo que mandó a Carlos a 
              hacer el trabajo. 
               Carlos había visto muchos manicomios en 
              películas, pero aquella era la primera vez que entraba en 
              uno de verdad, y enseguida descubrió que no tenían 
              nada que ver con los que aparecían en el cine. Era mucho 
              peor. A través de pasillos con la pintura desconchada, extraños 
              olores, y gritos inhumanos, el celador le condujo a la habitación 
              de Tomás. 
                 En el centro de la pequeña celda, sentado 
              en un taburete, se encontraba el tipo en cuestión. Era un 
              hombre de apariencia completamente normal, del que nadie hubiera 
              podido sospechar en caso de haberle visto por la calle. Llevaba 
              el típico pijama de hospital, de un blanco resplandeciente, 
              y la intensa luz solar que entraba por la pequeña ventana 
              de la habitación le daba de pleno, rodeándole de una 
              especie de aura angelical. Aquella iluminación le recordó 
              a Carlos a las películas de Oliver Stone, y no pudo evitar 
              pensar en que el celador había dispuesto aquella escenografía 
              a lo "El silencio de los corderos" para impresionarle. 
                 -Puede sentarse aquí -dijo el enfermero 
              señalando un taburete vacío frente a Tomás. 
              Carlos siguió su consejo-. No trate de hablar con él, 
              no le hará caso; cuando quiera él hablará. 
              Yo esperaré en el pasillo por si sucediera algo. Hasta el 
              momento no ha dado problemas, pero nunca se sabe... 
                 -¿Me va a mostrar una fotografía 
              de una enfermera con la lengua arrancada a mordiscos a modo de advertencia? 
                 -¿Cómo dice? -preguntó el 
              celador sin entender la ironía de Carlos. 
                 -Nada, déjelo. No se preocupe, le llamaré 
              si tengo algún problema. 
               El tipo salió de la habitación. 
              Carlos observó detenidamente a Tomás, y siguió 
              sin ver en su rostro nada que pudiera delatar su estado mental. 
              Le miraba fijamente, como si estuviese a punto de comenzar a hablar, 
              y tan sólo esperase a que el periodista le prestara la atención 
              necesaria. 
                 Carlos decidió tomarse las cosas con calma. 
              Sacó una pequeña grabadora de un bolsillo, la encendió, 
              y la colocó sobre su pierna derecha. Miró a su alrededor, 
              estudiando una habitación que no tenía mucho que estudiar: 
              una cama, una mesa y un inodoro. Y las paredes. Ahora que sus ojos 
              se habían acostumbrado a la luz pudo verlas más claramente: 
              estaban llenas de operaciones aritméticas, anotadas con diversos 
              colores, (Carlos observó una caja de pinturas de cera en 
              la mesa, así como las manos manchadas de Tomás). Las 
              cuatro paredes estaban cubiertas de números hasta donde se 
              podía llegar subido en una silla. Había miles de ellas: 
              sumas, restas, divisiones, raíces cuadradas... el tal Tomás 
              era un tipo trabajador. Pero no tenía ni idea de matemáticas: 
              todas aquellas operaciones, fueran del tipo que fueran, daban el 
              mismo y erróneo resultado: cero. 2+2, 3x8, 8/4... En aquella 
              habitación todo era igual a cero. 
                 Carlos trataba de encontrarle un sentido a aquello 
              cuando la voz de Tomás le sobresaltó. 
               -¿Sabe cuál es uno de los grandes 
              dramas del ser humano? El hecho de que es incapaz de asumir que 
              va a morir -su voz era tranquila y penetrante-. Sólo cuando 
              muere alguien cercano comenzamos a darnos cuenta de que algún 
              día nos pasará a nosotros. En ese momento nos sentimos 
              vulnerables y asustados. Pero esa sensación pasa pronto, 
              y enseguida volvemos a ignorar la realidad. Es una lástima, 
              porque si comprendiésemos de verdad que vamos a morir, valoraríamos 
              cada segundo. Claro, que todo eso carece ahora de importancia. 
                 Tomás no se movía mientras hablaba. 
              Continuaba mirando a los ojos a Carlos, con sus pintadas manos reposando 
              sobre las piernas, y manchando las perneras de su pijama. 
                 -Todos nos creemos el centro del mundo -continuó-. 
              Estamos convencidos de que todas las personas que nos rodean no 
              son más que extras de una película en la que nosotros 
              somos los protagonistas. Pero el papel de los demás no termina 
              cuando desaparece de nuestra vista, no se le mete en un armario 
              a la espera de que volvamos a necesitarlos. Sus vidas siguen, y 
              son tan importantes para ellos como para nosotros la nuestra. 
                 "Luego alguien muere. Y entonces nos sentimos 
              cerca de ellos. Creemos compadecerles, pero en realidad nos estamos 
              compadeciendo de nosotros mismos porque sabemos que, tarde o temprano, 
              les seguiremos. 
                 Por desgracia no tendremos que esperar mucho. 
               Dejo de hablar durante unos instantes. Carlos 
              comprobó cómo la grabadora se detenía: tenía 
              un sistema de reconocimiento de voz: ésta la activaba, y 
              se desconectaba automáticamente si nadie hablaba durante 
              5 segundos. Pronto comenzó a funcionar de nuevo. 
               -En estos momentos, mientras vivimos nuestras 
              vidas, las únicas válidas para nosotros, están 
              comenzando a suceder cosas terribles a otras personas, en otros 
              lugares. Mientras vivimos nuestra vida, en un pequeño pueblo 
              de La India, un brujo, tan real como nosotros, lee el futuro en 
              las vísceras de un animal. Dentro de unos instantes, horrorizado 
              por lo que va a ver, se sacará los ojos. 
                 Bañado por el intenso sol que entraba por 
              la ventana, Carlos comenzó a sentir frío. 
                 -En Venezuela, los trabajadores de una perforación 
              petrolífera se sienten eufóricos: parece que han encontrado 
              una bolsa de crudo. La estructura de la torre comienza a temblar, 
              una especie de rugido bestial parece surgir del interior del pozo, 
              y un líquido viscoso comienza a brotar. Sólo que no 
              se trata de petróleo, sino de sangre. 
                 "En un hospital de París un ginecólogo 
              y su enfermera tratan de sujetar a una paciente enloquecida. La 
              mujer ha acudido a realizarse una ecografía rutinaria, y 
              ha sufrido un ataque de nervios al ver en el monitor el aspecto 
              que tiene su hijo. 
                 "En otro hospital, esta vez en Argentina, 
              acaba de tener lugar parto de gemelos. Chico y chica. Él 
              se encuentra perfectamente, pero la niña ha nacido muerta, 
              con evidentes signos de haber sido violada y estrangulada. El médico 
              que ha atendido el alumbramiento observa horrorizado los negros 
              ojos del niño recién nacido. 
                 "Pero estos son tan sólo fenómenos 
              locales que afectan a pocas personas. Las cosas irán empeorando 
              en días sucesivos.  
                 "Mañana, los Estados Unidos utilizarán 
              un proyectil nuclear de baja potencia para intentar acabar con un 
              gigantesco ser que sus satélites espías han descubierto 
              en Alaska. Al comenzar su rutinaria jornada, un astrónomo 
              comprobará perplejo que no consigue ver ninguna estrella. 
              Días después se descubrirá, en todos los cementerios 
              del mundo, que los ataúdes están vacíos y perforados, 
              y que de ellos parten túneles hacia el interior de la tierra: 
              como si los muertos estuvieran agrupándose ahí abajo 
              con algún escalofriante objetivo. Los tripulantes de un submarino 
              nuclear soviético se verán desconcertados ante las 
              extrañas y gigantescas siluetas que, según el sonar, 
              les estarán rodeando. Un astronauta en órbita, al 
              mirar hacia la tierra, descubrirá que el aspecto de la superficie 
              ha cambiado; antes de que pueda comunicar con la tierra, le detendrá 
              el sonido de la puerta de su nave al abrirse desde fuera... 
                 "Ahora parece una locura. Parece una locura 
              imaginar criaturas diabólicas, muertos vivientes, guerras 
              nucleares inminentes y epidemias devastadoras. ¿Pero qué 
              importa si lo parece o no? En la vida no hay señales de tráfico 
              que avisen de lo que va a suceder antes de que suceda: ya ha empezado, 
              y no hay forma de detenerlo. 
               En ese momento Carlos hubiera preferido encontrarse 
              delante de Hannibal Lecter. 
               -¿Cree que puede predecirse el futuro? 
              -por una vez Tomás pareció dirigirse realmente a Carlos-. 
              Espere, no conteste. No he formulado bien la pregunta. Usted es 
              un profesional que trabaja en una revista especializada en temas 
              paranormales. Ha tratado con todo tipo de lunáticos y farsantes 
              que han realizado miles de predicciones que luego no se han cumplido. 
              No se trata de creer o no creer. Usted SABE. Sabe que el futuro 
              no puede predecirse, ¿verdad?. Es un escéptico que 
              sólo cree en lo que puede ver. Sabe que todas las cosas de 
              las que trata su revista son basura. Por cierto ¿no cree 
              que se ha equivocado de trabajo? Déjelo. No importa. 
                 "Se equivoca ¿sabe? El futuro puede 
              predecirse. Todos lo hacemos continuamente. "Este fin de semana 
              iré al cine", "El año próximo voy 
              a casarme", "Mañana saldré tarde del trabajo"... 
              Sería imposible vivir si no contáramos con algunas 
              certezas, con que, en cierta forma, podemos predecir el futuro. 
              Todos lo hacemos. Incluido usted, que ya sabía esta mañana 
              que iba a venir a verme. 
                 "Incluso una materia tan poco sospechosa 
              de congeniar con lo paranormal como las matemáticas, en realidad, 
              se basa en la adivinación. Las matemáticas dicen "Dos 
              más dos igual a cuatro". Pero no sólo aseguran 
              que el resultado es cuatro, si no que siempre lo será. La 
              misma tabla de multiplicar es toda una profecía. 
                 "Pero algunas personas pueden ver más 
              allá de lo evidente. Algunas personas, sin saber porqué, 
              son capaces de predecir lo que nadie más puede, cosas que 
              ocurren a pesar de esas reglas que tan seguros nos hacen sentir. 
              Esas personas, como yo, pueden ver lo que pasa en lugares lejanos 
              y extraños, y saben que están empezando a suceder 
              cosas horribles. 
                 "Algunos sabemos que algún día, 
              dentro de no mucho tiempo, dos más dos serán igual 
              a cero. 
               Carlos esperó a que Tomás añadiera 
              algo más. Pero no lo hizo. La grabadora se detuvo de nuevo. 
              Cuando el periodista estaba a punto de formular una pregunta, el 
              celador entró en la celda. 
                 -Lo siento, pero tiene que marcharse ya si no 
              quiero que se me caiga el pelo -explicó. 
                 -De acuerdo. 
                 Carlos se levantó. Sopesó la posibilidad 
              de despedirse del paciente, pero desechó la idea. No creía 
              que aquel tipo escuchara nada de lo que pudiera decirle. Siguió 
              al celador hasta la puerta, y cuando estaban a punto de abandonar 
              la celda, la voz de Tomás les detuvo. 
                 -No eran películas porno. Ni espárragos. 
                 Carlos se quedó petrificado. Se giró 
              y clavó sus ojos en el enfermo, que seguía sentado 
              sin mover un miembro. Aquel tipo no podía hablar de lo que 
              él creía que estaba hablando. No había forma 
              de que supiera nada de todo aquello. Era imposible. 
                 -Esa chica rubia del metro es sólo una 
              pieza más de todo lo que está a punto de suceder -continuó 
              Tomás-. En realidad en la caja llevaba una colmena de Saphyrs. 
              Las Saphyrs son una especie de avispas carnívoras gigantes, 
              originales de Asia. Allí las llaman "las pirañas 
              del bosque". Atacan a los rebaños de ovejas, de vacas, 
              e incluso a la gente. Son capaces de matar a una persona en pocos 
              segundos. Imagínese lo que podría hacer un enjambre 
              de Saphyrs en una estación de metro abarrotada de gente. 
              Una estación de metro como la que estaba buscando la chica 
              rubia. 
                 -Vamos, tiene que irse -insistió el celador. 
              Antes de que Carlos se marchara (o más bien fuera arrastrado 
              fuera de allí por el funcionario), Tomás añadió 
              algo más: 
                 -¿Sabe una cosa? Me alegro de estar loco. 
              Me alegro mucho. 
             
                 El día era radiante antes de que Carlos 
              entrase en el sanatorio, pero cuando salió de allí 
              el panorama era completamente distinto. Aunque seguía haciendo 
              mucho calor, el cielo parecía una amenazadora cúpula 
              de plomo, una oscura bóveda que retumbaba de forma ensordecedora, 
              como si alguna inimaginable criatura la estuviera golpeando con 
              gigantesco mazo. 
                 Aquel paisaje no contribuyó precisamente 
              a tranquilizar a Carlos. Sí, se encontraba muy inquieto, 
              como si... Vamos a ver, no es que creyera una palabra de lo que 
              aquel loco le había contado, por supuesto. No era eso. Pero 
              lo cierto es que aquella entrevista le había afectado como 
              ninguna de las que había hecho antes. Y no por las cosas 
              que había escuchado, no (las revelaciones habían sido 
              terribles y originales, pero en su larga carrera le habían 
              contado historias mucho peores), lo que le había impresionado 
              de verdad era la actitud de aquel hombre. 
                 No parecía que estuviera loco en absoluto, 
              pero eso era bastante común entre los locos, claro; lo extraño 
              era que no había en él ningún interés 
              por convencer. Todos los profetas chalados que Carlos había 
              conocido en su vida se morían por llamar la atención 
              con sus fantasías, por conseguir que se fijaran en ellos, 
              y por lograr que los demás creyeran unas historias que seguramente 
              ellos mismos no creían. 
                 Pero aquel hombre era distinto. No le había 
              contado todo aquello a Carlos para convencerle de nada, ni para 
              conseguir que lo publicara en su revista. Parecía estar por 
              encima de esas cosas. Se lo había contado con la misma actitud 
              con la que se habla de nuestra vida privada un completo desconocido 
              en un avión, sin apasionamiento, con la seguridad de que 
              no volveremos a verlo, con el convencimiento de que aquello no servirá 
              para solucionar nuestros problemas. Estos seguirán siendo 
              nuestros problemas, los crea o no nuestro compañero. Simple 
              conversación. 
                 Cuando llegó a la boca del metro el ánimo 
              de Carlos era bastante peor que lúgubre. Y el cielo también 
              había empeorado. Además, el sofocante bochorno le 
              había producido un dolor de cabeza casi insoportable. Para 
              completar el panorama, una sensación de humedad en el labio 
              superior le anuncio que había comenzado a sangrar por la 
              nariz. Se tapó con su pañuelo. 
                 Era temprano, y era primavera, pero ya era prácticamente 
              de noche. Aquello era muy extraño, no podían ser más 
              de las siete de la tarde. Giró la muñeca para comprobar 
              la hora, pero antes de que sus ojos pudieran enfocar los números 
              digitales, una gran gota de sangre procedente de su nariz se estrelló 
              sobre la pantalla de cuarzo, ocultándole la información. 
                 En aquel momento se sintió ridículo. 
              No, ridículo no era la palabra. Lo ridículo, aunque 
              patético, suele tener su lado divertido. Pero allí 
              no había nada divertido. Ni de lejos. Estaba parado en la 
              entrada del metro, con la mano derecha apretaba un pañuelo 
              empapado de sangre contra su nariz, mientras que tenía el 
              brazo izquierdo flexionado, como si le hubieran fotografiado mirando 
              la hora. 
                 Pero todo empeoró de repente. Algo salió 
              volando del metro y pasó a pocos centímetros de su 
              cara a toda velocidad, algo que le pareció un zumbido azul 
              metálico. 
                 Paralizado, incapaz de mover un sólo músculo 
              (excepto su descontrolado corazón) con el cielo comenzando 
              a reventar sobre su cabeza, y escuchando la creciente mezcla de 
              horribles gritos y zumbidos que procedía de lo más 
              profundo de la estación de metro, Carlos dio por seguro que, 
              en caso de que la sangre no hubiera tapado la pantalla de su reloj, 
              lo único que hubiera podido ver en él hubieran sido 
              ceros. 
                 De pronto, el morir de viejo en su cama, convencido 
              de que había malgastado su vida, no le pareció una 
              alternativa tan horrible como unas pocas horas antes. 
             
            |