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            por Jennifer CM, octubre de 2002 
            
             
                Eran las ocho de la tarde y Duremle ya había despertado. 
              Se estaba mirando al espejo. Era algo impresionante su tez, ningún 
              blanco nacido de la paleta de un artista humano podría compararse 
              a su color de piel, además que ningún humano podría 
              soportar tocarla más de unos segundos. Fría como el 
              hielo, como un gran bloque de hielo. Sus ojos eran tan brillantes 
              como lo pueda ser un fluorescente, ojos amarillos, ojos feroces, 
              los ojos del diablo. Sus labios, eran muy carnosos y de un color 
              rojo pasión que asombraba. Y si abría su boca... ahí 
              los dos caninos enormes dispuestos a hacer su labor. Se había 
              convertido en un animal, una bestia sagaz y sin sentimientos. El 
              paso de los años le daba igual, no le importaba en absoluto. 
              Sólo se dedicaba a matar y a caminar por las callejas más 
              oscuras, para hacer más llevadera la soledad de un animal 
              como él era. Hacía treinta y dos años que se 
              dedicaba a lo mismo. Más no le importaba cuantos. Había 
              perdido la humanidad y con ella, el ser razonador que antes era. 
              Sólo era un animal que buscaba comida con tal de sobrevivir. 
              Cada noche despachaba dos o tres hombres a los alrededores de los 
              cementerios o por los suburbios más pobres. Huía de 
              la luz de la noche, no porque le fuera perjudicial como la del Sol, 
              sino porque no quería regalar su monstruosidad a sus víctimas. 
              Mataba lo más rápido posible. ¿Por pena a sus 
              víctimas? No lo sabía. Ya no sabía casi nada, 
              excepto su condición de animal monstruoso. No disfrutaba 
              del regalo de vivir toda las noches de la humanidad. No se lo merecía, 
              ya no era un humano. Por diversión o bien para matar las 
              horas muertas, entraba en locales de ambiente vampírico algunas 
              veces. Éstos le provocaban curiosidad. Una veintena de mortales 
              haciéndose pasar por vampiros. 
               Alguna vez había visto una tez como la 
              suya, tan y tan blanca, que era imposible que fuese maquillaje. 
              Entonces, se marchaba, no quería peleas por un territorio. 
              Él sedentarismo no iba con él, así que simplemente 
              se marchaba a otra zona. En realidad, no había camaradería 
              entres vampiros. No cómo lo decían los libros. Entre 
              ellos se mataban por el terreno de caza, cruda y fría realidad. 
              Él era inteligente, y no basaba su supervivencia en luchas 
              con otros de su especie. Simplemente se iba a otra parte, un sitio 
              donde estar tranquilo. Y si entonces venía otro a ocupar 
              su lugar, antes de que vinieran a él para pelear, le cedía 
              su puesto en aquella ciudad. 
               Hoy había llegado a otra ciudad. No una 
              gran ciudad, pero que contaba con muchísima población, 
              por lo tanto sus crímenes a vagabundos, prostitutas o alcohólicos 
              pasaría desapercibido. Además, el suburbio donde encontró 
              un sótano deshabitado, estaba cerca del puerto de mala muerte. 
              Sería muy fácil cazar allí. Por primera vez 
              en su eternidad le gustaba la ciudad. Esta vez quizá pelease 
              por proteger su terreno. Pero los vampiros del siglo XXI eran suntuosos, 
              preferían las grandes polis: New York, Washington, San Francisco, 
              Los Ángeles... no, allí se quedaría una larga 
              temporada. Quizá incluso llegaba al par de años.  
               Memorizó el momento de su muerte, para 
              habitar como un fantasma visible pero dañable por la luz 
              del día. Nunca hubiese jurado que aquella pobre muchacha 
              desamparada en medio del cementerio fuese lo que era. Él 
              iba entonces, y desde hacía aproximadamente un año, 
              cada noche al cementerio de su pequeño pueblo. Había 
              perdido a su única familia: su madre.  
               Aquella noche como otras, repetía su ritual. 
              Flores frescas y ojos lacrimosos que contemplaban la lápida 
              escasa media hora.  
               Pero aquella noche, cuando volvía a casa, 
              escuchó los sollozos de alguien. ¿Los vampiros también 
              lloran? No, el nunca jamás había podido. No existen 
              las lágrimas de sangre pero sí la malicia de la voz 
              vampírica que confunde al oído humano. Ningún 
              vampiro entristecía por nada, ni siquiera él al recordar 
              esa noche; y tampoco ningún vampiro amaba. Ya no sentían 
              nada al morir como humanos, pero su astucia y el don del engaño 
              lo aprendían muy pero que muy bien. Era algo crucial en su 
              vida de vampiro. Recordaba el encuentro con la muchacha perfectamente. 
              Ella estaba arrodillada junto a una lápida de mármol, 
              llorando ( más bien hacía que lloraba) a un familiar, 
              supuso él. Mentira, ella quería atraerle. Conseguir 
              una víctima sin tener que usar su fuerza bruta. 
               Se acercó a la muchacha y se arrodilló 
              junto a ella; y cuando se dio cuenta ésta le asía 
              bien fuerte y absorbía su vida a través de la sangre 
              de su yugular. Cuándo lo soltó, no muerto del todo, 
              vio su cara, ¡qué horror! La misma tez que poseía 
              él ahora, pero de unos ojos color cobrizos, imposibles del 
              ser humano. Su boca parecía una rosa roja llorando su mismo 
              color imperial en medio de un campo de azucenas blancas. Y sus dientes 
              caninos... daban pavor. Aún hoy se preguntó porque 
              la muchacha no acabó con su vida. Sin embargo decidió 
              hacerle de su especie. Le dijo bebe ofreciéndole su muñeca 
              blanca y lisa. ¿Dónde está la vena? ¿Era 
              su voz aquella? Pero era todo tan confuso, como un sueño. 
              Sólo recordaba perfectamente el haberse levantado, caído 
              al suelo con dolores atroces, sobre todo en su cara. Su cara que 
              ahora era casi cadavérica. Que había perdido sus rasgos 
              para dejarlos lisos y marcados. Sus ojos, que habían perdido 
              su azul celeste para ser amarillos. Y la boca... sus caninos rompiéndose 
              con un ruido interior para dejar en su lugar a unas garras bucales. 
              Ella sólo le dijo, que se procurara un ataúd para 
              los días, que el sol lo mataba, bueno ya estaba muerto, pero 
              el Sol lo hacía polvo. Que jamás en la vida intentase 
              comer nada y que sobre todo, se protegiera de los otros. Entonces 
              desapareció como si de un espejismo se tratase. Y ya no la 
              volvió a ver más. No preguntó su nombre, pero 
              lo sabía: Eliaster. Qué extraño... y entonces, 
              también vislumbró su nombre vampírico: Duremle. 
              Vino a su mente con la estridente voz de la muchacha. ¿Ella 
              lo había bautizado? No, bautismo entre vampiros no existía. 
              Sólo era que ella misma se lo había presentado. Corrió 
              y corrió en su busca, y entonces comprendió que era 
              un animal, y era un animal solitario. Aquella noche durmió 
              en el cementerio. Y las noches que siguieron se dedicó a 
              hacer lo que la muchacha lo dijo, además de experimentar. 
              Se sació con todo los platos de bufete libre que brindaba 
              la ciudad: niños, niñas, ancianos, de distintas razas... 
              y comprobó que cada sangre tenía su ápice especial. 
              Alguna más ácida que otra, otra más caliente 
              que otra. ¿Cómo era posible? Los humanos para él 
              era como el cerdo o los vegetales para los humanos. 
               Aquella noche, como todas las anteriores, recordaba 
              aquellos primeros tiempos de su existencia vampírica. Ahora 
              tocaba su cara en el espejo. Le daba asco y así le parecía 
              hermosa, si alguna cosa le llegaba a parecer. Cogió su chaqueta 
              negra aunque no le hiciese falta, más frío que él 
              no era el tiempo, y se dispuso a ir de caza. Como cada noche y al 
              salir de aquel lúgubre sótano... el animal fiero. 
               *** 
               - Te digo que existe y que lo he visto 
                 - ¿Estás loca Dana? No existen tales 
              cosas. No existen los personajes de fantasía. 
                 - Yo lo he visto e iré a por él. 
                 - Si deseas darte un paseo sábado noche 
              por el cementerio... adelante, pero no esperes que yo vaya contigo. 
                 - Esta bien, no me hace falta tu apoyo. 
                 - ¡Ah! Si quieres yo te compro los ajos 
              y la estaca. 
                  - ¡Bah! ¡Tu que sabrás! 
               Dana Duncan era universitaria y compartía 
              habitación en una residencia con una amiga de la infancia. 
              Una amiga del orfanato donde había crecido sin padres y donde 
              sólo contó con el apoyo de una persona para sobrevivir. 
              Era rara, Dana era rara. No sólo su aspecto de punk lo era, 
              sino que además era tan reacia y tenía salidas tan 
              raras que la gente la repelía. Quizá fuesen sus ojos 
              feroces e inexpresivos, a veces. Desde pequeña, tubo obsesión 
              por el vampirismo. Leyó todos los libros posibles a leer. 
             
               Y creía firmemente en ellos. De hecho 
              a veces rondaba los cementerios con una estaca en la mano buscando 
              alguno. Jamás vio uno, hasta hace unas noches a las afueras 
              del cementerio que estaba cerca del puerto. Nos buscaba ser Buffy 
              la Caza vampiros, pero no sabía tampoco porque llevaba consigo 
              una estaca. Tampoco de que le serviría un crucifijo de plata 
              que llevaba en su mochila y la ristra de ajos, que empezaba ya a 
              apestar, también en su mochila. Pero si ella no creía 
              que eso hiciera efecto. Bueno, en realidad lo que sí sabía 
              era que deseaba la muerte e iba a buscarla. Y deseaba la muerte 
              de manos de la bestia más feroz, una bestia, que cometiera 
              un asesinato tan atroz, que Dios ( si existía uno) le perdonara 
              el infierno y la llevase al paraíso con sus padres ( porque 
              si existía uno allí debían estar) Al fin y 
              al cabo, que mal habían hecho sus padres si no tuvieron oportunidad 
              de criar o malcriar a su hija. Ellos murieron en un accidente de 
              tráfico cuando Dana tenía seis meses.  
               Hasta el año su abuela paterna, la única 
              familia entonces, la crió. Pero el día del primer 
              cumpleaños de Dana ésta murió de un infarto. 
              Las cosas de su abuela y sus padres pasaron junto al piso a Hacienda 
              y ella, Dana, al orfelinato de la ciudad. Nada, ni un recuerdo le 
              dejaron. No sabía el aspecto de ninguno de sus antepasados. 
              Supuso que eran como ella antes de afiliarse a la moda punk y de 
              trenzas de mil colores. 
               Pero contemos como Dana encontró a su 
              vampiro. Hacía dos noches que Dana había ido al cementerio 
              con sus protecciones para buscar la muerte. En fin, siete años 
              hacía este ritual. Desde que tuviese trece. Pero jamás 
              la encontró. Encontró abusos sexuales en dos ocasiones, 
              cosa que no le detuvo, más bien le importó poco; encontró 
              cuatro detenciones por parte del guardia del cementerio y varios 
              ladrones que le habían quitado el dinero o la chaqueta. Pero 
              que más daba, si iba a morir que importaba lo que pasase 
              hasta encontrar su muerte. Y aquella noche, noche en la que decidió 
              que era más fácil tirarse desde la azotea de un sexto 
              piso, lo vio. Era lejos, y pensó que era un perro hambriento 
              comiendo a un mendigo muerto hace poco. Se acercó más 
              y se escondió detrás de unos matorrales. Era un vampiro. 
              Succionaba la vida a su víctima salvajemente. Cuando acabó, 
              irguió su cuerpo hacía la Luna como hacen los lobos 
              y gritó, pero gritó sin sonido. La sangre chorreaba 
              por su boca.  
               La víctima debió ser una mujer, 
              por su complexión. Pero la cara y cuello estaban destrozados. 
              Dana quiso salir y decir al vampiro, ahora yo por favor. Pero se 
              quedo paralizada viendo al ser. Le pareció extremadamente 
              hermoso y atractivo. Piel de color imposible, ojos de brillar imposible, 
              complexión fuerte pero cara cadavérica y pelo castaño 
              desgreñado al viento. Además un completo salvaje. 
              ¡Un vampiro! ¡Un vampiro! Al fin, la espera valió 
              la pena. Sin embargo no salió y por esa razón esta 
              noche estaba de nuevo en el mismo lugar.  
               Pero al llegar, no vio al vampiro, sino que lo 
              que vio fue un cordón policial alrededor de un mendigo muerto 
              y desmembrado.  
               Ya había atacado aquí. Pensó 
              y pensó que debía hacer. Bien, era temprano, por lo 
              tanto no debía ser su última víctima. ¿Del 
              cementerio dónde hay policía a donde irías 
              para matar sigilosamente? ¡El puerto! Giró en sus pasos 
              y tras bordear el cementerio, marchó camino al puerto. 
               *** 
               Ya había tomado su aperitivo, un mendigo 
              no muy viejo. Delicioso. Ahora había policía, seguramente 
              había repetido demasiadas veces el mismo lugar. Ahora estaba 
              caminando ligeramente por el puerto. Ahí no tendría 
              problemas. Los millones de barcos extranjeros y aquellos que hacían 
              contrabando no avisarían a los oficiales. En su boca todavía 
              quedaba restos de sangre suculenta, fresca y deliciosa sangre de 
              vagabundo. Su preferida. Carne de olor mugriento y de alcohol y 
              sangre ebria.  
               Delicias del infierno vampírico. Se detuvo 
              en seco, alguien le seguía. ¡ Qué estúpido 
              el humano que fuese! Iba a su muerte.  
               Debía ser un guardia que le preguntaría 
              si estaba perdido. ¿A cuántos de esos había 
              despachado? Qué inocentes eran. La persona que le seguía 
              también se había detenido. Notaba su respirar, algo 
              exagerado, puesto que esa persona estaba asustada. Sería 
              la loca de los matorrales del día anterior. Vaya... demasiada 
              curiosidad para no estar loca y perseguir a un asesino. Espera. 
              ¿Qué olor era ese? ¡Ajos! La muy boba pensaba 
              que ajos la protegerían. A no ser que hiciera que él 
              Duremle comiera... los ajos le servirían de más bien 
              poco. Se giró a ella. Lo que vio fue uno de esos humanos 
              de estilo punk. Bien, hacía tiempo que no disfrutaba con 
              uno de ellos. Los ojos de la muchacha eran espectaculares. Ambos 
              se quedaron paralizados.  
               Pero un vampiro no siente, así que fue 
              algo momentáneo, ella por su parte estaba paralizada intentado 
              pronunciar algún sonido parecido a la palabra. Duremle pensó 
              que sus ojos parecían sobrenaturales como los de él. 
              Su color era corriente pero tenían algo diferente y no sabía 
              qué. Bueno, algo sin importancia. La muchacha al fin obtuvo 
              el valor de hablarle a su verdugo: 
               - Mi nombre es Dana - cogió aire y prosiguió.- 
              Te he esperado siete años. Vengo a ti porque deseo una muerte 
              atroz. 
               Duremle no sabía lo que era la risa. Perdió 
              su facultad de reír al ser un vampiro pero si aún 
              la conservara ese sin duda hubiese sido un momento en que tal cosa 
              hubiese aparecido. No esperaba esas palabras. La muchacha hizo otro 
              acoplo de valor: 
               - El otro día te vi. Quise salir pero 
              no tuve valor. He venido a que me mates. 
               ¿Hablaba como nunca había hecho 
              con su víctima? ¿Regalaría esa voz monstruosa? 
              Está víctima quizá lo mereciese. Muy bien, 
              iba a hablar. Pero solo unos minutos. 
               - Si quieres morir... - su voz le asombró 
              hasta a él.- Si quieres morir, no has de pedirlo. Vas a morir 
              de todas maneras a mis manos. 
                 - Bien... bien. 
                 - ¿Vienes a defenderte? - ahora resultaba 
              que el oír su voz le gustaba. 
                 - Dímelo tú. Perdón. Vamos 
              que no, que no vengo a defenderme. Eres un vampiro... 
                 - Sí y eso que tienes ahí no me 
              hace daño, no eso no te serviría. 
                 - ¿Cuál es tu nombre? 
                 - ¿Por qué te lo tengo que decir? 
                 - Duremle. - dijo Dana en un susurro. 
                 - ¿Cómo lo sabes? 
                 - Tú me lo has dicho. - se desconcertó 
              a sí misma.- bueno, creo, mi mente lo oyó. Eso es 
              todo. No te lo puedo explicar. Soy rara. A veces oigo y sé 
              ciertas cosas y... bueno eso. 
                 - No quieres morir. 
                 -¡Sí! ¡Sí! he venido 
              a eso. Además, tú eres un animal que más te 
              importa, no eres humano, que te importa mi sentimiento... Perdón... 
              no sé... 
                 - Tienes razón. Tú me has dicho 
              que no quieres morir. 
                 - ¿Cómo? 
                 - Yo también oigo cosas 
                 - ¡Ah! Te gusta jugar conmigo. 
                 - ¿Tú crees? - le enfurecía 
              que esa loca a pesar del miedo, le hablase, tuviese valor suficiente.- 
              ¡Pues vamos a jugar un rato! 
               Duremle se lanzó sobre la chica bestialmente. 
              Dana ni siquiera gritó, lo deseaba. Sintió placer 
              cuando estuvo eso tan pesado sobre sí. Ahora sólo 
              tenía que cerrar los ojos y ya está. Sentía 
              que arrancaban su sangre quebrando sus venas del cuello con salvajismo. 
              Pero... al poco eso paró. Estaba muy débil, pero no 
              muerta. Bien... la iba dejar sufriendo. Es igual que la encontrasen 
              ahora, ya no había nada que hacer. Su muerte era irremediable. 
              Abrió los ojos, y vio a su vampiro enfrente con una mueca 
              en la boca y chorreando sangre. 
               El vampiro se cortó la vena de su muñeca. 
              Condenaba a otro a ser un animal. Quería la muerte esa chica, 
              él no daba lo que quería. Jamás. En una parte 
              de Dana, la loca chica, también quería la vida; pero 
              tampoco se la iba a dar. No, ella era ya una loba. Le hizo beber. 
              Esta se resistía... pero consiguió que como un bebe 
              cogiera la sangre de sus venas. Sintió golpes dulces y bestiales, 
              ¿así había sido aquella vez? 
            
               *** 
               Y ahora ya no era Dana. Duremle le vislumbró 
              su nuevo nombre vampírico: Tiziana. Y le contó lo 
              que su mentora, de la cuál no le dijo nada, le había 
              dicho a él aquella noche en el cementerio. Tiziana la vampira. 
              Esa era ella. Dana había muerto. Tocó su cara. Hielo... 
              un glaciar de hielo. Su boca... dura y que dolor había sentido 
              al romperse los caninos para obtener lo nuevos con los que matar. 
              Pero Dana no pidió ser Tiziana, y sin embargo... ahora era 
              vampira. En fin, eso lo comprendía. Ella era ahora como su 
              mentor un animal. Los animales no sienten, no dan lo que les piden. 
              Los vampiros son salvajes que caminan por la sabana de la humanidad. 
              La oscura sabana humana, puesta en bandeja para ella, Tiziana. Quiso 
              sonreír pero no podía darle mucha expresividad a su 
              rostro. Su rostro era tan liso y marcado, y de piel tan tirante 
              y poco elástica... Se tenía que acostumbrar. Miró 
              a su mentor. 
               - ¿Qué color tienen mis ojos ahora? 
               Sin responder Duremle contestó: 
               - Amarillos, como los míos... 
               Duremle estaba dispuesto a continuar su camino, 
              tenía víctimas aún que comer. Estaba hambriento. 
              Pero un brazo tan fuerte y frío como el suyo le detuvo. 
               - ¿Adónde vas? 
                 - A cazar, pero no vendrás conmigo. Hoy 
              cazo aquí y mañana estaré fuera de esta ciudad. 
              Este es tu terreno. Recuerda lo que te he dicho, protégelo 
              o márchate cuando otro venga. 
                 - ¡¡¡¿Por qué 
              me dejas?!!!! Vivamos juntos. 
                 - No puedo reír, pero tu harías 
              gracia. Ya no vives, ¿no ves qué eres? Ahora come 
              y come cada noche y ya está. 
                 - ¡No! 
                 - Los vampiros no son como las novelas que has 
              leído Tiziana, no se dedican a ir juntos de la mano por la 
              eternidad. No siente ni aman a nada, ni a los humanos. Son animales 
              y yo te he dicho ya demasiado. 
               Se enfureció. La soltó y la miró 
              por última vez a los ojos. Atraían. Lo había 
              hecho muy bien. Le sería fácil cazar a Tiziana.  
               Antes de marcharse dijo: 
               - Yo soy el vampiro solitario. Todos los somos. 
              Recuérdalo o no sabrás demasiado lo que es ser un 
              diablo. 
               Acto seguido marchó solo y silenciosamente 
              camino del muelle. Otro perfecto lugar de caza. Comenzó a 
              caer llovizna. Debía darse prisa antes de que amaneciese 
              o de que los pescadores por la lluvia que comenzaba a caer abandonasen 
              el muelle. No miró atrás pero supo que su hija, diabólica 
              hija le había hecho caso y ya se había marchado. De 
              nuevo sólo. Por un momento tuvo compañía. Quizá 
              solamente una vez en su eternidad. Quizá haría más. 
              Había descubierto algo nuevo. ¡Vaya! Un viejo mendigo 
              buscando entre las basuras del muelle... su plato favorito. Mmmm... 
              Duremle se relamió y, por primera vez consiguió que 
              la mueca de su cara se torciese demasiado y pareciese un poco lo 
              que es una sonrisa. " Mmmmm.. ¿Qué humanos serán 
              los favoritos de Tiziana? " - pensó y se lanzó 
              como un animal sobre su víctima. 
              
            Jennifer CM tiene quince años y vive en 
              St. Adrián, cerca de Barcelona. Es una lectora voraz del 
              género de terror y misterio, y también del género 
              detectivesco. Vamos, que se la puede llamar tanto como Lestatmaníaca 
              o Sherlockmaníaca. Es conocida también como Mary Beth. 
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