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            por Isis, octubre de 2002 
               
                A pesar de la fuerte lluvia que caía, el calor 
              no cejaba; pero eso no extrañaba a Rixael, siempre era así en la 
              selva. Lo que sí la inquietaba, era ese viento tibio que aullaba 
              por los rincones. Mal augurio, pensó la muchacha. Llevaban dos días 
              en la espesura de la selva, habían tenido ya varias escaramuzas 
              con miembros de la tribu vecina, quienes, una semana atrás, asaltaron 
              su poblado cuando los hombres estaban ausentes. Entre todos los 
              que murieron esa tarde, estaban su abuela y su hermana,  se llevaron 
              varias mujeres y los pocos animales que tenían. Cuando regresaron 
              de cazar los hombres, encontraron devastación y muerte. Descansaron 
              sólo un día y al siguiente, se pusieron en marcha, tenían que cobrar 
              venganza; a ella le fue permitido acompañarlos por ser la única 
              de su familia que quedaba con vida, y al no ser casada, su obligación 
              era saldar la deuda. Ya llevaban varios combates y Rixael estaba 
              cansada, sucia, cubierta de sangre y sentía su espíritu fatigado 
              de tanta violencia. 
               Oyó  el silbido de su 
              gente y se preparó para una nueva lucha. En esos días,  se había 
              hecho conocida entre sus enemigos, por sobre los gritos  era posible 
              escuchar las órdenes de capturar o matar a la mujer de cabello rojo, 
              la que peleaba como si llevase dentro la furia de Los Diez Demonios 
              de la selva. En medio del desorden, pudo percibir que eran conducidos 
              a la derrota, muchos de sus compañeros habían caído a su lado, pero 
              ella no  podía detenerse a auxiliarlos. Finalmente, el Jefe aceptó 
              que debían replegarse. Al  correr  por la selva,  Rixael  se dio 
              cuenta que se había separado de los demás, aún así, siguió avanzando, 
              esperaba reunirse con ellos más tarde. Fue sólo al atardecer cuando 
              reconoció que estaba perdida, se sentó bajo un árbol gigantesco 
              y lloró, lloró toda la pena que tenía guardada esos días, por que 
              ahora no había nadie que la amara como lo hicieron su abuela y hermana, 
              era sola en el mundo, lloró por que sabía que no podría  lavar de 
              sus manos la sangre que derramó, sentía  un frío absoluto entrando 
              en el pecho. Anocheció y los chillidos de los animales lo inundaron 
              todo. 
               Rixael se acurrucó 
              y durmió, soñó que volvía a casa y la esperaba su familia. Al amanecer 
              reinició el camino, a medio día se detuvo en seco, el asombro no 
              le permitía moverse. La selva terminaba abruptamente en un precipicio 
              y a sus pies, se extendía una inmensa ciudad; lo que contemplaban 
              sus ojos era increíble. Grandes avenidas, un mercado e imponentes 
              pirámides. Al costado izquierdo de la más grande de éstas, también 
              el terreno acababa en un barranco, en cuyo fondo fluía un caudaloso 
              río, el sol se reflejaba en los edificios y parecían ser de oro, 
              muchas personas transitaban por las calles, las mujeres y hombres 
              iban adornados con joyas deslumbrantes, plumas o flores, sus ropas 
              eran sencillas, pero elegantes, Rixael, inconscientemente, paso 
              la mano por la tosca tela de su taparrabos y pechera. Tan absorta 
              estaba en lo que veía, que no notó que alguien se acercaba a ella, 
              intentó gritar cuando la sujetaron fuertemente, pero una mano le 
              cubrió la boca y fue arrastrada sin compasión sobre las piedras. 
               La llevaron a la plaza 
              central de la ciudad, de inmediato se reunió gran cantidad de gente, 
              fue atada de manos y obligada a arrodillarse; los niños se reían 
              de ella y le lanzaban cosas, las mujeres sonreían despectivamente 
              ante su aspecto descuidado, aunque no dejaron de apreciar el rarísimo 
              color de su cabello. De la pirámide mayor, descendieron por las 
              escaleras tres hombres, Rixael se les quedó mirando, la golpearon 
              en el rostro por ello, al llegar frente a ella la interrogaron, 
              su dialecto era similar al de ella, aunque algunas palabras simplemente 
              no las conocía, aún así, pudo comprender lo dicho por el que parecía 
              ser el Jefe de la ciudad; que sería dejada en el Templo, a cargo 
              del sacerdote hasta la Festividad de Las Estrellas, el hombre que 
              estaba a su izquierda, asintió con una reverencia, los otros dos 
              se dieron media vuelta y se marcharon. La condujeron al Templo, 
              con las cuatro mujeres que vivían allí, la llevaron a una sala y 
              le dijeron que se desvistiera, indicándole luego que se metiera 
              en la gran piscina que había en el centro de la habitación; después 
              le entregaron ropas similares a las de ellas, plumas blancas para 
              el pelo, unos pesados aros y un brazalete para el tobillo. Se alejaron 
              un poco y se mostraron satisfechas de lo conseguido con aquella 
              salvaje, en ese momento, el hombre que había visto en la gran pirámide 
              entró, se detuvo cerca de las mujeres y la observó de pies a cabeza, 
              sus delgados dedos cogieron un mechón de su cabello, pareció arrepentido 
              del gesto, yéndose de inmediato. 
               Le destinaron una 
              habitación pequeña, se tendió en la cama y durmió, Al día siguiente, 
              le fueron llevadas otras vestimentas y comida, cada jornada transcurría 
              en la misma rutina; constantemente se preguntaba que iba a suceder 
              con ella. Se le permitía pasear por los jardines y se entretenía 
              contemplando la numerosa variedad de flores y los estanques llenos 
              de peces brillantes. En las noches, al mirar por la ventana, trataba 
              de imaginar la vida de esas personas en sus hogares. 
               Una tarde, caminaba por 
              los jardines, cuando la añoranza de sus seres amados, y de su tribu, 
              se le vino encima sin piedad, se sentó en un banco de piedra labrada, 
              inclinó la cabeza y dejó que las lágrimas corrieran por sus mejillas; 
              la luz del crepúsculo la iluminaba, haciendo que su piel se viese 
              dorada. Lexeatli, el sacerdote, iba camino del palacio cuando la 
              vio, se quedo quieto, se escondió tras los pilares para seguir mirándola, 
              solo pudo irse al verla regresar a su cuarto. 
               Lexeatli tenía una posición 
              importante, prueba de ello, era que el rey le había ofrecido a su 
              hija en matrimonio, el que se celebraría a fines de ese año. Estaba 
              muy conforme con su vida, hasta que apareció esa muchacha, aunque 
              sabía que sólo estaría por tres meses más. Trataba de pensar que, 
              al no verla más, su confusión terminaría. Pero sus propósitos se 
              desvanecían al encontrarla por los pasillos del templo, siempre 
              ayudando en algo a las mujeres o viéndola pasear en los jardines, 
              pero lo peor, su mayor vergüenza; al espiarla durante el baño que 
              se daba al amanecer. Cada día, se decía que no iría nunca más, pero 
              las primeras luces del alba lo obligaban a dejar su lecho y a ocultarse 
              como un adolescente. Para ver cómo se desnudaba, ver cómo era su 
              piel, sabiendo lo suave que sería al tocarla, fascinado por el contorno 
              de sus pechos y la redondez de sus caderas. Luego, verla peinarse, 
              en lo que demoraba por el largo de ese cabello tan extraño, después 
              se vestía y quedaba dolorosamente hermosa. Y Lexeatli se iba, más 
              perturbado que antes. 
               Una 
              fiebre mortal se declaró, todos los días morían muchos, y Lexeatli 
              como sacerdote y médico, debía acudir a diversos lugares atendiendo 
              a numerosos enfermos. Lo acompañaban las guardianas del templo, 
              pero permitió que Rixael los ayudase; durante tres semanas recorrieron 
              la ciudad, hasta que la plaga comenzó a ser controlada. Ella observaba 
              con admiración el trabajo del sacerdote, notó las sonrisas de coquetería 
              que le dedicaban las jóvenes, y sin saber el motivo, eso empezó 
              a molestarla. 
               Al 
              cumplirse un mes, la plaga cedió, por fin Lexeatli se retiró a descansar 
              con tranquilidad; a media noche empezó a delirar, el mal contra 
              el que había luchado tanto, lo eligió a él también. Rixael oyó voces 
              en el corredor, al enterarse que estaba enfermo corrió a su habitación, 
              las mujeres intentaron detenerla, pero no las escuchó. Al llegar 
              junto a él, lo vio débil y febril, gemía y pedía agua, Rixael sujeto 
              su cabeza y le dio de beber; en ese minuto, la miró fijamente y 
              dijo: no me dejes; nunca, Señor, nunca, le respondió. Durante ocho 
              jornadas se lo peleó a la muerte, al concluir el octavo día, durmió 
              serenamente. 
               Cuando 
              Lexeatli volvió a alimentarse sólo recibía lo que ella le preparaba, 
              no permitía que se alejase de su lado y si lo hacía, se lo recriminaba 
              duramente, ahora sabía que la amaba, pero no lograba imaginar cómo 
              decírselo. Una noche, creyéndolo dormido, Rixael salió del cuarto; 
              él la siguió, caminó despacio, todavía se sentía frágil; ella lloraba, 
              Lexeatli la tomo con suavidad por los hombros y la abrazó, no se 
              apartó de él, la estrechó muy fuerte, llamándola: Rixael...Rixael, 
              mi amor, ella lo besó en la boca, muy levemente, y huyó. 
               Al 
              mejorar Lexeatli, el rey envió por él, se alegraba por su recuperación, 
              pero se permitía recordarle que la Festividad de las Estrellas era 
              dentro de una semana y él, debía disponer los arreglos, para que 
              todo fuese espléndido. Lexeatli regresó al templo muy triste, mandó 
              llamar a las guardianas y les dijo que todo debía estar listo para 
              la celebración, ellas sollozaron, luego pidió que trajeran a Rixael, 
              cuando la tuvo frente a él la apretó contra su pecho en silencio, 
              finalmente le contó lo ordenado por el rey, después le preguntó 
              si comprendía el significado de esto, ella negó con la cabeza, pero 
              suponía que le permitirían retornar con su gente. La miró con los 
              ojos agrandados por el espanto, siempre creyó que las servidoras 
              se lo habían dicho. 
               Partirás, 
              pero no a tu pueblo, irás al Silencio...serás sacrificada en la 
              Gran Pirámide de la Luna, y quien debe matarte soy yo. Rixael corrió 
              y, pese a los ruegos de Lexeatli y las mujeres, se encerró en una 
              de las salas todo el día, abrió la puerta ya de noche; el sacerdote 
              se arrodilló a su lado y se abrazó a su cintura, ella acarició su 
              cabello, las guardianas lo ayudaron a levantarse, hablando todas 
              al mismo tiempo decían que no era culpa de Lexeatli lo que sucedía, 
              era una costumbre muy antigua el sacrificio de una mujer para ese 
              fecha, que ellas también lo lamentaban. Rixael , con un ademán, 
              les pidió callar y que se fueran.  
               No 
              hables, mi Señor, para qué enredarnos en más palabras, no hay más 
              que hacer, ni decir, huí de la muerte varias veces ya, no tengo 
              fuerzas para volver a hacerlo. 
               Lexeatli 
              , pasó los días que quedaban para el festejo, buscando la forma 
              de que Rixael escapase, pero siempre chocaban sus alocadas ideas 
              en algún inconveniente. Mientras, Rixael no daba muestras de temor, 
              la cercanía de la muerte no la amedrentó, a los ojos de Lexeatli 
              su belleza aumentaba, se sentía destrozado, conforme pasaban los 
              días su pesar u desesperación se hacían más evidentes. Le prometía 
              nunca más amar y que nada tendría sentido sin ella. 
               La 
              noche antes a la del sacrificio, Lexeatli continuaba sumido en confusas 
              ideas de salvación para Rixael. Caminando a su habitación, vio que 
              la puerta de la joven estaba entornada, quiso empujarla y entrar, 
              no se atrevió y al llegar casi a su cuarto, se encontró con las 
              mujeres del templo, lo detuvieron y le solicitaron que las escuchara, 
              le pidieron que diera un mensaje a Rixael, que en verdad la habían 
              querido mucho, ellas no se atrevían a enfrentarla, Lexeatli volvió 
              sobre sus pasos y se quedó parado ante su puerta. Finalmente abrió 
              con suavidad y se asomó, ella estaba apoyada en la ventana. 
               Has 
              venido, fue todo lo que dijo, le tendió una mano y él la cogió con 
              rapidez, besándola en la palma; los sollozos estremecían al hombre, 
              Rixael con delicadeza rozó sus labios, Lexeatli suspiró y se abandonó 
              a la dulzura de su caricia, sin saber cómo, se hallaban recostados 
              en el lecho de Rixael, el hombre se apoyó en su hombro, ella comprendió 
              que temía dañarla, pero la naturaleza de la mujer es sabia y sin 
              dificultad, le hizo olvidar sus escrúpulos. Se movieron con un mismo 
              ritmo, purificándose, sintiendo que el aroma del otro se les metía 
              bajo la piel por siempre, tenían la certeza de que jamás se separarían. 
               Amaneció 
              el día previsto para el sacrificio, fue llevada a la pirámide y 
              debió permanecer allí para cumplir con los preparativos, fue bañada, 
              perfumada y vestida con ropas especiales, desnuda de la cintura 
              hacia arriba, el larguísimo cabello suelto, adornado con una corona 
              de flores de la lluvia. Casi al anochecer, la plaza frente al edificio 
              hervía de gente, las antorchas daban un aspecto muy bello a la ciudad, 
              uno a uno, fueron llegando los principales de la corte, una vez 
              que estuvieron todos, Lexeatli partió a buscar a Rixael, ella lo 
              esperaba, Lexeatli la contempló por un momento y la condujo de la 
              mano, caminaron en medio de la munchedumbre. Comenzaron a subir 
              con lentitud los peldaños de piedra, al llegar a la cima, la hizo 
              tender en el altar, el gentío aullaba, ansioso por la culminación; 
              en vez de eso, el sacerdote se dedicaba a mirarla. 
               La 
              multitud, se impacientaba, Lexeatli cogió el puñal de plata y se 
              acercó a ella, se veía tan hermosa que contuvo el aliento, acomodó 
              su pelo y recitó la oración para dedicar la víctima a la Diosa de 
              las Estrellas, levantó la mano y de forma rápida y certera lo hundió 
              por completo en su pecho. El público gritaba, enfebrecido, ansiaban 
              que les arrojasen el corazón. Pero el sacerdote, en lugar de eso, 
              lo lavaba con sus lágrimas, todos enmudecieron cuando Lexeatli, 
              a grandes mordidas, devoró el corazón, nadie más que él debía poseerlo. 
              El rey, encolerizado, envió a los soldados, el sacerdote le debía 
              una explicación. Todo era silencio, los guardias casi llegaban a 
              la cumbre de la pirámide. 
               En 
              ese momento, Lexeatli se puso de hinojos junto a Rixael, la beso, 
              caminó unos pasos y exclamó: Voy a reunirme con mi Señora; espérame 
              un poco...Voy tras de ti. 
               La 
              multitud gritaba horrororizada, el más bello y justo de sus sacerdotes 
              se había arrojado al vacío. 
              
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