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            por Valrrez, octubre de 2002 
               
                Las cansina y casi reticente cadencia de pisadas 
              sobre el pulido enlosado, presagió lo peor para Sara, que 
              no pudo por menos que hundirse aún más en su incómodo 
              asiento de plástico. Siguió con la vista clavada en 
              el suelo, sin dejar de rezar en silencio, como si se negase a escuchar 
              la atención que sobre ella reclamaban aquellas zapatillas 
              con suela de goma.  
                 No, pensó entre imperativa y sollozante, 
              desde lo más profundo de su alma. 
                 Como si de una respuesta a su silenciosa orden 
              se tratase, las pisadas cesaron, deteniéndose justo enfrente 
              de ella.  
                 Sara, agotada y todavía con la cabeza agachada 
              y la cara enterrada entre sus manos, se obligó a levantar 
              la vista. Frente a ella estaba el cirujano jefe. 
                 - Se ha hecho todo lo humanamente posible. -Anunció 
              aquel hombre de no más de cuarenta años de edad.- 
              Lo siento... es cuestión de horas. Lo siento. -Repitió. 
                 La sentencia fue como la más brutal y dolorosa 
              de las ejecuciones. Un océano de dolor, contenido a duras 
              penas durante los últimos tres meses, fue liberado de improvisto, 
              de un solo golpe, y lo arrasó todo a su paso dentro del pecho 
              de Sara. Sus manos se aferraron a las solapas de la bata verde del 
              médico mientras un millón de lágrimas recorrían 
              sus mejillas. 
                 Él la abrazó, consciente de lo que 
              significaban apara la mujer aquellas tres frases que acababa de 
              pronunciar. 
                 Llanto. 
             
                 - Le repito que no hay nada que se pueda hacer, 
              teniente. -dijo el Comandante en Jefe, repitiendo la orden con fastidio.- 
              Hay que saber perder. ¿No le enseñaron eso en la academia? 
              -insistió. 
                 Leonar no había logrado graduarse con honores 
              por echarse atrás cuando las dificultades amilanaban al resto. 
              No señor. Y decidió que esta no iba a ser la primera 
              vez que lo haría. Ni hablar. Aún tenía mucho 
              que hacer en aquella contienda, mucho. Pero como sabía que 
              discutir las órdenes no serviría más que para 
              perder un tiempo precioso, se cuadró al más puro estilo 
              militar, tal y como le habían enseñado durante cinco 
              años en la academia de oficiales, y se retiró del 
              puesto de mando, dejando al comandante entre sus docenas de maquetas 
              y mapas de los distintos campos de batalla, en los que en esos mismos 
              instante se libraban sangrientas contiendas contra el enemigo.  
                 Cruzó las trincheras con paso firme, decidido, 
              como siempre solía hacerlo.  
                 A su modo de ver había dos tipos de oficiales. 
              Los que se graduaban El-Centro-sabe-cómo, y los que habían 
              nacido para ello, los de verdad, los que lo sentían por todo 
              su ser. Él se creía de los segundos. Y creía 
              también que un oficial debía de comportarse en todo 
              momento como tal, sin importar que los hombres bajo su mando no 
              le vieran, sin importar que se encontrara a solas consigo mismo, 
              porque Leonar creía con sinceridad que el oficial de verdad 
              lo era desde el mismo instante en que nacía al mundo. Así 
              de simple.  
                 El soldado raso bastante tenía con ocuparse 
              de emplearse a fondo en todos los enfrentamientos contra los AG 
              -agentes externos- y contra los enemigos de su territorio, como 
              para tener que hacerlo por las órdenes o lo que ocurriera 
              en las altas esferas. No. Sus cabezas debían de encontrarse 
              libres de tales titubeos o pensamientos. Por eso, al mirar a un 
              oficial debían de sentirse seguros de que lo que estaban 
              haciendo era sin la menor duda lo correcto, porque las órdenes 
              eran dadas con seguridad y firmeza, y porque los oficiales se encargarían 
              de arreglarlo todo. Por todo ello, su paso siempre era firme, y 
              su actitud desafiante. Segura. 
                 Pensando en todo esto llegó sin darse cuenta 
              siquiera a su puesto de mando. Una alejada zona en el conducto principal 
              de reabastecimiento. Un lugar estratégicamente vital para 
              toda la campaña. Una zona que no podía conocer la 
              derrota ni siquiera en una sola batalla, si pensaban ganar la guerra. 
              Y Leonar lo sabía.  
                 Pocas horas antes, el capitán Gabriel, 
              su inmediato superior, había sido abatido en uno de los numerosos 
              ataques a los que los AG les sometían constantemente desde 
              hacía más de tres meses. De modo que ahora él 
              estaba al mando. 
                 Cuando subió a la pasarela para dejarse 
              ver en todo el patio de armas del fuerte, sus hombres, los pocos 
              más de doscientos que aún respiraban, le miraron inquietos, 
              a la espera. Era bien sabido por todos ellos que su actual comandante 
              en funciones acababa de entrevistarse con el Comandante en Jefe 
              de la Región Central, la suya. 
                 Sobre el patio se cernió un profundo y 
              mortecino silencio, como emisario de las siguientes y malas noticias. 
              Por un momento Leonar penso que ni siquiera respiraban, que habían 
              muerto todos mientras le miraban de forma hipnótica, ¿acaso 
              esperando la orden que les diera permiso para morir en paz? Pero 
              el teniente se obligó a hablar. 
                 Sintió la garganta seca y la boca pastosa 
              cuando aquella única frase salió de sus labios: 
                 - No habrá refuerzos. -Escupió de 
              pronto, como si se tratase de tres cuchillas que le zahirieran el 
              paladar, en lugar de ser tres palabras. 
                 Silencio. 
                 Los ojos de Leonar parecieron recorrer todos y 
              cada uno de los semblantes de sus hombres, como en busca de la respuesta 
              a su muda pregunta. No la encontró. No hacía falta. 
              Ellos, al igual que el teniente, la sabían ya. 
                 Poco a poco todos volvieron silenciosa, casi religiosamente, 
              a sus puestos de guardia, y Leonar pensó que nunca sería 
              capaz de expresar con palabras el orgullo que en esos momentos sentía 
              por su tropa, por sus hombres. Casi un millar de valientes de los 
              que ahora no quedaba más que una quinta parte. Y allí 
              seguían todos y cada uno de ellos, sin siquiera quejarse 
              ni lamentarse. Nada más que valor y determinación 
              quedaba en sus cuerpos, maltrechos por el duro castigo sufrido durante 
              los últimos tres meses. Nada más.  
                 Leonar tuvo que hacer un esfuerzo por controlar 
              sus sentimientos y no emocionarse demasiado. Era un oficial y debía 
              actuar como tal. 
                 Repasó los daños sufridos en la 
              estructura del fuerte durante el último enfrentamiento, seis 
              horas antes. Las puertas principales estaban combadas hacia dentro 
              a causa de los continuos goles sufridos por los pesados arietes 
              con que cargaba el enemigo. La empalizada norte tenía dos 
              brechas de unos dos metros de ancho cada una, y los hombres habían 
              empezado a taponarlas apilando todo aquello que encontraban en el 
              interior de los barracones. Leonar asintió de forma inconsciente 
              ante sus esfuerzos por obstaculizar los progresos del enemigo. Las 
              empalizadas este y sur parecían haber soportado bien los 
              embates y apenas mostraban signos de desgaste. Y por último 
              la empalizada oeste, aquella en la que él se encontraba en 
              esos mismos instantes. Lo cierto es que aguantaba entera, lo cual 
              ya era mucho. 
                 El teniente dio un paso al frente y se apoyó 
              con ambas manos en los troncos acabados en afiladas estacas que 
              componían la empalizada. El paisaje, que antaño se 
              le antojara el más maravilloso de todo el territorio, había 
              mutado catastróficamente. Más de dos centenares de 
              pasos aparecían tapizados de muerte, a causa de los miles 
              de cadáveres enemigos que se apilaban por doquier. Aquellos 
              asquerosos cuerpos de piel coriácea y babosa, de color gris, 
              con aquellas largas melenas oscuras lo cubrían todo. La mayoría 
              de los AG habían caído bajo las flechas de sus hombres 
              mientras avanzaban hacia el bastión, ahora bajo su mando. 
              Mientras que otros no menos numerosos eran de aquellos AG que tras 
              el toque de retirada no habían podido ir más allá 
              a causa de las heridas sufridas en el combate.  
                 Leonar contempló los estragos de aquella 
              guerra, tal y como lo venía haciendo desde que llegara a 
              sus posiciones, tres meses atrás.  
                 Había cuerpos con enormes tajos que les 
              atravesaban el torso de parte a parte, mientras que otros tenían 
              miembros amputados. Algunos habían sido alcanzados por más 
              de una saeta antes de caer por fin. Incluso pudo ver a uno que, 
              a pesar de tener clavadas dos flechas en un hombro y una lanza en 
              una pierna, seguía arrastrándose hacia el fuerte, 
              con su acero en la mano.  
                 El teniente pensó hasta qué punto 
              aquellas descerebradas criaturas estaban dispuestas a llegar para 
              lograr derrotarles. No podía creer que su fuerza de voluntad, 
              su convicción fuese tan arrolladora como la de los suyos, 
              como la de él mismo. No podía ser cierto. Y sin embargo, 
              viendo aquel cuerpo castigado en extremo y a pesar de todo siguiendo 
              adelante, no pudo menos que pensar que en efecto así era. 
              Y en el fondo de su ser sintió un poco de respeto por sus 
              adversarios.  
                 Aquel pensamiento le sorprendió. 
                 - Sólo un poco -susurró al fin, 
              como si con ello se concediera a sí mismo la victoria y la 
              derrota, en una cuestión llevada a discusión hasta 
              la saciedad en lo más hondo y secreto de su ser desde hacía 
              muchos años.- Sólo un poco -se repitió.  
                 El ruido de pisadas cercanas le sacó de 
              su ensimismamiento. Miró hacia el origen de las mismas y 
              vio a seis de sus hombres, seis de sus bravos, coger sendas flechas 
              y colocarlas sobre sus ballestas, mientras se acurrucaban al amparo 
              de la cobertura que les ofrecían los maderos de la empalizada 
              que se disponían a defender. Frente a ellos, a unos cuatrocientos 
              pasos, el grueso del ejército enemigo se alzaba una vez más. 
                 Observándoles, Leonar pensó que 
              esta vez sería la última, la decisiva. Vio cómo 
              una gran mancha grisácea, compuesta quizá por más 
              de seis mil AG se les echaba encima. Era realmente increíble 
              como aquellas malditas bestias eran capaces de multiplicarse. ¿Acaso 
              no dejaban de hacerlo nunca?, pensó el teniente. La pregunta 
              caía por su propio peso. Él sabía perfectamente 
              la respuesta. La había estudiado durante más de cinco 
              años en la academia de oficiales. Y él era un buen 
              oficial.  
                 Trescientos pasos. 
                 Leonar miró por enésima vez a sus 
              hombres, sus bravos. Todos ellos reflejaban determinación 
              en sus rostros. Aquella determinación que sólo los 
              que luchan con la razón de su parte son capaces de reflejar. 
                 Doscientos pasos. 
                 Los aullidos de los AG ya se podían escuchar 
              con toda claridad. Era un sonido estridente que ponía los 
              nervios a flor de piel, irritando hasta el extremo a todo aquel 
              que lo oía. Sin embargo todas aquellas asquerosas bestias 
              parecían disfrutarlo al máximo. Si un espectador desconocedor 
              de las mismas las hubiera visto, habría pensado sin duda 
              que se encontraban en un estado de trance o frenesí salvaje. 
              Y quizá fuese así. 
                 Cientos pasos. 
                 Las cuerdas de las ballestas iniciaron su peculiar 
              sonata cuando los AG empezaron a cruzar el último tramo hasta 
              el fuerte, y varias docenas de enemigos cayeron al instante. 
                 El choque de fuerzas fue como una gigantesca ola 
              arremetiendo contra un pequeño cascaron de madera. Infinidad 
              de escaleras de seis metros de altura se apoyaron en la empalizada 
              oeste, y multitud de AG empezaron a trepar por ellas sin dejar de 
              aullar. En un par de pulsaciones el fuerte estuvo por completo rodeado, 
              cubierto por aquellos infectos cuerpos de materia gris. 
                 Leonar desenvainó su sable, agarró 
              las correas de su escudo y se aprestó a la que sería 
              su última batalla. 
             
                 El penetrante y estridente pitido de la máquina 
              en el centro de la Unidad de Cuidados Intensivos anunció 
              el final. El final de una batalla que se había desencadenado 
              dos años atrás. Una agonía demasiado larga. 
                 Demasiado. 
                 El tumor había sido detectado y diagnosticado 
              como maligno casi desde su inicio. Pero debido a su virulenta naturaleza 
              y a lo cerca que se alojaba del corazón, Patricia no pudo 
              ser operada. Finalmente el tumor atacó al corazón. 
              Desde hacía tres meses los médicos luchaban contrarreloj 
              por hallar una solución, un imposible, y al fin, un milagro. 
              Pero éste no ocurrió. 
                 - Lo siento -dijo el doctor Mingus una vez más. 
                 El sonido de aquellas dos palabras que Sara -la 
              madre de Patricia- había estado escuchando cada vez con más 
              frecuencia en los últimos dos años, consiguió 
              quebrar el corazón de ésta como nunca nada ni nadie 
              lo había hecho. Su hasta entonces ahogado sollozo se convirtió 
              en un bramante llanto de desesperación, un reclamo al Todopoderoso 
              para que le devolviera a su hija de once años. Pero nada 
              extraordinario ni mágico sucedió en aquella sala de 
              espera, en aquel hospital durante aquella noche, excepto que unos 
              bravos -los últimos bravos- murieron, y el corazón 
              de Patricia dejó de latir. 
              
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