Por Ignacio Illarregui Gárate (Nacho), Septiembre 2004
Esta colección de Ediciones Robel (El doble de ciencia ficción) se está mostrando
como un excelente lugar para situar narraciones que, por su extensión, no tienen cabida en el actual mercado
editorial, donde sólo se publican o relatos no excesivamente largos o novelas de más de 250 páginas. Después
de un interesante volumen de presentación que recuperaba a dos clásicos de la ciencia ficción anglosajona, como
Frederik Pohl y James Tiptree, Jr. , han publicado esta entrega
que da la voz a sendos autores españoles, representantes de lo mejor de la antigua generación (Domingo Santos)
y la nueva (Rodolfo Martínez). El resultado sólo está un poco por debajo de las expectativas.
El encargado de abrir el libro es Domingo Santos, al que hacía mucho tiempo no leía nada
nuevo. La soledad de la máquina es una historia sin grandes alardes que atesora sus acostumbrados
pulso y oficio. En ella presenta un ordenador al cargo de una nave destinada a viajar, sin más compañía que
ella misma, durante centenares de años hacia un planeta en otro sistema. Utilizando la primera persona para
meternos en su mente, relata su rutina y los dilemas que se le plantean a medida que van ocurriendo distintas
averías que la sacan de su "letargo" habitual. Estas van in crescendo hasta que se produce un accidente
mortal en el área donde la tripulación viaja dormida, perdiendo a dos de ellos. Un desastre mayúsculo que
unido al estado "anímico" en el que acaba la nave, sola, sola, sola, produce una reacción sorprendente
que traerá consigo una serie dramáticas consecuencias.
Santos transmite el suficiente ritmo a la historia como para que se lea de una sentada,
pasando con facilidad por los diferentes momentos clave y buscando una serie de clímax que desembocan en una
coherente conclusión. Asimismo construye unos personajes con el relieve suficiente como para
dar el pego. Ahora bien, en ellos entrevemos el clasicismo inherente a su narrativa: están fundados en unos
estereotipos archivistos que los convierten en arquetipos más que evidentes. Un síntoma primo hermano de la
gran limitación de La soledad de la máquina: su máquina no parece una máquina, sino un ser humano dentro de
una máquina, que piensa y siente como un ser humano, experimenta sus mismas necesidades y reacciona tal y como
cualquiera de nosotros haría. Algo que hace 50 años sería entendible, pero ahora, después de que el género
haya explorado otros caminos en busca de una inteligencia artificial diferente, suena más que antropocéntrico.
Sin olvidar que las reflexiones que nos va mostrando pecan de suma trivialidad. Lo que no es óbice para
disfrutar, con esta reserva, de su lectura.
La segunda novela corta se puede considerar prácticamente una primera edición. Cuando
se publicó en 1998, de la mano de La Semana Negra, tuvo una tirada ínfima. Escrita por Rodolfo Martínez en
uno de sus años "fecundos", Territorio de pesadumbre es un claro fruto de estos tiempos en los que
todo está inventado. Estamos ante una narración trillada, surgida de un cúmulo de ideas e influencias muy
diversas, puestas todas al servicio de una historia que, si se lee con mente abierta, llega a funcionar.
Se inicia como un pastiche a mitad de camino de Dune, las historias apocalípticas
más clásicas, "El último castillo" de Jack Vance o la recreación de Krypton realizada por John Byrne en sus
tebeos de Superman de mediados de los 80. Así seguimos el aprendizaje de un joven heredero de la mano de
su padre y un duro instructor; se nos describe un entorno pseudomedieval enclavado en un mundo agonizante
después de una violenta catástrofe ecológica; tenemos una sociedad estratificada donde no seguir las normas
implica la muerte; existe una extraña amenaza externa que puede arrasar con todo; hay un nido de víboras
deseando aprovechar cualquier tropiezo del protagonista para sacarle del cuadro; se hace un curioso y
razonable uso de los clones;... Todo tópico pero bien cocinado, lo suficiente como para que el cliché
resulte soportable.
Y, de pronto, pega un requiebro brutal, de esos que te rompe el manillar, la horquilla y
el cuadro entero, para dejarte estupefacto, apuntando en una dirección de la que no se puede hablar mucho
para no destrozar su impacto, pero que si se afronta con un mínimo de complicidad y aceptando el envite,
siguiendo el camino que el autor recorre, funciona. Fundamentalmente porque aporta al cliché del que hablaba
un ingrediente inesperado y, por qué no reconocerlo, valiente. Rodolfo Martínez demuestra que las convenciones
de los géneros son sólo eso, convenciones, que están muy bien para saber qué vamos a leer, pero que se pueden
(y se deben) forzar; siempre que el autor sea lo suficientemente hábil como para jugar con ellas, como es el
caso. Ojo, durante el recorrido se produce algún chirrido y no todos los cabos están convenientemente atados.
Pero la textura es luminosa y consistente.
En resumen, un volumen que no es la repanocha pero se lee con agrado.
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