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[ Entrevista a Rodolfo Martínez ]
por Rodolfo Martínez
Grabo esto exclusivamente para ti. Los demás no me importan demasiado, pero tú te
mereces saber lo que ha ocurrido realmente. Claro que, desde tu punto de vista, no ha ocurrido nada, y
difícilmente podrás aceptar lo que oyes. Sin embargo, es la verdad, o al menos lo fue.
Cuando tú llegaste al asilo yo llevaba algo más de un mes inmiscuyéndome en los
recuerdos de los otros residentes. Fue algo casual, y aun hoy no he podido saber cómo llegó a ocurrir.
Tengo la sospecha de que todo se debió a un medicamento o una combinación de ellos que, de alguna manera,
alteraron mis percepciones de la realidad. Y no solo las percepciones. Pero eso, como la mayoría de las
explicaciones, no explica nada. Ocurrió por la noche. Estaba a punto de quedarme dormido, ya conoces ese
estado, la vigilia y el sueño se mezclan, te duermes sólo para volver a despertar enseguida a causa de
cualquier ruido y, antes de que sepas lo que ha pasado, te has dormido otra vez. Comencé a soñar. Al
menos eso creí al principio. Tardé algún tiempo en darme cuenta de que estaba despierto. Me veía a mí
mismo en la cama, sentía a las enfermeras recorrer el pasillo, la luz de la luna se colaba por la persiana
mal cerrada. Recuerdo que aquello me irritó. No soporto la menor claridad cuando voy a dormir. Chasqueé
la lengua y me levanté a cerrarla mejor. Y entonces me di cuenta. El sueño no se había desvanecido.
De alguna manera seguía viéndolo. Allí estaba mi habitación pero, al mismo tiempo, justo al borde de mi
campo de visión, desenfocado, seguía el sueño. Me detuve, con una mano apoyada en la correa de la persiana,
completamente inmóvil, hasta que la imagen se fue aclarando y la habitación a mi alrededor perdió
consistencia. Enseguida conseguí identificar lo que veía: eran los recuerdos de alguien ajeno a mí. De
hecho, no tardé mucho en darme cuenta de que pertenecían a Elisa, tres habitaciones más allá. Sí, es
curioso, nunca he tenido la menor dificultad en identificar a quién pertenecían los recuerdos que
contemplaba.
No tengo mucho tiempo. He sentido los primeros pinchazos del sueño, de mi último
sueño. Apenas me quedan unos minutos y en ellos he de contarte todo lo que ocurrió. O, tal y como tú
(y todos los demás) veis las cosas, no ocurrió.
Una semana después no necesitaba acudir al sueño. Podía introducirme en los recuerdos
de los demás cómo y cuando quisiera, pasear por entre ellos a mi antojo, recorrerlos como si fueran las
viñetas de un cómic, los fotogramas de una película. ¿Te imaginas lo que significaba eso para un mirón
como yo siempre he sido? Ya sabes, unos viven, otros huyen y otros miran. Eso es lo que yo he estado
haciendo toda mi vida, mirar. No he sido más que un espectador, y he disfrutado de cada pequeño atisbo
de la vida de los demás al que he tenido acceso. Y ahora se me ofrecía la oportunidad perfecta. De alguna
manera (no sé cómo, e imagino que no quiero saberlo) las vidas de los demás eran ahora un atlas dispuesto
ante mí para que yo lo desplegara cuándo y cómo quisiera y recorriera su mundo interior todo lo
minuciosamente que deseara. Con el tiempo, con la práctica, fui cobrando pericia: podía obtener una visión
general, un rápido flash de lo que había sido el pasado de los demás, o podía detenerme en un accidente
concreto, congelar un instante de su memoria y escudriñarlo hasta el último detalle.
Y entonces apareciste. El día de tu llegada te fui presentado, como todos los demás,
pero no me reconociste, por supuesto. ¿Qué motivos tenías para pensar que aquel viejecito calvo y encogido
podía ser el mismo muchacho babeante y estúpido que te había perseguido hacía más de cincuenta años? Yo
supe quién eras enseguida, sin embargo. Los años no habían sido misericordiosos contigo, el tiempo nunca
lo es y estabas tan vieja, encogida y arrugada como yo mismo. Pero aquellas cinco décadas no habían pasado
por tus ojos y tu boca seguía teniendo la misma forma perfecta que me había cortado la respiración cuando
teníamos dieciséis años, exactamente igual que me la cortaba ahora. Me saludaste (distante, distraída) y
pasaste al siguiente.
Apenas pude dormir aquella noche, y ni siquiera me molesté en recorrer el pasado de
los otros. Qué me importaba el pasado de los demás cuando era el mío el que aparecía de repente de la
nada. Entre los catorce y los dieciocho años yo te había perseguido sin tregua, pendiente de cada mínimo
gesto tuyo, de cada palabra. Y luego tú habías desaparecido. Seguí recibiendo noticias sobre ti, por
supuesto, amigos comunes que te mencionaban de pasada. "Ah, ¿sabes qué fue de...?". Me siento un
poco tonto diciendo esto. Al fin y al cabo, tú deberías saberlo tan bien como yo. Es como uno de esos
malos escritores que ponen en boca de uno de sus personajes algo que todos en la historia ya saben pero
que el lector ignora. Solo que no es así. Ya no.
Al día siguiente te seguí, mudo, silencioso. No creo ni que lo notaras. Pero mis
ojos te perseguían, te acechaban y a cualquier parte del asilo que fueras allí estaba yo. Por supuesto,
la tentación me invadió casi enseguida. Llevaba más de un mes recorriendo el pasado de todos los que
pasaban junto a mí: residentes, enfermeras, celadores, médicos; había saboreado su memoria como el
más exquisito de los manjares. Y allí estabas tú, como un regalo caído del cielo. Y sin embargo, no
lo hice. Aún no. Miedo, quizá. No lo sé y ahora ya no tiene demasiada importancia.
Pasó una semana y todo volvió más o menos a la normalidad. En todo aquel tiempo
intercambiamos un par de frases de cortesía que no recuerdo y que carecían de sentido. Yo volví a mi
afición favorita y mis ojos, aunque siguieron acechándote por todas partes, perdieron aquel brillo
ansioso. Fue entonces cuando Esteban murió.
Supongo que debo decir que éramos amigos, aunque eso no signifique mucho. Jugábamos
al ajedrez por las tardes y él me hablaba a veces de sus nietos. No sé si lo apreciaba, pero le tenía
cierta lástima, sobre todo desde el día en que me había paseado por sus recuerdos. Esteban se sentía
inútil, un completo cero a la izquierda, alguien que no había hecho nada en toda su vida para
justificar su existencia. Lo peor no era eso. Lo que realmente le atormentaba era que tenía la sensación
de que podía haberlo hecho y la cobardía se lo había impedido. De todos sus recuerdos tenía uno al que
volvía una y otra vez, con una intensidad casi febril. Esteban, con veinte años, paseando por la calle.
Un edificio en llamas. Alguien se asoma a una ventana y pide ayuda. Esteban duda. Da un paso hacia el
edificio y se detiene. Entonces alguien se le adelanta y entra. Minutos más tarde, justo cuando llegan
los bomberos, el hombre que se le ha adelantado sale de la casa con dos niños en brazos. Eso era todo.
Esteban tenía la sensación de que si hubiera entrado allí, si hubiera hecho lo que el otro hizo por él,
su vida habría estado justificada, ya no habría importado lo que pasara de allí en adelante. Incluso
tenía un recorte de periódico, amarillento y quemado por la edad, en el que entrevistaban a aquel
individuo en relación con su heroica hazaña. Lo vi sacarlo de su cartera cientos de veces, desdoblarlo
y mirarlo largo rato sin decir nada.
El día que murió Esteban llevaba ya nueve postrado en la cama. Se consumía
lentamente, por nada en concreto que los médicos pudiera describir, salvo esa frase que no indica nada
y que sin embargo nos estremece de terror cuando la oímos: "la edad". Fui a su cuarto a verle.
Apenas parecía consciente de mi presencia; en realidad casi no parecía consciente de nada de cuanto
ocurriera a su alrededor. En su mente solo había sitio para aquella tarde fatídica en la que pudo
haber sido un héroe y la cobardía no se lo permitió.
No lo pude evitar. Me lancé hacia adelante y entré en sus recuerdos. De nuevo lo
vi frente a la casa, dudando. Algo se quebró dentro de mí. "Vamos, hazlo", grité, "vamos"
y sentí que de alguna manera le empujaba. Entonces Esteban echó a correr hacia la casa en llamas. Subió
por las escaleras, entró en la habitación donde pedían auxilio y cogió a los dos niños. Cuando llegó
abajo, una multitud expectante le vitoreaba y un periodista se acercó a él.
Parpadeé, aturdido. Aquello estaba equivocado, torcido. No era así como había
sucedido. De pronto, Esteban me vio y me llamó. Yo dije algo, no recuerdo qué, posiblemente algunas
vacías palabras de consuelo.
-No me importa -dijo él, con una voz apagada, casi inaudible-. La muerte no
importa si uno ha justificado su vida de alguna manera. Yo fui un héroe, ¿sabes?
Fruncí el ceño. En la habitación había una enfermera. Me volví a ella y dije:
-Pobre. Desvaría.
Ella pareció disgustada.
-Quizá exagera un poco, pero lo que hizo tuvo su mérito -dijo.
-¿Qué?
Me señaló la pared junto a la cama. Allí, enmarcado y plastificado, había un recorte
de periódico. No necesité leer los titulares para comprender que era un artículo hablando de la hazaña
de Esteban al salvar a aquellos niños. Me levanté y lo miré. Un sonriente Esteban salía de una casa en
llamas con dos criaturas en brazos. Me volví a la enfermera.
-Pero... -empecé a decir.
-Ha muerto -me interrumpió ella, tapándole el rostro con una sábana-. Al menos fue
feliz.
Salí de la habitación, aturdido. ¿Qué había pasado? Había entrado en sus recuerdos
y, de alguna forma que no comprendía, los había modificado. No, no era eso. Había hecho algo más. No
solo había modificado los recuerdos de Esteban, sino los de la enfermera. Y aquel recorte de periódico.
Sentí vértigo al comprender lo que había hecho realmente. Había modificado la realidad. Al alterar
el pasado de Esteban había cambiado los acontecimientos. En cierta forma, aunque fuera mínimamente,
había cambiado el mundo en el que vivía.
Más tarde lo comprobé. Todos recordaban la hazaña de Esteban.
-Coño, si no hablaba de otra cosa -me dijo Marco cuando se lo pregunté.
Aquello me hizo temblar. ¿En qué me había convertido? No solo podía ver el pasado
de los demás, podía modificarlo. Y lo que yo cambiaba quedaba fijado para siempre, como si eso fuera lo
que realmente había ocurrido. De hecho, así era. La realidad anterior no solo desaparecía, jamás había
tenido lugar. Nadie la recordaba salvo yo.
Noto cómo la modorra me va venciendo. No tengo mucho tiempo, así que será mejor
que abrevie.
Tardé casi dos meses en darme cuenta de lo que tenía qué hacer. Y cuando lo vi me
maldije por haber sido tan estúpido como para no caer antes ello. No espero que comprendas lo que he
hecho, o que me perdones por ello. En realidad ni siquiera creerás que lo haya hecho. Te he... sí, te
he violado como ningún hombre ha podido hacerlo antes jamás con una mujer. Me he introducido en tu pasado,
me he paseado por él hasta saberme tu historia de memoria y luego la he cambiado a mi antojo. Te he...
manoseado, moldeado, te he convertido en lo que eres ahora.
Fue difícil, tan tremendamente difícil. Y cometí muchos errores. Pero podía
repararlos, claro, sin problemas. Todo lo que tenía que hacer era regresar a aquel instante que
había cambiado y volver a dejarlo como estaba. Y luego, a partir de ahí, probar otra vez.
Fue necesario más de un cambio. Logré que a los quince años te enamorases de mí,
solo para que siete más tarde me dejaras. Allí tuve que intervenir de nuevo, realizar un pequeño ajuste.
Y tuve que hacerlo otra vez década y media más tarde. Después de eso solo fueron necesarios pequeños
toques, ajustes menores: una pincelada aquí y otra allá, lo suficiente como para completar el cuadro.
Fue magnífico. También fue horrible, pero sin duda fue magnífico. Y al acabar, tú no recordabas haberme
conocido cuando éramos adolescentes y haberme olvidado cuatro años después. No, tus recuerdos
abarcaban cincuenta años de felicidad a mi lado, hasta que ambos habíamos decidido ingresar juntos
en el asilo. Y no solo tus recuerdos, el mundo entero había cambiado para acomodarse al guión que yo
había escrito con tu pasado.
No me crees, claro. No podía ser de otra forma. Para ti el nuevo pasado es el
auténtico. El otro no ocurrió jamás. Pero te pido que lo aceptes, solo por un momento, como una simple
hipótesis descabellada. ¿Por qué entonces estoy aquí grabando mis últimas palabras frente a este micrófono,
por qué me he inyectado ese medicamento de nombre impronunciable que poco a poco me va sumiendo en el
último sueño?
La respuesta es dolorosamente obvia. Porque he fracasado. Sí, tú recuerdas esos
cincuenta años a mi lado. Pero yo no. Cambio el mundo y todos recuerdan los cambios que yo introduzco
en él como si jamás hubiera sucedido otra cosa. Todos menos yo. Tú puedes recordar haberme amado toda
tu vida. Lo que yo recuerdo, sin embargo, es que jamás te has fijado en mí, que he estado solo toda mi
vida y que he manipulado la realidad para obtener una victoria fútil que me ha dejado un regusto amargo
y vacío en la boca. Así de simple.
Apenas puedo mantener los ojos abiertos y noto la lengua pastosa. Espero que puedas
perdonarme el sufrimiento que mi suicidio te va causar. Podía haber vuelto a hacerlo, haber regresado
a tus recuerdos para dejarlos como eran antes de que yo me inmiscuyera en ellos. Ya no me recordarías
y mi muerte no te causaría el menor dolor. Pero me siento demasiado cansado, demasiado... No, eso es
falso. Lo menos que puedo hacer es decirte la verdad: me siento demasiado amargado. Si voy a morir, si
voy a fracasar, al menos que haya alguien que me recuerde, aunque su recuerdo de mí sea absolutamente
falso.
Lo siento. Ojalá las cosas hubieran sido distintas. En realidad, lo fueron.
Junio, 1994
Publicado en Visiones 1997
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Drímar
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